Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
En el Día nacional de la memoria y solidaridad con las víctimas, tres razones para reconocer, acompañar y honrar a los millones de víctimas del conflicto armado.
Hoy, 9 de abril, es el Día nacional de la memoria y solidaridad con las víctimas, una fecha para reconocer, acompañar y honrar a las 8.771.850 víctimas de la prolongada guerra que ha dividido, desangrado y empobrecido a nuestro país.
Queremos resaltar tres razones por las que debemos conmemorar a las víctimas.
Uno: los líderes de las partes en conflicto (grupos armados insurgentes, Fuerzas Armadas y grupos paramilitares), se convirtieron en figuras públicas, con capacidad para interpelar al público y pronunciar discursos auto-justificatorios de la violencia y la barbarie (en entrevistas, reportajes, libros, series de televisión) tratando de convencer a la gente de que querían la paz pero les “tocaba” hacer la guerra, y que la violencia estaba justificada en nombre del orden, la tradición o del progreso, la inevitabilidad histórica, la libertad, la revolución o la contrarrevolución, etc.
A las víctimas sobrevivientes les fue suprimida la facultad de la palabra y, también, el derecho a ser escuchadas. Los victimarios y las víctimas miran lo mismo y ven cosas distintas: aquellos miran el asesinato, la desaparición forzada, la masacre, el secuestro, como métodos de guerra legítimos, acciones útiles a los propósitos militares y políticos; mientras que las víctimas miran esos actos y ven en ellos una experiencia extrema de injusticia e inhumanidad, de daño, humillación, sufrimiento, cosificación.
Conocemos los nombres de los victimarios, pero ¿de cuántas víctimas sabemos el nombre?
Dos: Una parte de la sociedad fue indiferente e insolidaria y dejó solos a quienes estaban siendo señalados o estigmatizados por los grupos armados; muchos vecinos empezaron a evitarlos, no los miraban cuando se cruzaban por la calle, les negaban el saludo por pobreza de ánimo, por pura cobardía. La indiferencia de la colectividad dejó a las personas señaladas en la indefensión, y pareció confirmar la acusación de que eran objeto.
Miles de personas fueron asesinadas en la más completa orfandad, como le sucedió a don Emilio, un campesino del Nordeste antioqueño, a quien en 1999 los paramilitares del Bloque Metro pusieron en «la lista negra», sin que nadie le contara ni lo alertara. Una tarde de domingo llegaron por él a una cantina del parque; se formó el corrillo, lo arrastraron y se lo llevaron para asesinarlo, y nadie hizo nada: “Nadie llamó a la policía, nadie dio una alerta. Eso quedó así callado, entonces un total silencio, no pasó nada. Ocurrió en el parque principal y nadie hizo nada ni la autoridad, ni la gente a plena luz del día, la gente vio todo”, relata una testigo.
Tres: las víctimas tuvieron que soportar una segunda afrenta: la de ser puestos en entredicho su honra y su buen nombre, el ser juzgadas y culpabilizadas de lo que les sucedió. Muchas personas se pusieron del lado de los victimarios, identificándose con quien comete el crimen y no con quien lo sufre, lo que se expresa con frases cortas y lo suficientemente expresivas: “a uno no lo desaparecen por buena persona”, “lo secuestraron porque dio papaya”, “algún motivo dio para que le pasara eso”, “si los mataron, es que algo debían”. Como explica Arteta, “Ante el poder del verdugo y la impotencia de la víctima, el espectador medio acaba justificando el daño y atribuyendo cierta autoridad moral al verdugo”[1].
Hay, por tanto, una deuda histórica con las víctimas, tanto de los autores y partícipes (inductores y cómplices) de los crímenes, como del Estado y la sociedad. Los desastres de esta guerra nos pertenecen a todos en el sentido de culpa moral, porque callamos, no quisimos ver lo que sucedía, porque la barbarie de las partes en conflicto contó con la anuencia de muchos y el silencio de casi todos.
Hoy (y siempre) debemos recordar colectivamente las violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario cometidas en esta guerra; no hacerlo es una afrenta moral contra las víctimas. Nada debe impedir la recuperación del pasado, que no es sólo un derecho, sino un deber.
[1] Aurelio Arteta, Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente, Madrid, Alianza Editorial, 2010, p. 62.
*Foto de portada tomada de Sudario – Érika Diettes