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Historias de hace más de medio siglo, en la Región del Pacifico colombiano, guardan coincidencias: integración étnica y convivencia pacífica. 

En Chocó, familias de etnias, tanto indígenas como afros, mestizos, y campesinos, establecen relaciones históricas de apoyo y convivencia entre ellas. Relaciones que contrarrestan siglos de separación, rechazo y pérdidas mutuas, en donde el peso de la guerra ha generado estigmas que son tomados como argumentos para victimizarse y justificar su violencia.

En el siguiente relato, Leonidas Valencia, músico nacido en Quibdó, narra uno de esos casos de relación entre etnias, construida a partir del intercambio de saberes heredados.

Leonidas Valencia “Hinchao” hace música con el bombardino, con su bombardino, con el que ha construido una sonoridad que lo identifica. Compone canciones, sus canciones. Dirige orquestas y su orquesta La Contundencia. Enseña música y su música. Investiga y escribe. Le dicen “Hinchao”, profe “Hinchao”, maestro “Hinchao”. Para tocar el bombardino se necesita mucho aire. Llenar los pulmones, pasarlo por la faringe, inflar la boca y dispararlo en la boquilla. Cuando Leonidas toca el bombardino, se hincha y pareciera que estalla.

“Hinchao” busca el relato en alguna parte del techo de la sala de su casa. Ojos briosos bajo su cráneo afeitado, robusto pero ágil. Tamborilea en la mesa con los dedos y el repique se parece a muchas canciones y a ninguna. Aunque parezca que solo le interesa el tamborileo, está atento. Ha creado la base rítmica para acompañar su versión de la historia.

Con las imágenes en su mente, frunce el seño y suelta el relato en una descarga. Desde el fondo nos acompaña una pintura con el retrato de “Hinchao” tocando el bombardino. En esa pintura, “Hinchao” suda y sopla en la boquilla del bombardino, congelado en el tiempo durante las notas de algún compás. La piel de “Hinchao y el cobre del bombardino, brillan bajo el sol y parece el mismo sol que entra ahora por las ventanas.

“Una relación entre familias” -así se llama esta historia- tiene como protagonista a un hombre que construyó una cadena de favores a partir de lo que cada miembro sabía hacer mejor. Así lo cuenta “Hinchao”.

“Mi abuelo se llamaba Germán Valencia Robledo. Pero los papás de él y sus abuelos, siempre han sido personas que tenían negocios y se relacionaban con todo tipo de personas, prestándoles, guardándoles, y mi abuelo heredó eso.

Mi abuelo se fue a trabajar a La Compañía (Compañía Minera Chocó Pacífico) y allí duró muy poco. Como él tenía un nivel de estudios lo pusieron como capataz. Pero él les puso como condición que la cuadrilla que él iba a manejar, no fuera de afros. Y allá como había de todo, entonces armó una cuadrilla de puros paisas.

En ese trabajo les tocaba irse, San Juan abajo, a buscar las vetas grandes de oro y cuando las encontraban, informaban a La Compañía y después iban con las dragas. Eran como unos exploradores. Pero él siempre tuvo la mentalidad de no quedarse trabajando para otros, sino tener su negocio por cuenta propia. Entonces él lo que estaba buscando era una oportunidad de conseguir oro en buena cantidad para hacer un plante.

En una de esas salidas, me contaba él, llegaron a una quebrada y vieron que había mucho oro. Pero no enterrado, sino afuera en la arena, había piedras de oro. Entonces él les dijo, «Aquí yo ya cumplí mi objetivo. Cada quien que coja lo que pueda y cada quién que responda por su vida. El que quiera, que se devuelva para La Compañía.

Yo aquí ya me voy.» Entonces él agarró su pantalón, hizo un nudo en cada bota y lo llenó de oro, se lo amarró al cuello y se tiró San Juan abajo. Muchos de ellos hicieron lo mismo. Era gente que también quería irse. Así que él hizo una travesía por Buenaventura. Volvió al Chocó, montó su negocio y se instaló.

En la carrera 5ta, en el centro de Quibdó, mi abuelo y su primo Marcos Robledo construyeron una casa muy grande en madera, de dos pisos, estilo victoriano. Era una casa que abajo tenía cinco apartamentos y un espacio grande para billares y juegos. Y arriba, unas diez habitaciones para cuando venían sus hijos.

La casa se vendió hace tiempo y en este momento queda un almacén con bodega muy grande. Mi abuelo alcanzó a hacerle bases, él también aspiraba a hacerla en cemento, pero murió.

Él no perdía esa relación con el trabajo de buscar oro. El buscaba oro en cantidades y también tenía la agricultura. Mi abuelo tenía un terreno muy grande en Tutunendo. Detrás de su casa de Tutunendo queda el río y detrás del río queda hacia atrás una finca. Esa era su finca y se mantenía trabajando en ella y tenía sus negocios. Entonces él me contó la historia que yendo a buscar oro se adentraron mucho en la selva y llegó a un punto en donde ellos tenían que hacer unos pequeños tambos para dormir.

Acampaban, catiaban, que era probar el terreno para ver si tenía oro, eso lo hacían con una vara, escarbaban en el barro y miraban la punta de la vara, si el barro mostraba un color que ellos ya sabían, ahí empezaban a lavar el barro para ver si había oro, y si había oro, entonces hacían un hueco profundo y bajaban allí a sacar tierra hasta conseguir el oro.”

“Hinchao” hace una pausa en el relato para secarse, con la palma de la mano, las primeras gotas de sudor que asoman en su frente. Se le nota vehemente, quiere contar su historia, como si compartirla lo atara a una parte de su vida.

