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Un corazón roto, un corazón quebrado es en realidad un corazón abierto.

El problema con el sufrimiento no es tanto padecerlo como comprenderlo. Se puede sufrir mucho más por no comprender, que por sentir, pues el dolor físico, en su irracionalidad, puede ser en muchas ocasiones soportable.

Todos sabemos, además, que hay dolores del alma, sufrimiento puro, que se somatizan, y que suelen ser causados por una situación de incomprensión. Un “no entiendo por qué pasa esto” suele acompañar la experiencia sufriente.

Pero entender el sufrimiento no se reduce a conocer el proceso biológico y neurofisiológico del dolor. Sus mecanismos y resortes. La pregunta de todo sufriente es una pregunta por el sentido.

“¿Por qué?” no es aquí el resultado de la curiosidad sino más bien una queja.

Los golpes sucesivos que da la vida necesitan ser comprendidos y no sólo duelen. Y no importa su condición: pueden ser daños en el cuerpo o heridas en el alma. Pues donde duele más toda herida es en el corazón.

El corazón es la metáfora fundamental para comprender el sufrimiento. El corazón es además la metáfora predilecta para hablar de nuestro sensor orgánico del sufrimiento.

Dicho de otra forma, el corazón es la metáfora básica para pensar comprensivamente nuestro sexto sentido: la facultad humana de sufrir.

No es cualquier metáfora por supuesto. No es un mero adorno retórico, sino el símbolo al que tenemos que recurrir siempre, pues nos permite comprender lo más difícil, aquello para lo cual otros conceptos se quedan cortos.

¿Donde sentimos? ¿Con que órgano sufrimos? ¿En qué lugar habita nuestra experiencia del sentido del sufrimiento?

Responder diciendo que es el “cerebro” puede explicarnos el complejo proceso del sentir, pero no nos permite comprender su sentido. Para eso necesitamos más bien un símbolo arquetípico, ancestral. Un símbolo que ya aparece en el Antiguo Testamento y cuyos orígenes se pierden en el tiempo.

Cada vez que sufrimos, sentimos una punzada en ese “lugar” que es “el corazón”. Y hay golpes tan duros y fuertes que nos rompen el corazón: una herida profunda y abierta que pareciera no sanar nunca.

Es fácil reaccionar entonces con mucho miedo frente a ese tipo de heridas. Tememos desangrarnos y nos lanzamos rápidamente a cubrir el desgarro, con apósitos y vendas. No soportamos la contemplación directa de la fractura de nuestra sensibilidad y por eso buscamos también algún anestésico que oculte el dolor. Que lo elimine.

Pero el corazón humano es una especie de ser marino de las profundidades lleno de luz en su interior, aunque cubierto por capas rugosas de coral y piedra, formando una costra aparentemente impenetrable que oculta su luz.

Su ruptura es por ello una ocasión única para que su interior respire y para que la luz que habita en él se libere.

Un rayo se asoma siempre por las fisuras de un corazón herido.

Su sangre dorada brota por cada rasgadura.

A pesar de las apariencias, la herida no hay que cubrirla.

Un corazón roto, un corazón quebrado es en realidad un corazón abierto.

Tras cada dolor el corazón va perdiendo su capa envolvente de costras haciéndose más sensible. Y justamente por ello, por ser más sensible y estar más expuesto, es un corazón que percibe más, que puede, como sensor sufriente, comprender mejor el mundo.

Una de las primeras cosas que el dolor profundo nos permite descubrir es que el sufrimiento es una forma de conocimiento.

Con cada dolor nuevo aprendemos. No nos hacemos más duros, sino más sensibles. Sabemos más porque sentimos más. Porque el dolor es cada vez más hondo.

Con el tiempo aprendemos a pensar con el corazón profundo, que es algo muy distinto a pensar con el miedo a ser herido en el corazón.

Quizás esta forma aprendida y honda de pensar con el corazón sea la forma de conocimiento del mundo más honda de todas.

Por supuesto, la experiencia sufriente de la herida puede ser cada vez más dolorosa si nos abrimos a la posibilidad de sentir. Si ponemos nuestro corazón al descubierto y nos exponemos.

Pero eso no significa que seamos más débiles o que nos hagamos daño a propósito.
Significa todo lo contrario, que aprendemos a cuidarnos y a cuidar lo que habita con nosotros, pues lo sentimos. Significa, paradójicamente, que somos más fuertes.

La fuerza del corazón humano radica en su poder para comprender el sufrimiento. El sufrimiento se entiende sufriendo. Solo con el corazón encontramos su sentido.

Es un paso: entre más hondo el sufrimiento, más comprensión. Más sentido. Y por ende menos sufriente es el sufriente.

