Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Estudié durante 14 años en el Colegio Granadino de Manizales. Sí, el mismo que por estos días está en el ojo del huracán por un caso de grave matoneo entre niños de 13 y 14 años. Y no, al contrario de muchos, el colegio no fue la mejor época de mi vida. De hecho y pese a las amistades que aún conservo y recuerdos felices que me llenan de orgullo, todavía estoy haciendo las paces con ese duro periodo de mi historia personal. El caso es especialmente difícil no solo por los recuerdos que revive en mí, sino por el nivel de violencia machista que se manifiesta en todas las esferas de los hechos recientes. Que el episodio haya implicado la zona genital del menor no es un detalle insignificante en el contexto del patriarcado. Pero, además, no se trata de un caso aislado, sino uno de la larga lista de situaciones vividas por muchos y muchas en este lugar durante años y ocultados de manera minuciosa.
Cuando estábamos en bachillerato, a finales de los 90s, salimos un día a caminar por una quebrada que quedaba cerca, como parte del entrenamiento deportivo. Al volver, una de mis compañeras dijo que el entrenador quiso darle un beso. Lo denunció ante las autoridades del colegio. Nadie le hizo caso, incluso estudiantes y directivas cerraron los frentes para proteger a ese profesor. Abrazos constantes, porque este hombre era “el profesor chévere”, eran pan de cada día en las clases de educación física, el salón de deportes, los entrenamientos y los corredores del colegio. Varios chismes y décadas después, bajo crecientes rumores de conductas sexuales con menores de edad y sin dar una explicación clara, el colegio decidió expulsar a ese profesor. Muy al estilo del Mary Mount en Bogotá, hubo un llamado a la prudencia que barrió cualquier posibilidad de una conversación profunda sobre la violencia sexual en ese lugar.
En ese mismo periodo de tiempo, el acoso y la violencia sexual eran habituales en el salón de clase. Varias amigas y compañeras fueron “manoseadas” por niños con los que habíamos crecido cuando empezábamos a experimentar con el alcohol. Muchas recibimos comentarios constantes de “ser unas putas” (slut shaming) por darnos besos con personas con las que no teníamos una relación estable. Adolescentes, hombres y mujeres, realizaban señalamientos sobre lo asqueroso que era “ser lesbiana”. Había un matoneo asiduo contra las que se vestían o se peinaban por fuera de las normas de género. Muchas recibíamos comentarios constantes sobre nuestro peso y nuestra apariencia que nos llevaron a hacer toda clase de dietas y a rayar en desórdenes de la alimentación. Y recuerdo a hombres tratando de callarme en un salón de clase porque les parecía que las mujeres no deberíamos opinar tanto. Incluso a un profesor de español que exhibía con orgullo el hecho de ser machista.
Para los hombres, la situación tampoco era fácil. Los fuertes contra los débiles, en un claro ejercicio de la masculinidad tóxica. Al mejor estilo de las películas, sé de un niño a quienes otros mayores metieron -literal- en una caneca de basura, otro al que le bajaron los pantalones, y otro más al que de retorcerle las tetillas le dio “piedrilla”. Todo porque les parecía “muy chistoso”. Sé de otros a los que ponían a pelear en rings de boxeo improvisados. Y de algunos compañeros a quienes desde muy pequeños trataban como “el infecto” y que eran aislados del resto de la clase, sin que nadie jugara con ellos. Recuerdo también los comentarios denigrantes sobre su sexualidad, sobre su incapacidad para “levantarse a una mujer” y el tamaño de sus penes. No puedo olvidar las respuestas explosivas después de años de maltrato, porque literalmente no aguantaban más, para luego dejar el colegio para siempre. Y en medio de todo esto, consejeros y psicólogas que no apoyaban a quienes realmente lo necesitaban.
Este tipo de comportamientos reiterados iban socavando nuestra seguridad, nuestro amor propio, nos iban alejando de nuestro ser para forzarnos a adaptarnos a estas estructuras deshumanizantes y violentas, iban silenciando a muchas, y excluyendo a muchos. Frente a ellos la respuesta era muy similar: “boys will be boys”, “son juegos de niños”, “es que tú eres muy sensible”, “no seas tan reactivo”, “si decimos algo vamos a acabar con la reputación y la vida de ese profesor”. Independientemente de que unos fueran las y los matones y abusones y otros las víctimas recurrentes, muchos y muchas tuvimos que quedarnos callados frente a tanta violencia por no querer ser los siguientes en la lista. En 14 años, nunca una respuesta institucional, nunca una reflexión profunda sobre el maltrato, el acoso, la discriminación, el matoneo constante, nunca un solo tema de género.
Más allá de los episodios concretos y absolutamente dolorosos del pasado lejano y reciente, y de que esto sea en el Colegio Granadino de Manizales, el Mary Mount de Bogotá, o cualquier otro colegio en Colombia, hoy es momento de iniciar una conversación profunda sobre las bases de tanta violencia machista que vivimos desde pequeños. Esta violencia que describo es producto de la subordinación de lo masculino/lo fuerte frente a lo femenino/lo débil. Reinstala los roles de género, exigiendo ciertos comportamientos de los hombres y otros de las mujeres. Fomenta la permisividad frente a los profesores que aprovechan su posición de poder para acosar y violentar sexualmente a los alumnos y alumnas. Implica una falta de verdadera inclusión y garantía de los derechos de los niños, niñas y adolescentes Lgbtq+. Promueve la masculinidad tóxica donde el “más macho” y el “más cool” es el que más -y de manera más violenta- somete a su compañero de curso. Mientras tanto, los y las demás aplauden o simplemente no se sienten con el poder de alzar su voz para cambiar la situación.
La reflexión necesariamente debe pasar por preguntarnos ¿De dónde viene toda esta violencia? ¿Qué se enseña en los hogares de los niños y niñas que van a los colegios a reinstalar con toda la fuerza el patriarcado? ¿Será que allí es persistente el abuso, la dominación, la violencia física y la psicológica mientras la vulnerabilidad es pisoteada? ¿Cuál es el rol de las instituciones educativas: tratar de guardar su imagen o realmente atacar las causas y educar para la igualdad y la paz? ¿Cómo hacemos para que los y las espectadoras se sientan con el poder para intervenir y evitar que estas conductas se repitan? ¿Cómo se conecta esta violencia en los colegios con el contexto más amplio de violencia política y simbólica que todos los días vivimos y ejercemos en nuestra sociedad? Esperemos que el escándalo de matoneo que vemos hoy en los medios sea una oportunidad para un diálogo profundo que contribuya a transformar las estructuras machistas de los colegios, sus profesores, sus estudiantes, los padres de familia y el entorno social que las conforma.