Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Esta es mi opinión acerca del debate público generado por la decisión judicial que obliga a la administración de Bogotá a incluir en su absurdo lema “Bogotá para todos” la expresión “y todas”. Pero más que quedarme en el síntoma quisiera aportar algunos elementos para dar un contexto a esa discusión.
George Steiner escritor, filósofo y crítico literario afirmó hace ya mucho tiempo que “lo que no se nombra no existe” y esa frase se convirtió en una consigna para el feminismo a lo largo de, al menos, los últimos 30 años de lucha. Esta apropiación sin embargo no ha sido ciega ni infundada sino que ha generado grandes obras que han buscado darle un contenido desde la práctica y teoría feminista.
Deborah Cameron, lingüista feminista escocesa (entre otras) ha producido, por ejemplo, una extensa obra entre la que se cuenta el libro Feminism and Linguistic Theory (1992), en el que se pregunta por las grandes resistencias que genera el intento feminista de transformar el lenguaje como recurso político para hacer visibles a las mujeres.
Por supuesto quiero opinar sobre el debate público generado por la decisión judicial que obliga a la administración de Bogotá a incluir en su absurdo lema “Bogotá para todos” la expresión “y todas”. Pero más que quedarme en el síntoma quisiera aportar algunos elementos para dar un contexto a esa discusión.
Empiezo por decir que este no es un debate nuevo, ni el del feminismo y el lenguaje pero menos aún el del lugar del lenguaje en la estructuración de jerarquías sociales. Por eso muchos de los críticos más acérrimos a la decisión judicial hacen eco de argumentos muchas veces usados y repetidos, que no han variado ni en cantidad ni en calidad. Este debate genera una indignación desmedida y levanta muchas voces que expresan una honda molestia por el hecho de “tener” que incluir una A al final de una palabra que nombra una profesión o un rol social, o de cuestionar que se asuma como regla general que el masculino es neutro en nuestro idioma.
Desarrollos teóricos como los de Althusser, Derrida, Foucault, Butler, entre muchos otros, han puesto en evidencia la relación entre lenguaje y poder, pero además nos han enseñado que como todo producto humano es dinámico, en la medida en que varía de acuerdo al contexto social y cultural.
A riesgo de homogenizar las diversas aproximaciones, hoy se reconoce que el lenguaje es político, es un campo de disputa de sentidos, y un escenario en el que tienen lugar relaciones de poder. Estos desarrollos nos han permitido entender por qué el lenguaje no sólo sirve para describir la realidad o comunicarnos sino que permite hacer cosas: construir, destruir, violentar (Butler). Las palabras no andan sueltas sino que están ligadas a estructuras de poder que establecen lo verdadero, lo sagrado, lo culto, o por el contrario, lo prohibido y lo perseguido (Foucault). Desde esta perspectiva el lenguaje no es sólo potencialmente un recurso del poder sino que, de hecho, permite la reproducción de jerarquías sociales o las reta y deconstruye.
El debate por el lenguaje no es menor, no es estético ni accesorio. Por ello, cuando bienintencionados alegan que “entienden” la lucha feminista pero que sin embargo, lo del lenguaje es exagerado y debe ser abandonado porque deslegitima todo lo que hacemos, estamos frente a un argumento que no toma en cuenta la dimensión de la opresión que se denuncia.
Entre los comentarios más frecuentes está que descuidamos la lucha por la igualdad salarial, la violencia de género o la exclusión política por estar pidiendo el uso de la A. Sin embargo, creo que el movimiento feminista en sus diversas expresiones ha sido capaz de luchar por múltiples causas de manera simultánea. Luchar por un lenguaje diferente no invalida ningún otro punto de la agenda sino que da cuenta de que entendemos la opresión como un asunto estructural con diversas manifestaciones.
El lenguaje es un producto social por ello se ha transformado. Este asunto ha sido reconocido incluso por los defensores de un régimen idiomático que establece reglas que asumen como inflexibles. Grandes exponentes de las letras, usan el lenguaje con gran belleza y apego a las reglas pero también han sido innovadores y sobran ejemplos de cómo crean palabras o las resignifican como recurso literario. Ridiculizar una lucha o una idea es desde luego parte de la pluralidad política, pero en ocasiones como esta no permite el debate crítico. Hasta hoy sigo leyendo argumentos en contra tales como que ahora las feministas queremos obligarles a decir “la prejuicia”, “el meso” o “el cortino”, algo que no es realmente una crítica, pero que además bloquea el diálogo porque no expone argumentos de fondo.
Se pide respeto a la lengua y sus reglas gramaticales y sin embargo no se reconoce que por ejemplo, si hay neutrales genuinos en nuestro idioma como ciudadanía, en lugar de ciudadanos; electorado, en lugar de electores; congresistas, en lugar de senadores; infancia, en lugar de niños; juventud en lugar de jóvenes, etc.
Las feministas hemos adoptado también otra estrategia tomada de otros idiomas en los cuales, por ejemplo, no se usan artículos: “representantes”, “congresistas del partido Z”, “integrantes de la organización social”, “estudiantes de todos los cursos”, son algunos ejemplos de cómo podemos evitar lo que tanto preocupa a quienes velan por la integridad de la lengua.
Frivolizar y ridiculizar un debate de fondo como este, preocupa además porque termina por ocultar otros temas que también cuestionamos algunas feministas, como por ejemplo, lo que ha pasado con la Secretaría de la Mujer de Bogotá y con la política pública de mujer y equidad de género, cuyos principales programas parecen haber quedado sin financiamiento y sin conducción política, pero que también estamos preocupadas por la privatización de empresas públicas, la mercantilización de los recursos naturales y la poca preocupación por protegerlos, etc.
Desde luego nada de esto se resuelve agregando un “y todas”, pero esta no es una lucha segmentada, podemos denunciar un “todos” por excluyente y a la vez continuar con la que ha sido una lucha centenaria, que está dispuesta a continuar cuanto haga falta para construir igualdad y justicia para todos y todas.