Esta es la otra paradoja. El sufrimiento no se supera evitándolo sino atravesándolo. Dejándolo ser. Permitiendo que fluya. Que la sangre fluya por la herida.

Por ello el sentido del sufrimiento no se entiende con la “cabeza”. Simplemente se experimenta con el corazón. Conectarse con el corazón, con su luz profunda, que emana como rayos dorados por la ruptura, es permitir además que esa luz ilumine el mundo.

No es una luz cualquiera, la del corazón. Porque ilumina lo que no se puede iluminar. Porque lleva claridad a lo más oscuro, a las regiones sombrías del miedo y el sin sentido.

Es además, la luz del corazón, una luz que cuida. Nuestro ser es cuidado, ya lo dijo el gran filósofo alemán Martin Heidegger.

Me gusta interpretar la obra y el pensamiento de Martín Heidegger en clave espiritual y emocional. Una verdadera “ciencia del corazón”. Similar a la ciencia del corazón de la que hablaban místicos y filósofos musulmanes medievales: Ibn Arabi, Ibn Hazm, Ibn Paquda.

Heidegger hablaba de los estados de ánimo fundamentales como el lugar en el que nace el pensamiento.

Su misma filosofía gira en torno a algunos estados de ánimo fundamentales:

En su primer libro “Ser y tiempo”, el estado de ánimo fundamental es la “angustia”. En los seminarios que dictó años después esel “aburrimiento profundo”. En su obra madura desarrollada después de terminada la Segunda Guerra Mundial, es la “serenidad”.

El problema de la angustia tiene que ver con nuestra capacidad para desprendernos de la preocupación cotidiana y nuestros miedos diarios y así poder acceder a la experiencia de la angustia profunda que habita en el corazón de nuestra existencia.

En la vida cotidiana olvidamos lo que somos y qué significa existir porque preferimos distraernos antes que afrontar con coraje la pregunta fundamental por el significado de estar vivos, de cara a la muerte.

Y cuando asumimos esa pregunta y nos enfrentamos a la nada y al sinsentido descubrimos que somos cuidado. Cuidado del ser.

El sufrimiento de la angustia nos conduce, asumido plenamente, a una verdad en la que se manifiesta el sentido de nuestra existencia: el cuidado.

El aburrimiento profundo es otro estado de ánimo fundamental para el pensamiento meditativo: una experiencia de la existencia y el paso del tiempo que va más allá del tedio cotidiano, que solemos resolver también con distracciones y desespero.

La existencia se revela entonces en lo profundo como un permanente querer estar en casa. Como un viaje hacia nosotros mismos. Hacia el corazón.

Nuevamente, es en el sufrimiento del tiempo que se vive, es en el aburrimiento más hondo, donde se abre una posibilidad de comprensión.

Finalmente está la “serenidad”. La serenidad no es un “tema” de la filosofía de Heidegger. El filósofo no echa un discurso “sobre” la serenidad.

La serenidad es una experiencia meditativa. Es una posibilidad abierta en el camino para quien persigue estados de ánimo fundamentales.

Una serenidad también profunda a la que accedemos cuando deshacemos las capas de olvido de la habladuría cotidiana y las distracciones y preocupaciones cotidianas.

En la serenidad aprendemos a escuchar lo que dice la lengua, de la mano de los poetas.  Cuidándonos de atender al sentido, que habita al abrigo de las palabras.

Descubrimos entonces que el lenguaje es nuestra casa. El hogar de los seres humanos. Y aprendemos a cuidarlo. Aprendemos a cuidar el ser. A cuidarnos.

La búsqueda filosófica más importante del siglo pasado se revela entonces como una búsqueda emocional y espiritual. Con el corazón. Un aprender a pensar con el corazón. Para poder comprender lo más hondo: el sentido del existente. El sentido del sufriente.

Cuando dibujo la imagen del corazón abierto que vierte por sus heridas dolorosas luz al mundo, no me estoy inventado nada nuevo, por supuesto, ni soy el primero que lo dice.

Estoy hablando de algo que nuestra cultura conoce desde hace siglos: es también el arquetipo del Corazón de Cristo, que sangra en la cruz y emana por sus heridas amor al mundo. Un símbolo de lo divino.

El amor es sufrimiento profundo. Un estado de ánimo fundamental.

El amor se posibilita por el dolor en el dolor. Duele porque es una ruptura. Es una ruptura porque sólo así nos abrimos. Y hay que abrirse para abrir el ser y experimentar su verdad.

El sufrimiento es una forma de la verdad. Una experiencia del sentido, en el sin sentido.

Cuando amamos, duele. Porque sentimos la verdad del mundo.

*Imagen de portada tomada de Aciprensa

Es profesor de la Universidad del Rosario. Se doctoró en filosofía. Es especialista en antropología filosófica, filosofía política y filosofía contemporánea.