“Una vez estando mi abuelo en un tambo de esos, me contaba él, se quedó dormido y lo mordió una serpiente. Pero esa serpiente como que era altamente venenosa o la mordida no la curaba cualquiera así fácilmente. Entonces lo que hicieron fue traerlo hasta Tutunendo y los médicos botánicos de ahí no daban con la cura. Las personas que más conocen de serpientes raras son los indígenas. Como ya había una relación de mi abuelo con los indígenas y había unos indígenas en una comunidad más arriba, los mandó a llamar y ellos le dijeron que lo curaban, pero tenían que llevárselo a la comunidad.

Entonces a mi abuelo se lo llevaron y duró casi un año allá con ellos, mientras lo curaban con brebajes y emplastos de hierbas y cantaban algo que nosotros llamamos Jai. Los indios para curar a una persona, cantan Jai, es una ceremonia ritual de sanación, pero dura mucho tiempo, casi un año. Mi abuelo estaba bastante complicado.

A mi abuelo lo curaron y a raíz de eso quedó caminando cojo. La cosa fue grave pero quedó bien. Se fue a Tutunendo y desde allá les hizo un ofrecimiento a los indígenas. Como él tenía una casa grande en el centro de Quibdó, les dijo que cualquier indígena que llegara a su casa, podían darle posada. Porque los indígenas llegaban a Quibdó y se tiraban al suelo en cualquier parte, no tenían en dónde vivir.

Les dijo, «cualquier indígena que llegue a mi casa, la tiene a su disposición». Los indígenas cuando ven que una persona de ellos llega a una casa, los otros, así sean de otra comunidad, también llegan a esa casa. Cuando llegué a vivir con mi abuelo en el año setenta y cinco, que yo tenía unos diez años, llegaban indígenas de todas partes. Ya no solo eran los que lo habían curado a él, sino de otras partes.

Conocí a muchos indígenas de los Katíos, que venían de Santa María la Antigua del Darién. De allá venían y dormían allí. No tenían cuartos. Como era una casa muy grande, tenía un montón de pasadizos y corredores, y ellos se acostaban en los corredores. Ahí empecé a relacionarme también con los indígenas. Me fijé que les gustaban mucho los productos fríos, conos, helados y unas galletas que se llamaban Rondallas. Compraban cartones de eso.

Como se iban por mucho tiempo, se iban con surtido. Éramos muchos nietos, y con mi primo Erik que éramos los más pequeños, de noche salíamos y les robábamos las galletas a los indígenas. Nos dábamos trompadas con los indígenas cuando se daban cuenta que les robábamos las galletas.”

“Hinchao” estalla en una carcajada que se ahoga en carraspeos como los de un güiro y el tamborileo con los dedos en la mesa se convierte en golpes de conga. En “Hinchao”, el universo sonoro va más allá de sus instrumentos y sus composiciones, su existencia es música. Pide una espera mientras toma jugo, y retoma.

“Empezamos a tener mucha más relación con ellos y a hablar con los de mi edad. Les pedíamos que nos enseñaran a hablar la lengua de ellos y nos enseñaban palabras, pero después nos enteramos que eran todas equivocadas, porque les preguntábamos a los mayores por el significado de esas palabras y no tenían nada que ver con lo que nos habían dicho, todo era cambiado. Ellos eran muy cerrados con su lengua.

Hubo una relación muy bonita de mi abuelo con los indígenas. Desde ahí empecé a tratarlos con mucho respeto, no a mirarlos como los mira la mayoría aquí. Aquí había una fiesta que se llama “La quema del judío”, pero la Iglesia católica dijo que los judíos eran los indígenas. Los indígenas no tenían nada que ver con los judíos, pero entonces para hacer esa fiesta el domingo después de Semana Santa, porque los judíos habían matado a Jesucristo, había que quemar a un judío.

Hacían un muñeco lleno de ropas viejas y lo subían en un palo, como palo de premios y al lado también ponían ropas viejas, juguetes, entonces los indígenas tenían que treparse a esos palos a ver qué podían coger, y lo último era quemar ese muñeco, que era la quema del judío. Un acto simbólico pero muy catastrófico, porque los indígenas no tenían nada que ver con la religión, sin embargo los involucraban como judíos.

También empecé a entender sus dinámicas, a entender cosas como la Jagua y por qué se pintaban con ella, y me explicaban cosas que en ese tiempo no entendía muy bien. Empezó a darse el respeto hacia ellos, a convivir con ellos y a entender muchas más cosas.

Por ejemplo, los indígenas cuando se van, el día anterior no se despiden. Estaban ahí con nosotros y no te decían, me voy mañana, sino que a las cuatro o cinco de la mañana se van y cuando uno los va a buscar ya no están. De ahí sacaron el dicho: “Indio comido, indio ido.”. Es algún patrón de su cultura.”

Leonidas sonríe y mira el techo. Vuelve a tamborilear. La historia ha terminado y este repique es ahora la base rítmica para el final de su relato. Es una historia que muestra formas de convivencia e integración entre etnias de un territorio, un hecho común en muchas regiones de Colombia y del mundo. Es un escenario que permite el reconocimiento de la riqueza pluriétnica del país.

Desde algún lugar llega el sonido de un trueno. Una llovizna empieza a susurrar desde la ventana del patio y gotas gruesas aporrean las hojas de un papayo. El sol ya no entra por las ventanas, solo nos llega el sol de la pintura de “Hinchao” tocando el bombardino.

Nació en Mompox, Bolívar. Comunicador social y periodista (Universidad del Norte, Barranquilla). Magíster en Escrituras Creativas (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá). Periodista en Red Étnica de La Silla Vacía. Profesor universitario. Promotor de lectura y escritura creativa. Buscador de...