Ella estaba completamente desnuda, descalza y su largo pelo liso enredado en el lobby de un pequeño hotel en Chapinero a las 7:24 de la noche un martes, cuando la encontré. Tenía las pupilas dilatadas y hablaba enredado. El recepcionista y el portero estaban entumidos mirándola con rareza y descrédito mientras ella gritaba: “¿Cómo es posible? ¿Por qué nadie me ayudó? Es que me tenían secuestrada, me amarraron las manos y los pies, me robaron todo, todo, mi celular, mi ropa. ¿Cómo pasa esto así no más?”.

Cada 13 días matan a una persona trans en Colombia. Estamos dentro los 5 países más violentos contra las personas trans en el mundo. Este año van más de 45 asesinatos, siendo este número un subregistro; la Defensoría del Pueblo estima que es la cifra más alarmante de los últimos 5 años.

Ella nació en Cartagena de un padre violento y una madre de 16 años. A sus 16, después de trabajar como empacadora en un supermercado, recogió suficiente para irse hasta Medellín en mula. A los 17 cambió su nombre a “Brenda” y empezó a buscar oportunidades siendo menor y mujer trans. Hoy tiene 24 años. En Ciénaga de Oro aún vive su madre, que es empleada doméstica, y otros tres hermanos. Ella sostiene a los cuatro enviándoles parte del dinero que gana como trabajadora sexual. Entre parejas que ha tenido y las complejidades de su oficio la ha llevado a vivir en España, en Bélgica, en Perú y desde hace ya un buen tiempo reside en Medellín. Se puede defender bastante bien en inglés, aprendió sola escuchando música de Rihanna y DuaLipa. Es rollerskater, y es muy buena, dice. Trabajó un tiempo como modelo web, pero entró recientemente a una página de trabajo sexual de mujeres trans para tener mayor ingreso.

Por esa página la contactó un cliente en Bogotá. Que se vieran en Bogotá. Viajó por la mañana ese martes desde Medellín y se encontraron en el hotel de Chapinero. Él había ya había reservado una habitación, había comprado la droga con la que la drogaría, las telas con las que la amarraría y los cuchillos con la que la amenazaría, había coordinado con una cómplice la hora exacta para entrar al hotel y ayudarle en todo el proceso de desnudarla, humillarla y robarle todo. Era premeditado y calculado. La dejaron somnolienta y desnuda encerrada en el baño. Solo dejaron su cédula, recientemente actualizada con nombre y género femenino. Pero hurto no era el delito principal, solo era parte del castigo.

Desde el 2008 que inició el proyecto de investigación Transrespeto versus Transfobia en el Mundo (TvT) el número de muertes de personas trans y género-diversas ha aumentado. El estudio reveló que hay una “tendencia preocupante que intersecciona la misoginia, racismo, xenofobia y el odio hacia las trabajadoras sexuales, siendo la mayoría de las víctimas mujeres trans negras y de color, migrantes y trabajadoras sexuales”. Además, igual que la Defensoría y las múltiples organizaciones de base, reconoce que las cifras presentadas son “sólo una pequeña muestra de la realidad”, pues no todos los casos se reportan, no hay formas ordenadas y simples de recoger los datos.

Cuando ocurre, tanto las víctimas como las familias o las autoridades lo niegan, o los medios, las entidades o funcionarios registran mal el caso refiriéndose a la persona con el género incorrecto. Es que a las personas trans se les ha despojado el derecho a tener identidad. Aunque Colombia, en comparación con otros países ha avanzado en facilitar el trámite para el cambio de en la posibilidad de cambio de género, las victorias burocráticas no enseñan siempre a comprender la diversidad ni a desvirtuar el rechazo, repudio u odio que demasiadas generaciones hemos heredado.

Apenas pudo recuperar la consciencia, Brenda golpeó insistentemente la puerta del baño hasta romperla y salir de la habitación. Bajó al lobby y ahí fue donde la encontré. Le cogí las manos con delicadeza y miré a sus ojos perdidos: “Tranquila, linda, no estás sola, yo te voy a acompañar”. Suspiró y me abrazó. La arropé con una manta, miré al recepcionista buscando alguna explicación. “Ya llamé a la Policía”, me dijo. Nos sentamos, le di un vaso con agua y le propuse que respiráramos juntas para calmarnos. Busqué y llamé a todos mis contactos y grupos de WhatsApp de género y feminismos pidiendo auxilio de cómo era la mejor y más rápida forma de “activar la ruta”.

Para que sepan, les cuento acá las opciones institucionales y no institucionales que existen (también pueden consultar en LegalApp si tienen dudas). Lo más recomendable en caso de violencia (ya sea contra una mujer o contra la comunidad Lgbti) es ir a un centro de salud (sea un hospital, IPS, centro médico). La Secretaría de la Mujer tiene equipos de abogadas en algunas IPS de la ciudad; son algunos los que tienen atención diferencial y atienden con más efectividad estos casos, pues mientras atienden a la víctima, toman la denuncia y llaman a la Sijín especializada de delitos sexuales. La Secretaría de Gobierno tiene una ruta de atención Lgbti; existen casas de refugio para acoger y proteger a víctimas; también hay una Línea Diversa que atiende todo tipo de vulneración de derechos a la comunidad Lgbti y la Línea Púrpura que atiende llamas y mensajes por WhatsApp 24 horas. En ciertas entidades no atienden 24 horas a menos que sea un “código blanco”, que implica violencia sexual. Saber esos números, ese léxico, entender cómo funcionan las instituciones y cómo activarlas no es nada fácil. Y es aún más complejo en medio de una crisis.

