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Meditación sobre la práctica política del lesbianismo.

“La lesbofobia mata”. Es el lema que enseña la pegatina que tengo a la entrada de mi cubículo en mi lugar de trabajo. Guardo esa pegatina con mucho cariño pues fue un regalo que me hizo mi amiga S, recién yo llegada a San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México. S es una mujer hermosa. Su historia triste la llevó a aprender siendo muy niña qué es eso del racismo y qué es eso de la lesbofobia. Ya grande, S decidió buscar en sus orígenes la cura a sus heridas y se descubrió enamorada de otra como ella.

En 1998, también por arrebatos de amor, quien escribe estas letras igualmente decidió curar sus heridas haciendo parte de algo que consideraba fundamental: el movimiento de liberación homosexual. Por aquella época, pensaba que mi falta de aspiraciones con respecto a formar una familia y tener una bella descendencia se debía a mis cromosomas. Así, desde la inocencia del hecho anatómico, me uní a una lucha que es en sí mi pequeña gran revolución. Claro, M también estaba allí. Y con ella nos sentíamos tan importantes haciendo el café y tomando las minutas de las reuniones mientras nos mirábamos con ilusión.

Mucha agua ha corrido en ese río desde entonces. Con el tiempo supe que, aunque el café es fundamental en cualquier revolución, eso de lo homosexual no me representaba. Descubrí, además, que existían grupos de mujeres quienes se denominaban “lesbianas” y migré hacia allá buscándome a mí. Fue expulsada de muchos de ellos porque andaba siempre con A. A tenía un novio, pero se había enamorado de la prima del novio. Y cada vez que íbamos a un grupo de lesbianas empezaba afirmando, abriendo esos ojos grandes y mostrando esa sonrisa preciosa: “A mí me gustan los hombres”. A lo que yo sumaba: “Y también las mujeres”.

Las cosas empeoraron, según cuenta mi madre, pues la menor de sus hembras no sólo pasaba todo su día en el campus de una universidad pública que huele a marihuana y popo de vaca, sino que ahora andaba diciendo que era feminista. No de esas feministas que dicen que no son feministas porque tienen un “papito”, un “hermanito” y un “noviecito”, sino de esas que se juegan el todo por el todo. Y aunque esta historia quisiera tener vocación cómica, tiene vocación fatal.

C se lanzó de un quinto piso, cayó de cara y fue tanta su deformación que no pudimos ver su rostro cuando la estaban velando. C no aguantó la discriminación que sufría por parte de su familia y voló hacia su libertad. R alcanzó a llamar a la policía desde el maltrecho celular que quedó entre sus manos. Manos de un cuerpo desnudo, reposado, deshaciéndose en una temperatura de menos cero grados, en la noche, en un bosque desierto.

R fue golpeada, violada y empalizada por un vecino que pensó que “probando” a un hombre de “verdad” ella sabría que sus gustos eróticos estaban equivocados. C.A alzó su mano y se despidió de todas con esa frase tan suya: “adiós bacanas”. C.A tomó rumbo al sur, eso nos consta a quienes compartimos con ella en el plantón, ahí mismo, en la séptima en Bogotá. De C.A no volvimos a saber en un año, cuando descubrieron los pocos huesos que quedaban de ella, asesinada por su liderazgo. Cuando una se despide de las amigas nunca termina de llorar por ellas.

Si nos remitimos a los últimos acontecimientos ocurridos en Orlando, Estados Unidos, es claro que la lesbofobia hace parte de un continuum de violencia contra las bio-mujeres, las mujeres, las mujeres trans, las mujeres imaginadas y las no-mujeres o lesbianas. Es una violencia particular en tanto intenta “normalizar” seres que carecen de estatus ontológico al estar en los límites de lo que se considera humano, más específicamente lo que es y no es una mujer.

