Las palabras no son neutras. Las palabras son poder, control, ideología. El país está polarizado y el lenguaje también lo está: hay una guerra de palabras y por las palabras.

Desde Ferdinand de Saussure se sabe que las palabras tienen dos componentes: el significante, que es la parte material (la expresión para denominar algo) y el significado, que es el concepto (el mensaje). Es entonces el significado el que le otorga sentido a la parte material de las palabras.

Las palabras pueden ser de amor o de odio, de valores o de delitos, de paz o de guerra. Es por eso que los padres, profesores y comunicadores tenemos una responsabilidad especial en el uso de las palabras, para no enviar mensajes equivocados, en especial a la juventud. Ahí tenemos una responsabilidad muy delicada, que creo que no estamos haciendo bien.

Colombia es un país polarizado y el lenguaje da cuenta de esa división. Veamos algunos ejemplos:

Los ejemplos podrían multiplicarse. El léxico da para todo. Y la ideología también.

También son distintos los giros recurrentes: solo con empezar a hablar ya se dan indicios de la ideología. Por ejemplo, si utiliza frases o palabras como “en clave de, una ruta, incluyente, resignificar”, entre otras, ya huele a izquierda (eso hoy, porque antes era “holístico, contexto” y otras palabras que ya no están de moda); en cambio si utiliza frases o palabras como “emprendimiento, crecimiento, seguridad, disciplina y valores”, ya huele a derecha (eso hoy, porque antes era “patria, religión” y otras, también en desuso). Obvio, hay margen de error. Es más, algunos tópicos son compartidos por las dos orillas, como las manidas expresiones: “digamos, un poco, robusto”, entre otras.

Lo del acento daría para otro escrito, y no me refiero a las regiones del país, lo cual es evidente, sino al estrato social: una persona no habla así, por ser pobre; sino que es pobre, porque habla así.

Este año, con el giro político del país hacia el primer gobierno de izquierda, cambiaron también unos significados de las palabras. Veamos:

Ahora bien, la separación por el lenguaje, casi la guerra del lenguaje, se ha intensificado en los últimos años.

En primer lugar, esa división se ha agravado con el aporte de las feministas en materia de lenguaje de género: “todos y todas”; lenguaje que más recientemente incluye también a los “todes”, and counting, porque la situación tiene a agravarse: no demoran los “todis” o algo así.

Y eso aplicado a cada sustantivo o adjetivo podría volverse no sólo interminable sino también repetitivo, farragoso, extenso, ineficiente y, finalmente, absurdo. Y lo más grave: este movimiento incluyente se ha convertido en una especie de policía del lenguaje: el lenguaje incluyente es el Esmad del lenguaje, es la Primera Línea del lenguaje. Y es mal visto el que hoy no utilice ese insufrible lenguaje de género. La libertad individual se ha visto afectada por esta censura, por esta forma de control, de disciplina social, de sujeción, de represión.

En segundo lugar, la guerra por el lenguaje se ha agravado a través de las redes sociales, que se han convertido en una cloaca en la que cada persona que tenga un resentimiento lo vomita directamente. Es la democracia del insulto. En Colombia tanto la derecha como la izquierda han utilizado mecanismos para destruir honras ajenas. Primero fueron las llamadas “bodegas” y luego los llamados “petrovideos”. El debate público se ha degradado sensiblemente y ha caído muy bajo. Ya casi no hay condiciones que posibiliten el ejercicio de la política. Por una paradoja, la democracia para vociferar afecta la democracia política.

Colombia es un país polarizado que necesita transitar hacia puntos mínimos de convergencia, que alguien llamó alguna vez un “acuerdo sobre lo fundamental”. Ponernos de acuerdo en el lenguaje sería avanzar en la dirección correcta. Por ejemplo, yo propongo que la derecha deje de llamar “mamertos” a los de izquierda y que la izquierda deje de llamar “paracos” a los de derecha. Esos rótulos descalificadores no colaboran para la convivencia pacífica y civilizada. Sería un buen comienzo.

Es asesor, consultor y abogado independiente. Fue secretario ejecutivo de la JEP y conjuez del Consejo de Estado. Estudió derecho en la Universidad Pontificia Bolivariana y una maestría en la Universidad de Paris Panteón Sorbona.