Pero estas rutas e instituciones son humanos. Es decir, no son inmunes a los años de ignorancia, de rechazo, de discriminación y de insensibilidad ante esta comunidad. No hay proceso más difícil que desaprender. Para que estas rutas funcionen toda y cada una de las personas que hacen parte de esa cadena debe tener una educación lo suficientemente poderosa para desmantelar esos códigos de valores e ignorancia.

Los mismos códigos de valores e ignorancia que, en su extremo, causan los delitos de odio que obligan a la institucionalidad a crear estas rutas.

Dos amigos que estaban cerca atendieron mi llamado y llegaron a socorrer la situación. Les pedí que compraran en el almacén más cercano unas medias, un saco, unos pantalones y zapatos mientras atendía a los policías que llegaron a los 30 minutos. Sin mirarla a los ojos uno de ellos le preguntó: “¿Usted es ‘ella’ o ‘él’?”. “¿Y usted conocía al que la robó? ¿Èl la invitó acá?”. Su tono despectivo y apático me hervía la sangre. “Pues este fue un hurto, habrá que poner la denuncia, pueden acercarse a la Uri a ver si le atienden el caso”.

Aunque sabía que no cambiaría nada, le dije: “No, señor agente, esto no fue un hurto, fue violencia sexual y un crimen de odio y debe activarse una ruta de atención diferencial”. Me sentí tan impotente, mi diploma de abogada fue inútil. Su expresión no cambió y se fueron. ¿Dónde dormiría Brenda? ¿Quién puede acompañarla? ¿Vamos a la URI con el riesgo que enfrentemos más barreras o al hospital? ¿Si estuviera sola, cómo pagaría el transporte si le robaron todo, si no tiene celular, si no conoce a nadie en Bogotá?

Mis alarmas y pedido de auxilio entre mis contactos y redes logró conectarme con la Secretaría de Gobierno, con una abogada -que erróneamente me dijo que fuéramos primero a Paloquemao y no a un hospital y yo le hice caso pues Brenda quería “poner el denuncio” con la esperanza de recuperar su pertenencias., También me llamó una psicóloga que después no volvió a atender el teléfono. Nos montamos en un taxi Brenda, mis dos amigos y yo, camino a Paloquemao.

Ya eran las 12 de la noche. Nadie merece estar en Paloquemao a esa hora, menos lloviendo. Si no alzo la voz y le exijo al portero de la Fiscalía que nos atienda por tratarse de un “código blanco”, no nos dejan entrar. Que solo pasara ella. Brenda, que ya estaba un poco más calmada, volvió a llorar: “Por favor, dejen entrar a mi ángel”, dijo. Y a mí se me espichó el corazón. Esperamos afuera en la lluvia media hora hasta que me llamaron.

Para resumirles el resto de la noche, mis amigos se fueron a sus casas, a ambas nos entrevistaron largo y acompañé a Brenda hasta medicina legal, donde no tenía posibilidad de entrar. Eran ya las 3 de la mañana. Todas las llamadas y un hilo en Twiter que ya tenía más de 10 mil “likes” y 5 mil “retwits” empujó a que Brenda fuera atendida al día siguiente, le dieran un pasaje hasta Medellín, alimentación y allá la acompañara la Secretaría de la Mujer. Ya está bien. “Yo sé que por ser yo pues me violentan, y me toca ser fuerte para salir adelante, yo tengo un lemita: nada que me pase es más fuerte que yo”, me dijo por una nota de voz al día siguiente.

No sé qué hubiera pasado si no estoy yo ese martes a esa hora en ese lobby. No sé cómo hubiera sido todo si yo no tengo las redes y contactos que tengo y la valentía, o terquedad, de hacer ruido y no conformarme ante la mediocridad y telaraña institucional. Solo sé que aprendí con dolor y angustia la famosa “ruta de atención” que por más que existe es tortuosa, lenta, revictimizante y confusa. Aprendí que Brenda tuvo la suerte de vivir, pero que son muchas otras, demasiadas, que no. Solo por ser quienes son.

Identifiqué, de nuevo, cómo esta historia es resultado de una serie de vulneraciones de derechos sexuales y reproductivos y que el problema no es la falta de institucionalidad, sino, como siempre, la falta de educación, de educación integral para la sexualidad. Que su madre quedó embarazada en su adolescencia, y no tuvo entonces la libertad para decidir y cuidarse y la condenó a embarazos subsiguientes y, por tanto, a la pobreza, que Brenda fue víctima de dos personas quienes, su ignorancia y desconocimiento, también los condenaron al odio y a la criminalidad.

La falta de educación nos condena a todos, a todas y todes.

*Esta columna fue escrita con el consentimiento y aval de Brenda.

Es la fundadora y directora de Poderosas. Estudió derecho en la Universidad de los Andes y una maestría en educación en la Harvard Graduate School of Education. Sus áreas de interés son la educación integral en sexualidad y el poder de decisión de jóvenes.