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Ayer finalmente me senté a leer la famosa sentencia que supuestamente ha revolucionado el derecho colombiano dándole derecho de heredar a las “mozas” de los “patrones”. Algo me decía que los medios habían tergiversado su contenido.
Ayer finalmente me senté a leer la famosa sentencia que supuestamente ha revolucionado el derecho colombiano dándole derecho de heredar a las “mozas” de los “patrones”. Me puse en la tarea de buscar la decisión por dos razones: porque algo me decía que los titulares estaban tergiversando la sentencia y porque me apasiona el tema de cómo la Corte Suprema de Justicia de nuestro país ha lidiado con el trabajo doméstico femenino.
Para aquellos que quieran leerla, estos son los datos: Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, junio 22 de 2016, SC8225-2016, Magistrado Ponente: Dr. Luis Armando Tolosa Villabona.
Bueno, como era de esperarse, la sentencia resultó ser menos espectacular y amarillista que los titulares HSB Noticias, Caracol y Kien y Ke.
Primero, para sacar de toda duda a aquellos que quedaron atrapados con la frase “ser moza sí paga”, el fallo no habla de ningún derecho de herencia, ni mucho menos establece que por el hecho de tener una relación con una persona casada, ya sea el patrón o no, eso le da automáticamente derecho a heredar cuando esta muere. Lo que dice la sentencia es que la demandante, Adriana Díaz Benavides, trabajó hombro a hombro con Julián Mantilla Mantilla en la finca Los Arrayanes y que, por esa razón, se constituyó una sociedad de hecho entre ellos que le da derecho a ella a participar en la distribución del haber social de esa sociedad. En conclusión, la sentencia no le da ningún derecho de herencia sobre el haber del difunto Mantilla.
La sentencia trata de un tema que ha venido estudiando la Corte Suprema de Justicia desde 1935: ¿qué hacer con las relaciones económicas que surgen del concubinato? Antes de que se expidiera la Ley 54 de 1990, por medio de la cual se reconocieron las uniones maritales de hecho, este tema era en extremo complejo al no existir una regulación legal que resolviera los potenciales conflictos entre concubinos. Lo que hizo la Corte Suprema de Justicia en aquella famosa sentencia de 1935 fue seguir los pasos de la jurisprudencia francesa del momento y hacer uso de una institución de derecho privado para imprimir un principio de equidad y justicia en estas situaciones: las sociedades de hecho.
Decir que existía una sociedad de hecho entre los concubinos era revolucionario en la Colombia de 1935 porque permitía reconocer el trabajo común que los concubinos desarrollaron para el sostenimiento de su convivencia. Así mismo, aunque la institución protegía a hombres y mujeres por igual, su inicial implementación sirvió en su mayoría para proteger a las mujeres. Piénsese, por ejemplo, en los casos en que el concubino quería dar por terminada la relación y no reconocer la contribución de su pareja. La institución de la sociedad de hecho permitía entender que los concubinos eran socios y que como tal tenían derecho a repartirse las utilidades de su actuar social.
Ahora, demostrar la existencia de una sociedad de hecho en este contexto no deja de ser un contrasentido, cuestión a la que no escapa la sentencia de hace unos días. Para ello hay que probar que los concubinos son por encima de todo “socios” y no pareja y para ello hay que establecer sin lugar a dudas que trabajan en un objeto común, que no es la convivencia, en pie de igualdad. Esto ha generado toda clase de incoherencias en la labor probatoria que uno ve desplegada en estos casos, porque la misma niega y a la vez sostiene que hay una relación sentimental, la toma como un dato del proceso pero no como el fundamento para la adjudicación de derechos.
Uno puede ver cómo esta complejidad probatoria impactó especialmente a las mujeres antes de 1992, cuando el trabajo doméstico no era reconocido como aporte a la sociedad. Esto obligaba a las mujeres a probar un rasgo de su personalidad que ni el derecho ni la sociedad estaba dispuesto a aceptar fácilmente: su iniciativa económica y productiva, en pocas palabras, su presencia en lo público y la negación de su dimensión privada.
Con la entrada en vigencia de la Ley 54 de 1990 la aplicación de la figura de la sociedad de hecho a las relaciones de concubinato decayó por cuanto el ordenamiento jurídico colombiano reguló el fenómeno. Sin embargo, convivencias que comenzaron antes de la expedición de esta ley o aquellas que iniciaron estando las sociedades conyugales anteriores vigentes siguieron estando potencialmente cobijadas bajo esta figura.
Lo que hizo la Corte Suprema de Justicia el pasado 22 de junio fue solo aplicar una figura que ha estado entre nosotros desde hace un poco más de 80 años. El derecho que le reconoció a Adriana Díaz fue el de socia de Mantilla, que por cosas del destino resultó siendo su concubino. Adriana Díaz hizo tareas domésticas, sí, pero Mantilla también. La mayor parte de la sentencia no se detiene en ese punto, sino en la iniciativa económica de Díaz y la calidad de par que tenía frente a Mantilla. La pregunta es, entonces, por qué razón los medios solo vieron una dimensión de Adriana Díaz, la calificaron de “moza” y “empleada” de Mantilla y no de socia. La respuesta está en la manera en que los medios ven a las mujeres y la capacidad de fascinación que esta caricatura de nuestras vidas produce.
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