Si todas las mujeres que abortamos alguna vez en la vida alzáramos hoy la voz, caerían de espaldas quienes rasgan sus vestiduras contra el aborto. Si sumáramos médicos y enfermeras, curas y monjas, madres y padres, novios, maridos, amantes, amigas y amigos, cómplices y acompañantes, el grito retumbaría en todas las esquinas de este país, negado a aceptar una realidad social y de salud pública contundentes. 

La mayoría de nuestros legisladores e, infortunadamente, legisladoras y juristas prefieren mantener la doble moral sobre el aborto inducido a garantizar servicios legales, oportunos y seguros que preserven la vida y la integridad de la mujer embarazada que necesita abortar.

Mientras haya mujeres en etapa reproductiva y vida sexual activa, el aborto inducido seguirá existiendo: adolescentes, adultas, casadas, solteras, doctoras, analfabetas, madres o quienes nunca hemos querido serlo; mujeres, pobres, ricas, del campo y la ciudad; mujeres negras, indígenas; mujeres lesbianas, bisexuales, católicas, cristianas, creyentes, ateas, agnósticas. En fin, mujeres de todas las condiciones sociales abortan y abortarán a pesar de la ilegalidad, la clandestinidad y el estigma.

La criminalización del aborto inducido también oculta una sanción social al libre ejercicio de la sexualidad femenina. Según la Organización Mundial de la Salud la “fertilidad femenina va de los 15 a los 49 años de edad, sin contar la adolescencia temprana donde se han reportado millones de casos de embarazos, producto de diferentes circunstancias”.

Quiere decir que la probabilidad de un embarazo no deseado es alta durante 35 años de vida reproductiva y sexualidad activa. Y, si aceptamos la realidad oprobiosa de las niñas menores de 15 años embarazadas de manera violenta, la cifra de embarazos indeseados y de abortos ilegales trasciende los 400 mil anuales clandestinos reconocidos y sus riegos. El dato es la punta de un iceberg social.

Desconocer esta realidad es tapar el sol con los dedos y condenar a las mujeres a riesgosas prácticas abortivas clandestinas o a la continuación de un embarazo indeseado con consecuencias nefastas para ella y la criatura.

Quienes se oponen a la descriminalización del aborto acuden a toda clase de argumentos en defensa de la vida, y a la vez callan cuando se trata de defender la vida de las víctimas de violencia feminicida familiar, o de las defensoras de derechos humanos, lideresas sociales, ambientalistas, indígenas, defensoras de tierras o de quienes mueren a causa de un aborto mal practicado.

Tampoco parece interesarles la vida de niñas y niños que nacen sin ser deseados, soñados; ni importa si son instalados en la cultura con el cuidado y protección que ameritan. Su condena al aborto inducido es directamente proporcional a su oposición a la educación sexual desde temprana edad.

La doble moral predominante es más importante que encarar una realidad social contundente: los miles de abortos practicados por fuera de las tres causales despenalizadas por la Corte Constitucional en la Sentencia C-355/2006. Las decisiones políticas y jurídicas privilegian los intereses ideológicos sobre la salud pública y la libertad de elección de las mujeres sobre su salud sexual y reproductiva.

Tiene hoy la Corte Constitucional la mejor oportunidad de hacer justicia a las mujeres de hoy y de mañana: reconocer su derecho a la libre maternidad, libre sexualidad y a la existencia de servicios de salud sexual y reproductiva seguros, oportunos, modernos y legales.

Significaría un cambio trascendental en el reconocimiento de la maternidad como función social, merecedora de garantías de libertad, seguridad y protección.

Descriminalizar el aborto no es un lujo, es un asunto de justicia reproductiva y sexual. Mantener el estado de cosas actual es reproducir las desigualdades de género y ampliar las brechas entre las mujeres con recursos y esa inmensa mayoría situada en entornos de desventaja y vulnerabilidad social.

Una maternidad libre, segura y deseada es la mejor garantía de bienestar para las mujeres y el óptimo desarrollo humano de los nuevos seres humanos procreados.

Es consultora e investigadora social, cofundadora e integrante de la Red Nacional de Mujeres. Estudió una especialización en investigación social en la Universidad de Antioquia y una maestría es género, sociedad y política en la Facultad Latinoaméricana de Ciencias Sociales de Buenos Aires. Sus...