Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
En Colombia llevábamos décadas experimentando acabar la guerra por la vía de la securitización y sabemos que no dio resultados.
Hace unos días escribí que para mi era moralmente inaceptable seguir pensando en modificar el Acuerdo de Paz con las Farc, a pesar de sus muchas imperfecciones.
Hoy recojo dos relatos desgarradores de dos nuevas víctimas que demuestran que en Colombia la guerra no acaba. Lo hago para tratar de amplificar el clamor de unas voces que pocos oyen en medio del ruido electoral y, sobre todo, para que no nos olvidemos que el tema de la paz no es un clamor infundado, ni mucho menos un tema de este gobierno, sino una necesidad que empieza con cumplir el Acuerdo de Paz con las Farc, pero que tampoco termina con este.
La periodista Paulina Tejada Tirado escribe en El Espectador: “La sangre corría afuera de su casa y dentro de sus pantalones. Aturdida y temblando, Nidia Contreras salió el 17 de abril hacia el hospital de Ocaña, dejando solos a sus cuatro hijos –la mayor de catorce años y el menor de seis– en la vereda Guaciles Altos, del municipio Concepción, Norte de Santander…Había abortado espontáneamente, le dijeron en la clínica. La razón: el miedo… Contreras esperó a las afueras del Club Ocaña, donde se llevó a cabo la cumbre de alcaldes y altos funcionarios del Gobierno con el fin de definir estrategias de respuesta ante la crisis humanitaria. Ha contado más de una semana sin saber nada de los hijos que dejó en medio de los enfrentamientos y no puede regresar por ellos debido al paro armado declarado por el EPL en su disputa con el ELN por el control territorial de las rutas del narcotráfico en la frontera con Venezuela”.
Los problemas son los mismos. La respuesta reactiva del gobierno también es la de siempre. Se instaló un puesto de mando unificado en Ocaña, se amplió el número de soldados en la zona, y en términos anglosajones: se “securitizó” nuevamente un problema que es más bien social, económico y político.
En Relaciones Internacionales “securitizar” significa que el Estado enmarca un problema como si fuera un tema exclusivo de seguridad y, con ello, justifica la utilización de medidas (y recursos) extraordinarios que van mas allá de las que se adoptarían tradicionalmente en un estado de derecho.
Coinciden también los estudiosos en decir que la securitización de un problema casi siempre acaba causando más perdidas o más daños humanos y, por ende, agravando la situación que busca resolver.
Para traer un ejemplo concreto, desde el 9/11 se securitizó el tema de la inmigración en Estados Unidos y, con ello, se militarizó la frontera con México. Según el Immigration and Customs Enforcement (ICE), con ello no se logró disminuir la entrada de indocumentados que, en su mayoría, son personas que vienen legalmente y se quedan con visas expiradas. En cambio, el endurecimiento en la frontera sí separa familias enteras y aumenta la violación de los derechos humanos de los migrantes, pues en estas fronteras no opera el estado de derecho.
Uno puede securitizar lo militar, lo político, lo económico, y claro el medio ambiente. Y esto no es nuevo en Colombia, así se le llame como se quiera. Uno pensaría que después de 6 años de negociaciones de paz, y con futuro político incierto, el gobierno actual debería intensificar las medidas de construcción de estado en regiones como ésta, y no seguir únicamente con la solución militar.
El segundo relato que trae Tejada es la visión de un poblador de esta misma zona. La semana pasada, uno de los grupos saqueó su hogar. Se llevó el puerco, las gallinas, el mercado. Y a su hijo. “Hay tanta gente armada que uno nunca sabe quién fue, lo que sí se sabe es que el campesino siempre tiene las de perder. Otro hijo más se me va y nada que veo la paz”
En Colombia llevábamos décadas experimentando acabar la guerra por la vía de la securitización y sabemos que no dio resultados. Entiendo que el actual proceso de paz no es suficiente, pero es un principio fundamental que además busca des-securitizar el problema y empezar a atacarlo desde sus raíces.
Los relatos de estas dos víctimas del Catatumbo bien podrían ser de la Época de la Violencia (1945-60), o del recrudecimiento del conflicto armado con las Farc o el ELN en la década de los ochenta, o de la guerra sucia que se desató entre 1991-2002 cuando narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros se disputaban diferentes regiones de Colombia.
No podemos seguir así.
Estos dos desgarradores relatos son de hoy, de esa guerra que parecería que nunca acaba, esta vez en el Catatumbo. Pero también tenemos muchas regiones de Colombia que hoy viven en paz gracias al proceso con las Farc. Ojalá la mayoría de los colombianos no permitamos que el ELN y el EPL nos lleven hacia otro conflicto armado cuando apenas muchas víctimas, como Nidia Contreras, están empezando a vivir en paz.