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La firma del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera ha resultado ser, en algunos aspectos, una triste quimera macondiana.
Según nos cuenta García Márquez en su inolvidable Cien años de soledad, la retahíla de guerras que durante años asolaron a los habitantes de Macondo tocaron fondo con la firma del Tratado de Neerlandia. Para desgracia de los habitantes del universo garciamarquiano, a ratos más real que mágico, aquel acuerdo de paz no puso punto y final a sus tragedias. La violencia y las armas encontraron nuevas razones de ser, a menudo encubiertas tras las perfidias de la Compañía Bananera.
Algo parecido ocurre en la Colombia de hoy. La firma del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera ha resultado ser, en algunos aspectos, una triste quimera macondiana. A día de hoy, existen al menos cinco conflictos armados no internacionales en Colombia. Cuatro de ellos enfrentan al Gobierno con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL), las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y ciertas antiguas estructuras de las Farc – EP que no se acogieron al proceso de paz. Además, existe un conflicto armado entre el ELN y el EPL, con epicentro en la región del Catatumbo, y complejas luchas de poder entre una miríada de grupos que ansían copar el vacío existente tras la desmovilización de miles de integrantes de las Farc – EP. Estas nuevas dinámicas han hecho que en muchas zonas de Colombia la situación actual sea aún más violenta que la de hace unos años.
Desde el punto de vista jurídico, la existencia de un conflicto armado implica la aplicación del derecho internacional humanitario (DIH), también conocido como las leyes de la guerra. El DIH busca proteger a quienes no participan en las hostilidades, es decir, los civiles, y a quienes han depuesto las armas, como los heridos o las personas privadas de libertad. Se trata de un balance entre el principio de humanidad y el principio de necesidad militar, fruto de dos siglos de historia. El DIH limita la posibilidad de realizar ciertos bombardeos, protege los bienes civiles, fomenta la búsqueda de personas desaparecidas e impone obligaciones con respecto a las víctimas del conflicto, entre otras muchas cosas.
Ahora bien, la aplicación del DIH no legitima los actos de ningún grupo armado organizado. Los Convenios de Ginebra establecen claramente que ninguna de sus disposiciones surtirá efectos sobre el estatus jurídico de las partes en conflicto. Incluso si un acto está permitido por las leyes de la guerra —como por ejemplo la destrucción de un objetivo militar legítimo—, ese mismo acto puede contravenir el derecho interno colombiano.
Tantos años de conflicto han permitido que Colombia llegue a ser posiblemente el país que más ha contribuido a humanizar la guerra. Cuando, allá por el año 1820, Simón Bolívar y Pablo Morillo decidieron firmar un tratado para establecer límites claros a sus enfrentamientos, el militar Pedro Briceño Méndez escribió lo siguiente: “Estaba reservado a Colombia la gloria de dar al mundo lecciones no sólo de valor y constancia, sino de humanidad”. Con mecanismos como la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, la Jurisdicción Especial para la Paz o la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, Colombia sigue dando ejemplos al resto del mundo sobre la existencia de formas humanas para poner fin a los conflictos. No es la panacea a todos los problemas, pero sí un paso en la dirección correcta.
Al igual que el Tratado de Neerlandia para los habitantes de Macondo, el Acuerdo final de 2016 no puso fin a la violencia en el país. Muchas regiones de Colombia —lejos de los núcleos urbanos— siguen inmersas en las desdichas de la guerra. Bellum se ipsum alet. Desde el Comité Internacional de la Cruz Roja pedimos que las partes a los distintos conflictos que sigue atravesando el país se comprometan a respetar el derecho internacional humanitario. No estamos hablando únicamente de una obligación jurídica, sino también de la mejor forma para tender puentes entre adversarios. Es lo mínimo que todos los colombianos merecen.