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Nuestra sociedad confunde el encubrimiento de los crímenes con el olvido necesario para el perdón. Pero ninguna persona o sociedad avanza ni crece si permanece enredada en él resentimiento, la culpa o la indignación. 

Nuestra sociedad confunde el encubrimiento de los crímenes con el olvido necesario para el perdón. Cree que debemos recordar todo acto de violencia de manera permanente, pues el no hacerlo le parece a muchos un crimen todavía más atroz: la famosa “indiferencia de los buenos”.

Pero ninguna persona o sociedad avanza ni crece si permanece enredada en él resentimiento, la culpa o la indignación. Habrá que liberarse en algún momento también del mal del pasado y quitarle su poder en el presente y en el futuro. Y para eso también está el olvido.

Dos conceptos de olvido, y hasta tres, están en juego. Una cosa es reprimir el dolor causado por la violencia hasta enfermarnos, ocultar lo que nos da vergüenza para no herir nuestra propia imagen interior, y otra cosa es soltar el mal y dejarlo atrás para liberarse de su influencia y así poder seguir viviendo. Poder, entonces, gracias al olvido, recordar de un modo nuevo.

Debemos distinguir claramente el olvido como mecanismo de defensa que nos protege del dolor que genera ver el mal, nuestra debilidad o nuestra complicidad, del olvido que sana y desata el pasado para que siga su curso, al mismo tiempo que nos libera de él.

Temer por tanto el olvido, como si fuese un mal en sí mismo, es un error. Lo importante es saber olvidar y saber qué recordar y cuando. A olvidar y a recordar también se aprende. Y no hay memoria sin olvido.

Algunos condenan a priori el olvido como si fuese una forma cruel de justificar el mal.

La frase “Perdono pero no olvido” es un cliché que recuerda las frases de cajón de las tarjetas Timoteo. Sobretodo es una frase arrogante, pues quien la enuncia parece darse aires de superioridad moral, muy a la colombiana. Se parece a frases como “usted no sabe quién soy yo”. O el clásico: “Yo el inglés lo entiendo, pero no lo hablo”. Es lo mismo: “perdono, pero no olvido”.

¿Es posible perdonar sin olvidar? No creo. El perdón es olvido, o al menos una forma distinta de recordar. Quien recuerda para atesorar el dolor o quien lo hace para reiterar la herida, reactiva la rabia y por ende la violencia. Mientras exista dolor o ira la función del recuerdo no puede ser otra que manifestarlo y si es posible poner en vergüenza al agresor.

Como afirma el sabio monje benedictino Anselm Grün en su libro El espacio interior: “el perdón siempre viene después de la ira, no antes de ella. Si quien me ha herido permanece aún en mi corazón, el perdón no es más que masoquismo, pues lo único que hago de este modo es herirme. Solo cuando me he distanciado de quien me ha herido, cuando lo he alejado de mí, puedo perdonar verdaderamente, sabiedo que quien me ha ofendido no es más que un niño herido” (p. 14).

Si no hacemos estas distinciones, la memoria histórica se puede convertir peligrosamente en una forma permanente de combate contra un olvido que perdona, contra el olvido que libera tanto a victimas como a victimarios.

Sin memoria la victima ya no puede reconocerse y sentirse como tal y si ha construido todo el edificio de su personalidad sobre esos cimientos no querrá ya nunca abandonar el recuerdo. Se aferrará a él como si fuese la fuente sagrada de su identidad y su tabla de salvación. La víctima convertirá el recuerdo en el argumento que justifica sus todas sus acciones pero sobre todo sus reclamos y en la prueba de la deuda que cree el mundo ha contraído con ella.

En esa dramática situación, quien no reconozca a la victima y al victimario se convierte en otro agresor. La memoria se convierte entonces en una causa política que reproduce el esquema víctima-victimario, incita a la recreación ritual del acto violento y proyecta la condena sobre todos los demás sujetos del mundo, incluso los del futuro, así hayan sido inocentes.

Nada que ver con la rememoración respetuosa de aquellos que nos precedieron y a quienes recordamos con admiración o afecto. Nada que ver con un Memorial o Denkmal, un Monumento -del latín monumentum, “ofrenda votiva”-, que aquí insisten en llamar “lugar de memoria”, donde asistimos al rito profundo de recordar nuestra condición mortal o a los muchos que en el pasado fueron sacrificados en el altar de la violencia.

Expresar y narrar libera, por supuesto. Esa exteriorización cumple la sana función de expulsar del interior la ira y el dolor. Pero esto se hace así para después poder olvidar. Así sea por un ratico. O para empezar a recordar de otro modo el evento violento, donde el victimario, el abusador, y la violencia, el abuso, no sigan ejerciendo su poder perverso y maligno sobre nosotros permanentemente.

El perdón más humano, y corriente, implica olvido. Por supuesto, hay formas más profundas y espirtituales de perdón. Pero a nadie se le puede obligar a perdonar, como si fuese un deber, como tampoco se lo puede obligar al olvido. Siempre hay un derecho, muy humano, a no perdonar y a, por tanto, no olvidar.

A decir verdad creo que el perdón puro, que acepta, acoge y abraza al otro, solo lo da el amor. Ese perdón es un misterio. Tiene algo de irracional y de injusto. No es un perdón humano. Es divino. Es un perdón que solo puede tener origen en el sagrado misterio que habita en la esencia del mundo, más allá de nuestra capacidad de compresión.

El perdón puro, esa forma superior de perdón, no depende de nosotros ni de un esfuerzo de nuestra voluntad. No es el resultado de una decisión, ni algo por lo que nos deban “felicitar”. Ese perdón es, más bien, una experiencia a la que libremente nos entregamos, que nos arroba y supera, cuando logramos dejar de combatirla y de pretender hacer las cosas por nosotros mismos.

Ese perdón es un regalo, un don que involuntariamente e inesperadamente nos llega y nos libera. Y como todo regalo de los dioses, es inmerecido.

El filósofo francés de origen argelino Jacques Derrida decía que el perdón, en propiedad, es perdón de lo imperdonable. Si algo se puede perdonar y es fácil hacerlo no es entonces ese perdón profundo, misterioso y desproporcionado que a veces brota en los seres humanos, como lo que es: como un milagro.

Es profesor de la Universidad del Rosario. Se doctoró en filosofía. Es especialista en antropología filosófica, filosofía política y filosofía contemporánea.