Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
El nuevo acuerdo no es tal; los cambios sustanciales sí eran posibles pero los incorporados fueron insuficientes. El aumento de sus páginas son indicio de desconección y lejanía con los ciudadanos quienes van a tener que padecer su implementación y aplicación hasta el año 2030. Pero hay propuestas que pueden destrabar esos nudos gordianos que aún persisten.
Únicamente los valientes se atreven a definir los momentos históricos y las cosas que de ellos resultan. Los pusilánimes describen, recuerdan, señalan o insinúan. A riesgo de que se les juzgue con mayor severidad, los valientes llaman las cosas por su nombre y osan en decir lo que las gentes no pueden, por miedo no quieren o, porque no han tenido la suficiente lucidez de advertir.
Conviene entonces compartir las primeras reflexiones de lo que significan estos “nuevos” acuerdos con los terroristas de las Farc.
Los acuerdos son extensas y más o menos precisas directrices cuyo destinatario es el Estado colombiano, esto es, todos nosotros y nuestras instituciones. Son 310 páginas repletas de disposiciones y cosmovisiones que se recubren con el manto, -tantas veces conocido en la historia política y jurídica de Colombia-, de la “política de la inclusión”.
Nos encontramos exactamente igual que en los debates de cualquier constituyente, en especial los que siguieron a la Constitución de 1886. Los acuerdos con la delincuencia tienen esa naturaleza política y jurídica. Por eso se habla de “construir un nuevo país” y tantos otros pomposos apelativos. Y por eso también es que se tocan todo tipo de temas como la educación, la salud, la vivienda, el agua potable, los servicios públicos, la infraestructura, el comercio, la relaciones internacionales, la justicia, el narcotráfico, el pluralismo, el sistema electoral, los medios de comunicación, la comisión histórica, la comisión de la verdad, el sistema penitenciario, la propiedad territorial, el censo agrario, entre otra infinidad de asuntos.
La verdad es que ello se sucedió porque aun cuando no lo queramos reconocer, el Estado, vale decir, el establecimiento, eso que hemos dado en llamar “El Estado de derecho” perdió la pelea. En efecto, los Estado pierden las guerras irregulares contra el terrorismo cuando no las ganan, a su vez, los Grupos Armados Organizados las ganan cuando no las pierden.
De modo que no es inteligente ni honesto manifestar que sin haber vencido a las Farc, al ELN y a los demás grupos narcoterroristas, el Estado pueda alzarse con la presea de la victoria. La igualdad en este caso significa derrota, cuanto más si ella viene aparejada de una innecesaria e irreconciliable división del pueblo colombiano.
Y esa fría pero asertiva verdad es la que por todos los medios se ha tratado de ocultar: perdimos la guerra y por eso tuvimos que sentarnos a negociar durante 6 “interminables” años un no menos interminable acuerdo que habla de lo divino y de lo humano a contraprestación de que los terroristas depongan sus armas y no sigan amenazando y masacrando a nuestras gentes, en especial a los labriegos y campesinos y a los compatriotas menos favorecidos.
El primer y más evidente resultado, eso sí, es haber dividido emocional e irreversiblemente nuestra nación. Ganaron, de ese modo, por partida triple: no fueron vencidos en el campo político, social e histórico; lograron un acuerdo en igualdad de condiciones para “refundar” la patria y, lograron dividir irreconciliablemente a la nación colombiana.
Si asumimos esa premisa como punto de partida, por más vergüenza que nos dé, esa actitud nos ofrecerá un panorama más venidero que el de la mentira y el desconocimiento. Como en el amor y en la salud, el ocultamiento de la verdad no resuelve nada, por el contrario lo puede empeorar. Llegó la hora de asumir la derrota y mirar hacia el futuro. Algunas almas lo asumirán a regañadientes; otras con espejo retrovisor en mano, excusas e imputaciones recíprocas; otras con el legítimo ánimo de evitar el despojo que el terror trajo a nuestros pagos y la esperanza de que tan aciagas épocas nunca más van a volver a escribirse en las penosas páginas de nuestra historia. Empero, ninguna de ellas acudirá a las armas para hacer valer sus ideales políticos y su cosmovisión de vida, de eso estamos seguros.
La victoria en los campos militares nunca ha sido suficiente en este tipo de irregulares guerras. Se requiere de la decidida actitud de los pueblos para alcanzar la victoria estable, sostenible y duradera. Pero ello no fue así entre nosotros. Y más que una voz de protesta o de reparo y mucho menos de regaño, quiero decir que éstas son unas líneas de esperanza y enfoque de futuro.
De esa manera nuestros líderes liberales, anarquistas y socialdemócratas se preguntaron: ¿Cómo administrar la derrota? Pues a través de la cultura del diálogo con los agentes del terror a los que reconocieron como invencibles en el campo militar, político, social, histórico y cultural. Por eso negociaron y pactaron: de allí el “nuevo” acuerdo con las Farc.
Por tanto, el “nuevo” acuerdo con las Farc es un reconocimiento implícito de nuestra derrota pero también significó para los liberales, anarquistas y socialdemócratas, la construcción de un “nuevo país” sobre las bases allí estipuladas.
¿Y qué dice ese “nuevo” acuerdo? Pues con las supuestas modificaciones “sustanciales” incluidas en él gracias a la valerosa decisión de las mayorías democráticas que contra el discurso oficialista y en tónica independiente y soberana votaron mayoritariamente en contra del plebiscito refrendatario que supuestamente contenía “el mejor acuerdo posible” y el “acuerdo inmodificable”, no se dice algo muy distinto a lo que añora la extensa Constitución de 1991 sólo que ahora nos gastamos 310 folios de confusas disposiciones.
