Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Todos los feminicidios son prevenibles. El caso de Érika también lo era. Después de su dolorosa muerte por dos tiros, a manos de su expareja Christian, a plena luz del día en un centro comercial de Bogotá, la pregunta es: ¿por qué no hicimos lo suficiente para protegerla?
Érika había acudido previamente a la Casa de Justicia de Usme para denunciar la violencia de género y también había llamado el 11 de mayo a la línea de emergencia de la Comisaría de Familia municipal, avisando de su situación y, al parecer, se le había dictado una medida de protección.
De acuerdo con la información de las autoridades, se le brindó acompañamiento y protección del Comando de Policía de Soacha, por ser ese el lugar de su residencia. Érika se había ido a vivir a casa de sus papás después de once años de convivencia con su pareja quien la agredía y era el padre de su hijo de ocho años.
Sin embargo, la realidad es que, a pesar de la medida de protección otorgada, Érika Aponte fue asesinada dentro de su lugar de trabajo, en el Jeno’s Pizza de Unicentro, en su horario laboral.
Christian la mató tres días después de que ella llamó a la línea de emergencia.
Su padre y madre informaron a los medios de comunicación que Érika también había comunicado a la pizzería la situación de violencia que vivía. La empresa, en su comunicado publicado en redes sociales, afirma su condena a la violencia contras las mujeres y lamenta lo sucedido en el caso de Érika.

En sus primeras declaraciones públicas, la alcaldesa Claudia López también lamentó la situación, expresando que se tomaron las medidas de protección adecuadas y que las autoridades municipales reaccionaron de manera oportuna. Sin embargo, “no pudieron salvarle la vida”, considerando a Christian un “psicópata”.
Christian no es un psicópata, es un hombre machista que ejerció un control sobre la vida y el cuerpo de Érika por once años. Como lo ha bautizado Ronda Copelon, académica feminista, las mujeres que viven violencia doméstica enfrentan un terror íntimo: una forma de tortura.
Se sienten a tal grado amenazadas, física y psicológicamente, que no pueden salir del círculo de violencia, o necesitan un acto de supremo valor para huir de su compañero agresor y salvar su vida.
La tragedia de Érika es la tragedia diaria de las fallas estatales y de la falta de colaboración del sector privado para prevenir los feminicidios. Las medidas de protección son solo de papel.
No se actúa de manera rápida para atender estos casos ni tampoco se valoran adecuadamente los altos riesgos en los que se encuentran las mujeres cuando dan avisos de emergencia.
Ni la policía ni las comisarías de familia involucradas actuaron de manera diligente. Debieron haberla protegido de forma más amplia: mandando unidades no solo a su residencia sino al lugar de trabajo, ofreciéndole un refugio, monitoreando diariamente su situación.
Debieron, además, rescatar al hijo de la casa paterna donde Érika –por la situación propia de violencia en la que vivía– lo había tenido que dejar.
Hasta que las autoridades y las empresas no se tomen en serio el peligro –real e inminente– en el que se encuentran las mujeres que experimentan violencia por sus (ex)parejas, seguiremos añadiendo Érikas a la lista de feminicidios. Es hora de actuar. ¡Ni una más!