Monique Wittig, feminista materialista francesa, en 1978, generó un debate sin precedentes en la historia del movimiento social de las mujeres cuando aseguró: “Una lesbiana no es una mujer”. Con ello quiso decir que la mujer es un imaginario patriarcal que tiene efectos performativos en los cuerpos y en las vidas, como lo tiene en la organización social, jurídica, económica, etcétera. Así pues, la lesbiana no entra en este tipo de economía de sistema de sexo/género, por lo que puede escapar al patriarcado no transformándose en mujer. Es una hermosa idea que va a plasmar de manera mucho más especial en su inolvidable y siempre necesaria novela: Las Guerrilleras.

Tal vez lo que no dimensionó Wittig es el calibre del castigo que puede implicar renunciar al privilegio que otorga la heterosexualidad como sistema político. Y a pesar de cada violación correctiva y a pesar de cada feminicidio de lesbianas y a pesar de la agudización de las múltiples discriminaciones, nunca he conocido una lesbiana que haya usurpado una vida y menos una humana.

El lesbianismo, esta vez como práctica política, es una apuesta de transformación radical: de los cuerpos, los deseos, las sociedades, el mundo…los mundos. En efecto, esta revolución la hacemos conscientes de que nos enfrentamos a un “enemigo”, sino a un “antagonista”, por lo que entendemos y nos comprometemos a no arrebatar ninguna vida –hasta donde sea necesario-, pues el objetivo, en este caso, es desconstructivo. Nuestra guerra es por defender el reino de Fantasía.

Lo que se desprende de aquí es que el lesbianismo no mata. No obstante, la tarde de ayer, cuando me disponía a cerrar mi cubículo hice un hallazgo triste, de lo más triste que me ha pasado en mi vida como académica. De mi consentida pegatina sale una flecha que se transforma en un globo de diálogo donde se puede leer: “el lesbianismo también mata”. ¿Es posible contestar a la afirmación de que la lesbofobia mata inculpando al lesbianismo del mismo crimen? Hasta aquí habla la académica.

 

II

La puerta de mi cubículo está adornada con pegatinas. Me gusta ese look de tugurio y me siento más cómoda en un espacio así. Suelo intervenir los espacios en donde escribo y pienso. Soy una escritora de rituales. También, las pegatinas en mi puerta son una estrategia de marketing. Hace muchos años una bruja me predijo éxito en los negocios, así que me empeño por enviar mensajes publicitarios para crear conciencia. Evidentemente, la bruja no acertó conmigo. Por último, mi puerta es mi papel y agradezco que lo sea, pues después de que un jefe me hizo cara de espanto por llenar su cubículo de toallas higiénicas que pegué en las ventanas para protegerlo del mal de ojo, creo que estoy en un lugar donde soy libre para crear.

Sin embargo, alguien ha escrito en mi papel, alguien ha dejado un mensaje que leo e interpreto como amenazante, intolerante e imperdonable. Alguien ha hecho algo que me ha disgustado profundamente y que me ha tenido en vilo toda una noche, piense que piense, sienta que sienta. Tal vez sea algo mínimo, pero para mí no lo es. Y no estoy dispuesta a guardarme esto. ¿Puede una sencilla frase tener efecto mariposa y generar procesos de reflexión sobre dónde estamos y qué queremos? Hasta aquí habla la escritora.

 

III

He decidido, al final de la noche, que no estoy dispuesta a enterrar una amiga más y si yo muero –corporal o simbólicamente– quiero que sea por mano propia. Mi política es de tolerancia cero. Si tocan a una, nos tocan a todas. Todos ustedes asesinos…. duerman bien esta noche porque mañana…mañana será nuestro mundo. Hasta aquí habla la instructora de defensa personal, coordinadora del Comando Colibrí.

Territorio Jaguar, 4 de septiembre de 2017

 

Tere Garzón es feminista, escritora e investigadora de nacionalidad colombiana. Doctora en ciencias sociales, trabaja como investigadora en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica, CESMECA, en Chiapas, es miembro del Grupo Latinoamericano de Estudio, Formación y Acción Feminista...