La guerra que estalló entre Rusia y Ucrania nos conmocionó. Inundó los medios de comunicación y redes sociales por su atrocidad y porque llevábamos varias décadas sin guerras de esta magnitud. Aprovecho el papayazo mediático, trágico y desafortunado de lo que está pasando, para recordarnos que hay una guerra global que no llega a los medios de comunicación, una guerra invisible, silenciosa y constante que no ha cesado, ni ha disminuido, que incluso se ha agravado y que se ha llevado, todos los días, hace muchos años millones de víctimas: la violencia doméstica. 

Vale aclarar que las guerras internas en el mundo no han dejado de existir en países como Nigeria, República Democrática del Congo, Siria, Afganistán, El Salvador, Nicaragua, México y, pues, Colombia, para no ir más lejos. Estos países siguen viviendo en zozobra, sumando muertes e inestabilidad socioeconómica por conflictos étnicos, territoriales y/o políticos. Esto no significa que esta guerra entre Ucrania y Rusia no sea consternante; estamos de nuevo ante armas de destrucción masiva, de invasión a otro territorio soberano, de alianzas y amenazas de intervención de más países. Esta proporción de conflicto parecía ser ya inconcebible. Pero no. Hay una legítima crítica al cubrimiento selectivo, incluso racista y conveniente, de esta guerra en el que predomina un discurso hegemónico, pero de esa crítica no hablaré en esta columna.

Acá hablaré de la guerra de la que no se habla lo suficiente. De una guerra que no tiene dimensión geopolítica, ni explicación histórica territorial, ni étnica, ni religiosa, ni es por petróleo ni por sistemas económicos en disputa. Esta guerra es contra las niñas y las mujeres, solo por ser niñas y mujeres.

Actualmente, en mi maestría, estoy viendo un curso que se llama “Género, Sexo y Violencia” en el que estudiamos las estadísticas, cifras e investigaciones tanto cualitativas como cuantitativas de estos tres temas entrelazados globalmente. Poner esta guerra en números es devastador. Por encima de toda guerra, la Violencia de Parejas Intimas (VPI) contra mujeres es la causa principal de homicidio femenino a nivel mundial. En una investigación desde 1999 hasta 2013 que analiza 141 estudios en 81 países sobre VPI física o sexual, los autores Devries, Karen y otros mostraron que el 31 % de mujeres a nivel mundial desde los 15 años ha experimentado esta violencia una o más veces en su vida.

Les economistas investigadores sociales Fearon y Hoeffler en un artículo para la Universidad de Oxford del 2014 concluyeron que por cada muerte en una guerra civil hay nueve muertes por VPI. De todas las víctimas mujeres de homicidio por todo tipo de violencia, el 43 % su asesino fue su pareja o expareja. Estas cifras son tan trágicamente altas como son subvaloradas. Las mujeres vivimos más en riesgo en nuestra propia casa que el promedio del mundo en la guerra. Y eso que esto es un subregistro, pues es altamente probable que estos casos o no sean reportados o no haya evidencia para, aun si no esta reportado, que puedan entrar en las cifras. Es un tema que todavía genera vergüenza, miedo y estigma hablar de esto en muchos contextos. No es necesario aclarar que abrumadoramente el victimario es hombre, menos en insignificantes excepciones. Según el Women Stats Project, para el 2019, en todo el mundo solo existen 9 países que son realmente “seguros para la integridad física de la mujer”.

Los daños a la salud física, emocional, mental y social de esta guerra tienen costos económicos altísimos. En la misma investigación de Fearon y Hoeffler, al evaluar el costo total de diferentes tipos de violencia para la economía mundial, se estimó que el costo anual de violencia, de todo tipo de violencia (guerra civil, guerras internacionales, terrorismo, homicidios, asaltos, violencia doméstica a mujeres, niños y niñas), es de alrededor de USD $9,4 trillones de dólares, que es el 11 % del PIB mundial.

Aunque sí son más escandalosas y movilizan más a los medios de comunicación, las guerras no son tan comunes. Mientras el costo total de solo la violencia colectiva -conflictos internos y externos y terrorismo- tiene un costo de USD $167.19 billones, que corresponde al 0,19 % del PIB mundial, la VPI tiene un costo de USD 4.423 billones que corresponde al 5,18 % del PIB mundial.

Es decir, el costo de VPI es masomenos 7,5 veces más alto que el costo de guerras y terrorismo.

