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Las páginas del horror ocurrido en el marco del conflicto armado en Colombia están lejos de contarse plenamente. Por el contrario, se desvía la atención culpando a otros actores de todo lo acontecido.
Las páginas del horror ocurrido en el marco del conflicto armado en Colombia están lejos de contarse plenamente. Por el contrario, se desvía la atención culpando a otros actores de todo lo acontecido. Pero la búsqueda de la verdad es terca y se pone de pie, emergiendo hasta la superficie gracias al espectacular trabajo del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (Sivjrnr) creado en el Acuerdo de Paz de La Habana.
A propósito de los falsos positivos atribuidos al Estado y sus Fuerzas Armadas por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), recordé que en el año 2014, en La Habana, leí el formidable libro de Germán Castro Caicedo “Nuestra guerra ajena”, publicado por la editorial Planeta. Un libro lleno de investigaciones y testimonios de lo que une a Estados Unidos con Colombia, que nos aclara que el narcotráfico llegó al país hace más de 46 años auspiciado por el ejército de los Estados Unidos como parte de una estrategia bien planeada después de la guerra de Vietnam. También aclara la larga dependencia de los gobiernos y autoridades colombianas al influjo estadounidense.
Pues bien, este fin de semana, de paso por alguna región de Antioquia, me di nuevamente a la tarea de releerlo. Es un buen ejercicio de memoria de quienes pudieron resolver, aclarar y condenar judicialmente el caso de los falsos positivos, que por el contrario le han echado tierra y están por ahí agazapados. Responsables en mora de darse una pasadita por el Sivjrnr o el tribunal para la paz.
Germán Castro Caicedo, además de describir la injerencia política y militar del gobierno norteamericano en los asuntos medulares del conflicto social y armado en nuestro país, relata uno a uno la cantidad de testimonios con fuentes primarias, dejándonos un sabor metálico, de muerte y dolor. Me di a la tarea de buscar quién había auspiciado y ambientado los falsos positivos y encontré al Abogado Camilo Ospina Bernal, quien fue ministro de defensa de la “Seguridad Democrática” en el año 2006.
En “Nuestra guerra ajena”, Germán Castro nos cuenta que en el año 2006 hubo en Colombia de 800 a 3.500 mercenarios gringos (o como se les llamó con eufemismos, “contratistas”, para adornar un poco su acción heroica de matar colombianos). Y como si esto fuera poco, obtenían buena paga en dólares para hacer en nuestro país lo que se les viniera en gana. Total inmunidad y total impunidad. Todo lo anterior en al marco del “Plan Colombia” y el “Plan Patriota”, las ofensivas militares más grandes de la historia en la lucha contra las extintas Farc-EP y que contaban con el apoyo de los Estados Unidos.
Este señor, Camilo Ospina Bernal, siendo ministro de la guerra en el gobierno de Uribe Vélez, impartió la Directiva Ministerial Permanente Número 29, del 17 de noviembre del 2005. Este es un poderoso, agazapado alfil uribista que en solo un año cambió la historia de Colombia. El documento tiene 15 páginas y cada una se abre con la palabra “secreto”, lo que demuestra la intención criminal premeditada estatal. La esencia de esta directiva era acabar con la insurgencia armada, fundamentalmente con las Farc-EP. Muy al contrario de sus propósitos ilusos, estableció el pago con dineros de los impuestos de los colombianos los que que terminaron siendo crímenes que cometieron miembros de las Fuerzas Armadas, asesinando muchachos inocentes, pasándolos como guerrilleros caídos en combate, acatando el requerimiento de Mario Montoya, comandante del Ejército.
Veamos algunas tarifas de la mencionada directiva número 29 del Ministro de Defensa de Uribe Vélez, para el pago de los resultados operacionales de guerrilleros muertos y otro material de guerra:
-Personajes de máxima responsabilidades reconocidas públicamente: 5.000 mil millones de pesos
-Cabecillas de estructuras mayores: 1.719 millones de pesos
-Cabecillas que ejecuten acciones terroristas: 68 millones 760 mil pesos
-Cabecillas y miembros de guerrilla: 3 millones 815 mil pesos
-Ametralladora punto 50: hasta tres millones de pesos
-Ametralladoras M-60: hasta dos millones de pesos
-Fusiles: un millón de pesos
-Granadas de mano: hasta 100 mil pesos
-Bayonetas: 10 mil pesos
-Minas tipo sombrero chino: 150 mil pesos
-Mulas: 20 mil pesos
-Caballos: 10 mil pesos
-Reses: 10 mil pesos
-Computadoras portátiles: hasta un millón y medio de pesos
¿Qué tipo de Ejército Nacional era este? ¿Dónde está el honor patrio por portar las armas de la república? ¿Tal vez eran “cazarrecompensas” o “mercenarios” en su propio país? ¿O tal vez contratistas del Pentágono? Estas son situaciones gravísimas para un Estado de Derecho -que no lo es- y que deben esclarecerse por parte de la JEP.
Se pagaba además por la información que condujera un logro de importancia operacional. Ante esta situación de subasta contra la vida, hubo competencia y rivalidades entre unidades militares que procuraban lograr el objetivo para hacerse merecedores del “premio mayor”: dinero, ascensos militares, vacaciones, licencias, condecoraciones, entre otras bondades macabras de la guerra, auspiciadas por este señor al frente del Ministerio de la Defensa Nacional.
Varias unidades del Ejército Nacional eran escaneadas por nuestros equipos de monitoria electrónica, pudiendo constatar cómo se peleaban reclamando la autoría del guerrillero muerto en combate o el civil inocente vestido y pasado como guerrillero caído en combate. Si habían varios guerrilleros muertos y varias unidades militares oficiales partícipes, se los repartían entre sí. Hasta se daban amenazas de enfrentamientos propios entre tropas por el trofeo. Cuando era un solo muerto, una unidad militar se quedaba con ese, los otros elementos capturados eran del resto, para así poder cobrar la tarifa establecida por el ministro Camilo Ospina Bernal en su directiva número 29.
Sin la más mínima posibilidad de equivocarnos, fue en esta criminal ambientación institucional por mostrar resultados que se dispararon los falsos positivos. Capturaban hasta personas enfermas y con limitaciones físicas que en los sitios de su desaparición los mismos vecinos los reconocían. Hasta los vendedores ambulantes fueron presa fácil para los méritos en combate de nuestro “glorioso” Ejército Nacional. Una guerra que no pudo ganar ninguno de los contrincantes.
Estas atroces conductas -como todas las cometidas por los múltiples actores de la guerra de 53 años atrás- no pueden quedar en la impunidad. Es necesario que todos comparezcamos ante la JEP y la CEV. Es la única manera de que todas las víctimas conozcan este baile de sangre auspiciado desde el establecimiento. No puede pasar al olvido como una dinámica justa y necesaria contra el “terrorismo”, como lo bautizó Álvaro Uribe: la lucha social y la resistencia armada del pueblo.
No demos permitir que las graves violaciones a los Derechos Humanos, el crimen político y las atrocidades sucedidas contra la sociedad, caduquen por vencimiento de términos para burlar las responsabilidades con la historia de cara al proceso de paz en la que está inmersa la sociedad colombiana, como está pasando con el caso comprobadísimo de Uribe Vélez (esto sí es impunidad a toda luz). Una burla para las víctimas del conflicto social y armado colombiano.