Las autoridades no tienen que ser expertas en todos los temas, precisamente por eso se dividen por especialidad, pero el juez constitucional debe contar con los conocimientos requeridos para responder al carácter pedagógico de las decisiones judiciales.

La Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia decidió en impugnación, el pasado 1 de febrero*, una acción de tutela interpuesta a finales del año pasado por varias organizaciones y ciudadanos para agilizar la implementación normativa del Acuerdo Final (disponible aquí).

Más allá de las dudas razonables que algunos anunciamos sobre la viabilidad jurídica de la acción y de la negativa de las autoridades judiciales, en primera y segunda instancia, de declarar vulnerados los derechos mencionados por los accionantes, la decisión de la Corte Suprema tiene al menos dos problemas que parecen sugerir la necesidad de una nivelación jurídica de las autoridades judiciales sobre los conocimientos que requiere adoptar decisiones en el marco de la implementación del Acuerdo Final pues si bien “no es la única forma de concretar el valor y el derecho a la Paz, sí constituye un instrumento en esa dirección”[1].

El primero es que la Corte Suprema afirma de manera general que la acción de tutela no es el mecanismo judicial adecuado para proteger el derecho a la paz, por ser un “derecho colectivo”, de “tercera generación” y el cual “requiere el concurso para su logro de los más variados factores sociales, políticos, económicos e ideológicos”. Esta aproximación desconoce que la comprensión sobre el derecho a la paz ha evolucionado desde hace 25 años cuando fue incorporada dicha comprensión por la Corte Constitucional en la sentencia T-008 de 1992, existiendo una tendencia a considerarlo como derecho subjetivo y no exclusivamente colectivo, y que este ha sido tutelado en diversas ocasiones relacionadas con alcances como convivencia pacífica o la tranquilidad, entre otros.

Al respecto debe indicarse que la paz no puede ser concebido como un derecho con una naturaleza aspiracional sino como una obligación constitucional que exige del Estado y de la sociedad la solución pacífica de las diferencias para lo cual se hace necesario, en cabeza de las autoridades, el diseño e implementación de las acciones, normativas y de política pública, dirigidas a la terminación del conflicto armado y el logro de la convivencia[2].

Así pues, despojar del derecho a la paz del carácter fundamental y llevarlo a uno aspiracional, no se armoniza con la jurisprudencia constitucional, ni las obligaciones internacionales del Estado, y le imprime una naturaleza dependiente de la posibilidad de efectividad teórica general, y no de la actividad de las instituciones y las autoridades del Estado.

El segundo problema es que la Corte Suprema dice que el Acuerdo Final es una “política pública” y no tiene naturaleza normativa para ser exigido.

La discusión sobre el valor jurídico de Acuerdo Final ha sido un tema complejo y desgastante, e incluso aburrido, para quienes hemos tenido un interés jurídico en la oportunidad de desarrollo del derecho a la paz. Sin embargo, será posiblemente el tema principal de discusión de un nuevo gobierno nacional en la revisión de los escenarios para atender la implementación del Acuerdo.

No obstante este debate, se tiene claro que el Acuerdo es límite material y temporal de diversas disposiciones normativas como lo señalé en una entrada previa, y que como lo señaló la Corte Constitucional en el comunicado de prensa que anuncia la decisión sobre la revisión del acto legislativo 2 de 2017, cuya sentencia no ha sido publicada, i) los contenidos del Acuerdo que correspondan a normas de derecho internacional humanitario o derechos humanos, y conexos con estos, serán parámetros de interpretación y referente de desarrollo y validez de las normas de implementación; y ii) el Acuerdo Final es una Política de Estado por lo que las instituciones y autoridades tienen la obligación de llevar cabo los mejores esfuerzos para cumplirlo de buena fe.

De acuerdo con esto, el Acuerdo Final no es una política pública, como inicialmente lo consideró la Corte Constitucional, sino una política de Estado como lo declaró en el mes de octubre de 2017, y tiene el valor normativo que le han asignado las normas de implementación, incluida la reforma constitucional incorporada en el acto legislativo 2 de 2017.

No creo que los anteriores planteamientos hubieran cambiado la viabilidad de la acción de tutela interpuesta y la decisión de la Corte Suprema, porque los problemas forman parte de la obiter dicta y constituyen más errores argumentativos, pero sí plantearían un escenario de comprensión distinto sobre la naturaleza del derecho a la paz y el valor jurídico del Acuerdo Final, de tal manera que se cumpla con el propósito pedagógico de las decisiones judiciales, el cual resulta necesario para alcanzar la paz.

Así las cosas, existe un desafío en la administración de justicia de nivelar a los jueces constitucionales sobre el contenido y alcance del derecho a la paz, así como del valor jurídico del Acuerdo, para resaltar la importancia del uso adecuado del lenguaje como elemento esencial del desarrollo no sólo conceptual, sino práctico y pedagógico, e incluso “normativo general”, de los derechos[3].

* Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Penal. Sala de decisión de tutelas No. 1. Magistrado ponente: Fernando León Bolaños Palacios. Radicación 96169. 1 de febrero de 2018.

[1] Corte Constitucional. Comunicado de prensa Nro. 51 del 11 de octubre de 2017.

[2] Corte Constitucional. Sentencia C-379 de 2016.

[3] Corte COnstitucional. Sentencias T-406 de 1992, C-804 de 2006 y C-442 de 2009.

Abogado. Especialista en cultura de paz, magister en derechos humanos, estudiante doctoral y profesor universitario.