Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
La reducción del espacio cívico es un fenómeno latinoamericano que en las últimas décadas ha tenido dos expresiones. Por una parte, aquellos países abiertamente autoritarios en los cuáles es fácil identificar los repertorios del cierre democrático: ausencia de garantías legales, nulo acceso a la justicia, violaciones a los derechos humanos fundamentales, eliminación desde las instituciones estatales de la competencia democrática, restricciones a la movilización, protesta y en general a la acción colectiva.
En un segundo grupo se encuentran aquellos países reconocidos como democracias competitivas pero en los cuales conviven acciones abiertamente autoritarias y garantías formales democráticas. En estos lugares las limitaciones no son formales, sino que en ocasiones corresponden a repertorios violentos que limitan la posibilidad de que demandas sociales sean incluidas con éxito en la agenda pública. Cuando se habla de que esta limitación violenta ocurre en una dimensión no formal no quiere decir que únicamente actores no estatales o ilegales la ejerzan. No son pocos los casos, entre ellos Colombia, donde actores estatales o de gobierno contribuyen al cierre del espacio cívico, o bien desde la inacción, desde su tolerancia o promoción.
La colaboración tácita o implícita de los estados en la existencia de estos repertorios violentos puede dar claves importantes sobre los conflictos existentes hoy en día en la región y cómo avanzar a sociedades más pacíficas e incluyentes. Esta violencia contra liderazgos organizados de la sociedad civil constituye la mayor amenaza a la calidad de la democracia. Tanto que hoy América latina es la región más peligrosa del mundo para las personas que defienden los Derechos Humanos o son activistas ambientales.
Las mediciones sobre la amplitud y calidad del espacio cívico han contemplado variables que excluyen la violencia contra el liderazgo social y se enfocan en las garantías formales para la asociación, movilización o ejercicio de la participación.
Con la firma del Acuerdo de Paz con la guerrilla de las Farc se pensó que todo reclamo social iba a estar amparado por la ampliación de la participación política y la inclusión de reclamos de muy vieja data -muchos de ellos rurales- en los apartados de Reforma Rural Integral, participación de las víctimas y sustitución de cultivos ilícitos. Sin embargo, la implementación posterior mostró cómo la participación formal contemplada en el diseño inicial fue insuficiente para el lento avance de lo pactado redundara en la estabilidad de la paz en las diferentes regiones. En otras palabras, el éxito de estos puntos necesitaba no sólo de la creación de las instituciones encargadas de llevar a la realidad un diseño de por sí complejo sino también de una serie de difíciles acuerdos sociales en las regiones más afectadas por el conflicto y donde se definió concentrar acciones.
En ese momento existían ciertas ventajas. En varios de los municipios priorizados, incluyendo sus zonas rurales entre 2014 y 2016, se reportó el menor número de acciones violentas de grupos armados contra civiles en los últimos años y una correspondiente baja en las violaciones a los derechos humanos más frecuentes. Esta tendencia se revirtió y los datos del incremento de homicidios a civiles, masacres y desplazamientos forzados en municipios priorizados ya son dramáticos.
En este estado de cosas tal vez lo que más llama la atención es el incremento de los asesinatos de personas que venían ejerciendo algún tipo de liderazgo. Antes del acuerdo una parte importante de las víctimas de asesinatos selectivos participaban en procesos de reclamación de tierras. Hoy, como lo ha documentado la ONG Indepaz, se trata de liderazgos involucrados en programas de sustitución de cultivos, defensores de derechos humanos en municipios con Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet), autoridades indígenas y firmantes del acuerdo de paz quienes han sido las principales víctimas. La violencia política contra las mujeres también amerita una mención especial, tal y como lo documentó el informe de la Misión de Observación Electoral en Colombia cuando señala acertadamente que la eliminación violenta de estos liderazgos supera los conflictos regionales o su adjudicación a la mera presencia de economías criminales y pone el énfasis en las consecuencias para la democracia.
Y es que esta sociedad civil, cuyo liderazgo ha sido atacado, ha constituido una base importante de apoyo a la implementación y ha sido fundamental para el cumplimiento de las metas ambiciosas de la paz. Se trata de la pérdida de líderes y lideresas de organizaciones campesinas, de mujeres, eclesiales de base, organizaciones ciudadanas, de veedurías, de víctimas, comunitarias, cooperativas, Juntas de Acción Comunal y diferentes tipos de asociaciones, algunas de ellas con trayectorias de más de veinte años y que en el período del preacuerdo habían iniciado una suerte de diálogos naturales con sectores con los que se había mantenido tensión en el pasado. Esta ventana de diálogo perdida es una de las consecuencias más dramáticas que el país va a vivir en los próximos años.
Hay un altísimo costo social en que agendas fundamentales para la sociedad como lo son la conservación o la justicia ambiental, los reclamos de redistribución, equidad, acceso a la justicia, paridad e inclusión jamás lleguen a ser consideradas por tomadores de decisiones. Resulta muy diciente que la reivindicación más frecuente de las organizaciones sociales hoy en día sea el derecho a vivir. Esta tragedia no puede seguirse tomando a la ligera. El país requiere discursos y acciones protectoras que tomen el centro del debate. Pasar de “¿quién los mata?” a “¿cómo los protegemos?”.
Parte de esta discusión se tiene que centrar sobre los acuerdos que faltan. Si algo aprendimos de las movilizaciones recientes del paro nacional es que en un momento de malestar social como el que vivimos el haber cerrado el diálogo en espacios como la Cumbre Agraria -por poner un ejemplo- potenció el descontento y la presencia en las calles de conflictos y demandas que pudieron haber sido tramitados de forma diferente. Igual situación se vivió con la posibilidad de continuar programas como Parques con Campesinos o ampliar las Zonas de Reserva Campesinas, cuyo peso en hectáreas es mínimo para el país pero cuyo aporte a la construcción de paz y a la sostenibilidad ambiental es innegable. Los espacios de diálogo con la Agencia Nacional de Tierras, que lograron avances en el pasado, también se encuentran actualmente cerrados, y sería fundamental que volviera a abrirse.
Creemos, desde la sociedad civil, que es posible avanzar en esos acuerdos faltantes. Por ejemplo en la generación de diálogos locales humanitarios para contener lo que varios analistas han llamado un nuevo ciclo de violencia. Así mismo es fundamental por una parte proteger la labor de la sociedad civil y su larga tradición en los esfuerzos de construcción de paz, especialmente en zonas rurales apartadas y en alto riesgo de que grupos armados incrementen su control territorial.
Para la construcción de paz y la inclusión social es importante concentrar todos los esfuerzos en la protección del liderazgo local y en las garantías al diálogo social. Es intolerable que en este momento las mujeres líderes rurales estén siendo altamente amenazadas por intentar proteger sus comunidades del reclutamiento forzado de grupos armados y que los liderazgos que apoyan la sustitución de cultivos ilícitos, el cumplimiento del acuerdo de paz, la defensa del medio ambiente, los derechos humanos o promueven acciones pro desarrollo sostenible estén siendo sistemáticamente asesinados. Estamos perdiendo la posibilidad no solo de ampliar la democracia local, sino de mantener viva la que ya tenemos.