¿Qué es lo que cuesta? Lo más fácil de medir es lo tangible como la atención médica, física y emocional, la pérdida de ingresos, de oportunidad laboral, el lucro cesante o el costo del sistema judicial. Lo intangible es un poco más complejo, pues el costo de pérdida de bienestar, como es el dolor, el sufrimiento, y la afectación en la calidad de vida, el trauma psicológico y emocional que repercuten en las relaciones interpersonales, desempeño y convivencia son difíciles de monetizar.

Ese trabajo de costeo lo hacen les investigadores revisando suficiente literatura sobre esta medición hasta definir el costo por unidad. Para eso les recomiendo leerse el estudio; es realmente interesante.

Este costo es tan alto precisamente por la dimensión y prevalencia masiva y global de esta violencia: es una realidad escondida en los hogares que irradia a los y las niñas y a la comunidad que rodea. Posiblemente el 16 % de los niños y niñas son castigados por esta violencia, lo que, a su vez, les enseña involuntariamente que ese es un mecanismo legítimo de corregir y de actuar. Es un círculo vicioso que incluso la violencia domestica actual repercute en generaciones futuras.

No solo es una guerra de género, sino una guerra de clase

Entre más ricas son las sociedades, hay menores niveles de VPI. 

Les investigadores Fearon y Hoeffler no demuestran por qué hay una correlación entre clase-violencia, pero puede muy posiblemente estar relacionado con el nivel y calidad educativa. Entre más estimulado esté el pensamiento crítico, el desarrollo de habilidades socioemocionales y la autodeterminación, que se logra solo con educación de calidad, con la satisfacción de necesidades básicas, con el acceso a servicios y bienes de protección, amor y cuidado, menos necesaria es la violencia como mecanismos reaccionarios del humano más instintivo y menos racional.

Es insostenible argumentar que la violencia no tiene que ver con el género. Es demasiado evidente. En el mundo cerca del 95 % de todos los homicidios son cometidos por hombres.

 Pero entonces ¿son los hombres naturalmente violentos? ¿No lo pueden evitar? ¿Por qué es la violencia el mecanismo de resolución de conflicto, de manejo de emociones? ¿Cómo puede prevenirse?

La decisión de invadir Ucrania tiene antecedentes históricos, geopolíticos y económicos, pero también es una manifestación de la masculinidad tradicional. Los argumentos de Putin para invadir a Ucrania se sustentan, entre otras cosas, en “salvar” y “liberar” a Ucrania. Esa salvación y liberación de la que habla implica una dominación, control y sometimiento de la población sostenido y continuo de, claro, violaciones de derechos humanos. Esta salvación la “provee” una nación más grande, hegemónica y dominante, que se asemeja a la masculinidad tóxica de imposición y opresión a otro más débil. La respuesta del presidente de Ucrania, Zelenski, responde dentro de la misma lógica.

A pesar de que hay quienes, en efecto, argumentan que los niveles de testosterona y la composición biológica y neurológica de los hombres es más propensa a la agresividad, hay suficiente evidencia para defender que pesa más la socialización y, con esto, la educación desde temprana edad, en la conducta de los niños y hombres. La organización Promundo, entre otras organizaciones, lleva años trabajando en programas de educación a niños y jóvenes hombres para deconstruir esta masculinidad inyectada desde que nacen y a lo largo de la vida. Sustenta en su última investigación, junto a la Organización Mundial de la Salud, en la que analiza 58 programas con niños y jóvenes, que hay significativas pruebas de que estos programa educativos sociales con enfoque de género pueden cambiar conductas, mentalidades y actitudes de niños y hombres particularmente frente a la salud sexual y reproductiva, a la relación sexo-afectiva, interpersonal y emocional consigo mismos, con mujeres, con niños, niñas y adolescentes, parejas y pares. Es decir, pueden desboronar la violencia como conducta predeterminada de la masculinidad.

Lo fascinante de las construcciones culturales es precisamente eso, que pueden ser deconstruídas y construída de formas alternativas. La educación con enfoque de género previene la violencia que genera traumas no solo a las víctimas sino a los victimarios, quienes realmente no tienen que estar condenados a una socialización misógina, patriarcal y machista. Educar a niñas y a mujeres a reconocer esta violencia para responder asertivamente a ella será siempre insuficiente si no es con ellos. Nos podemos ahorrar trillones, mucho dolor si logramos romper ese perpetuo ciclo vicioso. 

A eso le apostamos con PODEROSOS. En una próxima columna contaré más de esto. 

Es la fundadora y directora de Poderosas. Estudió derecho en la Universidad de los Andes y una maestría en educación en la Harvard Graduate School of Education. Sus áreas de interés son la educación integral en sexualidad y el poder de decisión de jóvenes.