Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Desde que asumió su cargo el 7 de agosto de 2022, concuerdo por primera vez con una de las más recientes afirmaciones públicas del ministro de Defensa Nacional, Iván Velásquez Gómez.
Considero que sí “fue un acto de imprudencia”, pero que el presidente Gustavo Petro lo colocara al frente de una de las carteras ministeriales más trascedentes de Colombia en los últimos tiempos.
Irónico que esta frase, que utilizó para calificar el episodio de la toma de rehenes (no secuestro) de la que fue objeto la sargento del Ejército Ghislaine Karina Ramírez y sus dos hijos por cuenta del ELN, hoy le caiga al Ministerio de Defensa como anillo al dedo.
Era de esperar que a Velásquez Gómez, abogado de profesión y jurista especializado en derechos humanos, no le fuera bien al tomar las riendas del sector Defensa, pero creo que ni el más pesimista vaticinó un fracaso tan estrepitoso como el de él.
Porque un asunto es pontificar sobre el deber ser de la seguridad pública y la defensa nacional –desde la que considero su mirada pseudo romántica y académica del derecho en la guerra y los derechos humanos– y otro bien distinto, comprender cómo se gestionan en la praxis estos dos activos estratégicos que tutelan la convivencia y la tranquilidad de un Estado y de sus asociados.
Bajo el ministerio de Velásquez Gómez, la seguridad pública tocó fondo en Colombia, y delitos que muchos creían cosa del pasado tras el espejismo de la paz de Santos –como el secuestro y la extorsión, en lo urbano y lo rural– hoy están a la orden del día.
El asesinato de líderes sociales, las masacres y el reclutamiento forzado de menores de edad son recurrentes en la “Colombia profunda” de la que tanto habla el presidente Petro. En este orden de ideas, los atracos, el fleteo, los homicidios y el microtráfico, entre otras conductas típicas y antijurídicas, campean en las ciudades y poblados.
Es claro que la apuesta con tintes de delirio que el presidente Petro bautizó como “paz total” para nada favorece la gestión de Velásquez Gómez.
Para cualquiera resultaría bastante difícil proveer seguridad cuando el Estado cede su majestad en favor de las organizaciones armadas ilegales, bien de corte “político” (las comillas son mías) como el ELN y las disidencias de las Farc, o con un vasto prontuario criminal como los Shottas y los Espartanos, bandas que libran una guerra a muerte por el control del narcotráfico en Buenaventura.

Desde que arrancó la “paz total” el Gobierno ha firmado no menos de cinco acuerdos de cese de hostilidades con grupos armados –todos dedicados en mayor o menor proporción al narcotráfico–, atando de pies y manos a los integrantes de la Fuerza Pública y reduciendo su margen de maniobra en las regiones.
En todos los casos, el Estado ha cedido el control del territorio y la posibilidad de ejercer su fuerza marcial y autoridad, en tanto que estos grupos armados no han dado nada a cambio, ni siquiera señales de buena voluntad.
Mal mensaje está enviando el Ejecutivo a la sociedad cuando habla de premiar con sueldos y coimas a los malhechores de todos los pelambres para que dejen de delinquir (desde mantener al ELN hasta pagar un millón de pesos a los jóvenes que abandonen la criminalidad).
También cuando ordena la suspensión de procesos y órdenes de captura de criminales abyectos para que funjan cual asesores y verificadores de paz.
Aquí el silencio cómplice del Ministerio de Defensa y sus asesores habla de manera suficiente sobre su incompetencia. Al empoderar al delincuente y colocarlo en una posición superior a la del soldado y el policía, el deterioro de la seguridad es una consecuencia inmediata.
Por esta razón cuando se le indaga a Velásquez Gómez sobre el incremento de los cultivos ilícitos en un Gobierno que pregona la legalización de la droga, fácil le resulta achacarles la culpa a los uniformados, los mismos que tienen territorios vedados para ejercer su mandato y sus funciones constitucionales.
Razón tenían nuestros ancestros cuando acuñaron el refrán que reza que “la soga siempre se rompe por el lado más débil”.
De hecho, su desprecio por los uniformados colombianos –activos o veteranos– es tal que su despacho ofició al Consejo de Estado para que el alto tribunal le avalara el no pago de la mesada 14 a más de trece mil pensionados del Ministerio de Defensa.
La medida perjudicaba a viudas y huérfanos de uniformados, y a soldados y policías con cicatrices y amputaciones en sus cuerpos por causa y razón del conflicto armado. ¡Y después dicen que la moral no está baja en el conjunto de las Fuerzas Armadas!