Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Las FARC son ilegítimas porque no representan a nadie. Desde hace décadas y por su filiación doctrinaria a las ideas socialistas y comunistas (dependiendo de la época) han tenido muchos voceros de traje y corbata (o cuello de tortuga) pero todos en la arena social y hasta con reputación académica. Sus miembros, con creces y sin censo seguro, no superarán los 50 mil, incluyendo unos 45 mil colados por los beneficios económicos que siempre traen consigo las desmovilizaciones.
Las FARC son ilegítimas porque no representan a nadie. Desde hace décadas y por su filiación doctrinaria a las ideas socialistas y comunistas (dependiendo de la época) han tenido muchos voceros de traje y corbata (o cuello de tortuga) pero todos en la arena social y hasta con reputación académica. Sus miembros, con creces y sin censo seguro, no superarán los 50 mil, incluyendo unos 45 mil colados por los beneficios económicos que siempre traen consigo las desmovilizaciones.
Ello no alcanza a un dígito de la población colombiana como para que sea políticamente respetables. Sin embargo, se les respeta en las altas esferas del poder, se les otorga estatus político, se les reconoce como contraparte y se pide desde el alto gobierno que se les trate con benevolencia y que deconstruyamos el lenguaje. Su capacidad de influencia es innegable pues su poderío de destrucción llegó a convencer a buena parte de la población de que eran invencibles y para otros muchos, incluso, “defensores del pueblo” como se le consideró a Pablo Emilio Escobar en su época. Pero ello les valió el epíteto de terroristas internacionales en el mundo de las naciones civilizadas, lo cual no se ha capitalizado suficientemente bien.
Y a pesar de todo ello todavía existen voces que reclaman presencia del Estado y posturas “duras” en la ya vencida mesa de negociaciones porque creen que la guerra la ganó Colombia y la perdieron las FARC.
Nada más falso: la guerra la perdió, no ahora, sino hace décadas el Estado y la nación colombiana. La perdimos todos y es conveniente reconocerlo. El Estado de Derecho se doblegó ante el terrorismo y ello nos condujo a una negociación entre iguales, entre partes del mismo porte. Esa es una tragedia histórica que debemos saber administrar.
Por todo lo anterior es que hemos venido insistiendo en que lo realmente importante en la negociación de la Habana son los mecanismos de refrendación o validación de los acuerdos. Y cuando menciono los acuerdos no estoy haciendo alusión a los más de 65 folios que contienen declaraciones tan generales y vagas como imposibles de no aceptar. Como lo ha dicho el Presidente Santos: “Esos acuerdos se cumplirán con o sin acuerdo de Paz”. Más aún, la gran mayoría de ellos se sacarán por decreto porque ni siquiera ameritan una ley de la República.
Me refiero entonces, por supuesto, a la pena privativa de la libertad de los perpetradores de delitos de lesa humanidad y genocidio y su posibilidad de participar en política. Es decir, a la manera como se garantizará la no repetición de los actos terroristas y la aplicación de los mínimos cánones de justicia.
La refrendación lo es todo. Lo fue desde que empezó el proceso y lo que lastimosamente ha llamado menos la atención del público. De la forma de refrendación dependerá la sostenibilidad histórica de los acuerdos o el fracaso de los diálogos.
Por eso una ley habilitante como la propuesta por el Fiscal General, un congresito o una vía paralela a las ya existentes constituyen una afrenta no solamente a la institucionalidad constitucional y democrática sino al poder constituyente primario pues son todos mecanismos imperiales, propios de las dictaduras románicas que pretenden saltarse las escalas de representación popular para conseguir el cometido a como dé lugar.
Esas iniciativas son, todas ellas, ajenas a nuestras instituciones pero, sobre todo, extrañas a los postulados democráticos que supuestamente los partidos políticos juraron defender.
Los cheques en blanco, de cartón y gigantes se podrán presentar para financiar el metro de Bogotá, o las 100 mil casas de regalo pero nunca para construir estables acuerdos de paz y reconciliación.