Hay que anotar, con todo, que de la mentira oficialista suficientemente bien promulgada por la gran mayoría de partidos y movimientos políticos; de medios masivos de comunicación y de forjadores de opinión, no quedó ni la sombra. Los acuerdos sí eran susceptibles de revisión y modificación, incluso “sustantiva” lo que permite sentenciar que el texto sometido a consideración del pueblo colombiano no era el mejor, por el contrario, era excluyente, obedecía a una política de gobierno para que nuestro Presidente se alzase con el premio Nobel de Paz y el argumento perfecto para dividir irreconciliablemente nuestra nación.
Antes que convertirse en una Política de Estado, incluyente, completa, holística, beneficiosa y realmente sostenible, como correspondía a la naturaleza de este tipo de históricos hechos, fue la excusa perfecta para mantener en el podio presidencial a un ilegítimo Presidente que se valió de la alianza con sus mermelados opositores para preservarse en el poder en torno al discurso de “La Paz”.
A Dios gracias, los espíritus de nuestras gentes, (me refiero a la mayoría de nuestros compatriotas que con su voto negativo o con su consciente abstención le ofrecieron una oportunidad de unión y regocijo a una nación fuertemente insultada por el alto gobierno y la intransigente élite de opinión), salvaron la dignidad patria marcando un hito en la historia con un claro mandato de NO a los acuerdos con las Farc, al Bloque de constitucionalidad, a la impunidad y a la elegibilidad política de los más temibles delincuentes de la historia latino americana.
Fue así como surgió el “Nuevo Acuerdo” con disposiciones tan vagas como incuestionables; quedaron un recital de maravillosos sueños y un abanico de disposiciones cuya aplicación dependerá de quienes detenten el poder; vale decir, de quienes a la hora de la verdad tengan la capacidad de su implementación y su interpretación. Naturalmente me refiero al Gobierno Nacional, al mermelado Congreso y a los jueces y las Altas Cortes. “El nuevo País” está en manos, nuevamente, de ellos, con la diferencia que ahora los máximos cabecillas de las Farc y sus delegados harán parte de esa élite de interpretación y aplicación. ¡Ahí reside el superlativo histórico de estos acuerdos!
Nótese entonces cómo, en primera instancia, el “nuevo” acuerdo que aparentemente incluye la visión de las víctimas, de la oposición, de la mayoría de los colombianos, de las mujeres, de los jóvenes inconformes y soñadores etc… da para todo. Al igual que con la Constitución de 1991 todo, absolutamente todo, dependerá de quien detente el poder. En eso consiste la política de la inclusión: todos incluyeron lo suyo, su parte, su interés, independientemente que con ese cambio constitucional no se consiguiera un sistema coherente, comprensible y armónico.
Así por ejemplo, se habla de libertad empresarial, libre iniciativa privada y libre competencia mediante el respeto a la propiedad privada, pero a renglón seguido se establece la planificación centralizada, la omnipresencia del Estado y la grande intervención del Estado en la economía y en la vida de las personas a través de la expropiación administrativa y judicial, como en 1991, pero ahora con más verbos y adjetivos, con más carne normativa que interpretar.
Se pretendió recoger algunas elementales recomendaciones de la oposición, como la de armonizar la Justicia paralela y especial de Paz con la Justicia ordinaria mediante la posibilidad de revisar las providencias de ésta a través de la tutela. Sin embargo, la sala de revisión de tutela consagrada en el “nuevo” pacto estará compuesta por 2 delegados del grupo terrorista y por 2 delegados del claudicante gobierno quienes de forma unánime revisarán vía tutela la decisión: ¿en verdad creen que con ese sistema se armonizaron ambas justicias? Y así contamos por cientos los farsantes ejemplos.
Así las cosas, son tres las premisas fundamentales del nuevo acuerdo, a saber: la primera es ontológica pues, ciertamente, para su correcta interpretación se tiene que partir del supuesto de la derrota del Estado de Derecho. La segunda, que se incorporaron cambios importantes (lo que supuestamente era imposible) que hacen que el acuerdo pase de ser un pésimo pacto a un tratado desventajoso para los colombianos, pero es que de eso se trata la política de la inclusión: una constitución sin norte, sin la más mínima sindéresis, incomprensible. La tercera reside en tres trascendentales cuestiones que aún dividen la opinión pública: el bloque de constitucionalidad de la página 277; la elegibilidad política inmediata de los máximos perpetradores de delitos atroces y violadores del DIH y, la impunidad representada en la imposibilidad de hacerlos pagar penas efectivas de restricción de la libertad.
En lo que a mi parecer atañe, me preocupan poco la impunidad y la elegibilidad política pero me parece francamente inadmisible hablar de “Acuerdo Internacional especial” así como de “Bloque de constitucionalidad”
¿Qué hacer entonces? Sobre esos tres nudos gordianos urge pensar en, (i) renegociarlos nuevamente; o (ii) someterlos al pueblo en su condición de poder soberano para que sea éste el que mediante referendo los apruebe o impruebe; o (iii) dejarlos a la decisión de una Asamblea Nacional Constituyente. Lo que sí no se puede ni pensar es que el “nuevo” acuerdo se legitime vía parlamento o de modo directo o, como lo sugieren los terroristas, que se entienda que en tanto ya ha sido suscrito por el Presidente, se muestra tan aceptado como inmodificable.
De manera que los “nuevos” acuerdos no pueden ser definitivos hasta tanto no exista un relativo consenso y sean avalados por el pueblo, tal y como lo ha prometido el Jefe de Estado. Lo contrario implicaría desobedecer el mandato popular y con ello echar por la borda la moderna teoría de la soberanía popular, el sistema democrático de gobierno y perpetrar, sosegada y cobardemente un golpe de Estado.