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Lo que una pandemia de dimensiones globales como la del coronavirus revela es la fragilidad del aparato estatal, especialmente en países en desarrollo como Colombia
“Lo que cuelga que se caiga”, reza la sabiduría popular del Pacífico colombiano. La emergencia sanitaria desatada por la pandemia del covid-19, que ha infectado a 556,134 personas y ya se cobró la vida de otras 25,237 en todo el mundo, pareciera reafirmar este fragmento de saber ancestral del pueblo afro, al dedicarse a desnudar las múltiples fragilidades de nuestra vida en común. Nuestras torpezas, excesos y contradicciones, la inconsistencia de nuestras acciones, y las pantomimas y tiempos muertos de una vida diaria que se ha reducido a lo básico: comer, dormir y temer.
Lo que una pandemia de dimensiones globales como la del coronavirus revela es la fragilidad del aparato estatal, especialmente en países en desarrollo como Colombia. Como estudiosa de la administración pública siento una inmensa curiosidad por las maneras en que las instituciones públicas funcionan (o no). Me interesa, sobre todo, tomarle el pulso a su verdadera capacidad, a su alcance real.
Hay momentos en que ni los gobiernos más sólidos pueden operar y dejan al descubierto lo que los apuros cotidianos de la burocracia ocultan tan bien. Esta lección la aprendí cuando, después de un par de días de discursos poderosos y calma relativa, el gobernador de la Florida de aquella época, el republicano Rick Scott, nos previno de evacuar Miami por nuestros propios medios si podíamos porque las fuerzas del Huracán Irma superarían por mucho la capacidad del estado para atender la emergencia. Lo mismo sucedió en Los Ángeles, cuando los incendios del diablo arrasaban los opulentos vecindarios de Malibú y Beverly Hills frente a la mirada atónita de las autoridades locales, ni qué decir de Australia.
A través de estas dolorosas experiencias de impotencia estatal pude entender la frontera de mi objeto de estudio, su falibilidad de cara a las fuerzas de la naturaleza; pero también sus alcances, que han ser los máximos posibles, sin excusa. Tal certidumbre me dejó la convicción de que los compromisos gubernamentales deben estar orientados por la transparencia y el trabajo duro, siempre pensando en la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos y ciudadanas, llevándonos a renunciar a la idea de un límite del servicio, negándonos a revelar nuestras propias costuras.
En el caso de Colombia, para nadie es un secreto que las instituciones públicas operan de maneras extremadamente precarias. Algunas, las que funcionan mejor, las más necesarias y mejor estructuradas, con frecuencia se echan a hombros el bienestar de amplios sectores de la sociedad, sobre todo en zonas rurales y municipios de menor tamaño. Por ejemplo, en las regiones con altos niveles de pobreza y pocas fuentes de empleo, son los profesores y profesoras adscritos al magisterio quienes movilizan la economía. Cuando no les pagan, el pueblo entero sufre las consecuencias.
Por estos días el sector salud desnuda todavía más sus falencias y agravios. La falta de recursos básicos como máscaras, guantes y batas protectoras, la poca cantidad de respiradores y camas de UCI por cada 100.000 habitantes1. Resaltan, sobre todo, sus precarias formas de contratación, donde sólo una minúscula parte de los profesionales sanitarios se encuentran contratados por nómina, lo que estimula el abuso de las entidades prestadoras de salud y la mercantilización de la profesión y atención a los pacientes.
A los empleados públicos que en estos tiempos de cuarentena se esfuerzan por poner a operar con relativa eficiencia nuestra frágil estructura pública institucional tampoco les va mucho mejor. Sé de buena fuente que a marzo de 2020 muchos ni siquiera tienen contratos vigentes. Trabajando en la ilegalidad se exponen a los peores peligros en esta época de incertidumbre y contagio.
El coronavirus nos restriega en la cara lo que ya sabíamos, que a falta de aparato estatal siempre nos ha quedado la solidaridad como recurso, esa que bordea el nepotismo y las preferencias pero que rescata a los más desposeídos de una tragedia cierta: la vecina que agiliza la asignación de la cita en la EPS, el amigo que ayuda a tramitar tal o cual subsidio o beneficio, la tienda que nos fía el mercado, la familia que sobrevive juntando varios rebusques bajo un solo techo. De esas solidaridades viven nuestras comunidades más remotas, especialmente afros del Pacífico y Caribe. El problema es que esta vez no será suficiente.