En el marco de un proyecto de investigación sobre la historia institucional de la Universidad del Rosario, estudiada desde el punto de vista étnico-racial, nos hemos enfrentado a la violencia racista de los intelectuales criollos de finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, muchos de los cuales fueron próceres de la nación.

En efecto, una faceta de nuestro proyecto de investigación pretendía analizar lo que podríamos llamar las “complicidades intelectuales” que se han ejercido desde las universidades y los colegios mayores con un orden racial violento.

Este orden se basaba, por un lado, en la esclavización de las personas de origen o ascendencia africana y, por el otro, en el despojo y la destrucción de las sociedades indígenas.

Concebimos, generalmente, a las universidades como centros de pensamiento que han contribuido a la difusión de ideales de libertad y emancipación. Esta imagen es, en gran parte, cierta, pero también puede ser muy engañosa.

El hecho de dedicarse a la producción y difusión del conocimiento no ha impedido que las instituciones educativas participaran en un modelo de sociedad basado en múltiples exclusiones, especialmente en términos de raza, género y clase.

En este caso particular, un análisis de los escritos, pero también de las vidas personales, de algunos pensadores criollos ilustrados evidencia que su “liderazgo intelectual” ha sido ejercido mucho más para justificar la continuidad de la opresión racial que para luchar contra ella.

Sin entrar en todos los detalles del caso, quisiera sugerir tres pasos para un posible camino de memoria frente a estos pasados dolorosos. El primero se relaciona con la necesidad de conocer y reconocer la violencia racista de los próceres.

El segundo paso corresponde a un esfuerzo por comprender y contextualizar esta misma violencia. Y el último paso se relaciona con la necesidad de condenar, pero también de sanar estas violencias.

1- Conocer y reconocer

El primer paso del camino memorial implica reconocer el “odio racial” que permeaba el discurso de los intelectuales ilustrados. Es una realidad muy dolorosa, pero las evidencias son indiscutibles: el pensamiento racista, que durante décadas ha legitimado la perpetuación de un sistema violento, incluyendo la esclavización, no ha sido construido desde afuera de las universidades sino en su seno.

Algunas personas argumentarán que la categoría de “odio racial” es contemporánea y que no tiene sentido aplicarla en el contexto de la ilustración. Creo que, a la luz de los textos que presentaré a continuación, podemos concordar en que, si la palabra no existía, la cosa en sí misma sí era una realidad. Quisiera presentar a continuación el caso de cuatro de los grandes “criollos ilustrados”. 

Caldas

Iniciemos con uno de los intelectuales más celebrado de la historia de la Ilustración: Francisco José de Caldas (1768-1816). Sus escritos – en particular los “sobre el influjo del clima” – son generalmente presentados como textos “un poco arcaicos”, pero, en el fondo, “inofensivos”, y que jugaron, en su momento, un papel fundamental para la consolidación del pensamiento científico en la región.

Si bien algunos autores han analizado sus producciones intelectuales de manera crítica, el “sabio” Caldas sigue siendo un símbolo de la ciencia, el progreso y la libertad para el país. Lo presentamos, comúnmente, como “un destacado científico, naturalista y geógrafo del siglo XIX, conocido por su participación en la expedición botánica”.

Sin embargo, no hay que buscar mucho para encontrar, en las páginas del Semanario del Nuevo Reyno de Granada, un discurso racista de una violencia extrema. Desde el punto de vista formal, sus textos evidencian la voluntad de establecer un registro “científico”: el uso de un lenguaje erudito, pero también de instrumentos y mediciones.

Desde el punto de vista del fondo, sus escritos no transmiten nada más que un desprecio racial brutal. Influenciado por las ideas de pensadores europeos, Caldas establecía, por ejemplo, relaciones entre las características físicas de las “razas humanas” (como el “ángulo facial” o la “forma del cráneo”) y sus cualidades morales e intelectuales.

La inteligencia, la profundidad, las miras vastas y las ciencias, como la estupidez y la barbarie; el amor, la humanidad, la paz, las virtudes, todas, como el odio, la venganza y todos los vicios, tienen relaciones constantes con el cráneo y con el rostro. Una bóveda espaciosa, un cerebro dilatado bajo de ella, una frente elevada y prominente, y un ángulo facial que se acerque a los 90º, anuncian grandes talentos, el calor de Homero y la profundidad de Newton. Por el contrario, una frente angosta y comprimida hacia atrás, un cerebro pequeño, un cráneo estrecho, y un ángulo facial agudo son los indicios más seguros de la pequeñez de las ideas y de la limitación. El ángulo facial, el ángulo de Camper, tan célebre entre los naturalistas, reúne casi todas las cualidades morales e intelectuales del individuo […]. Cuando este ángulo crece, crecen todos los órganos destinados a poner en ejercicio la inteligencia y la razón; cuando disminuye, disminuyen también estas facultades. El europeo tiene 85º y el africano 70º. ¡Qué diferencia entre estas dos razas del género humano! Las artes, las ciencias, la humanidad, el imperio de la tierra es el patrimonio de la primera; la estolidez, la barbarie y la ignorancia son los dotes de la segunda”.

Su visión de los grupos poblacionales presentes en la Nueva Granada puede resumirse de manera muy sencilla: en su concepto, la inteligencia, las artes y las ciencias eran patrimonio de la raza europea y sus descendientes en América; mientras que la estupidez, la barbarie y la ignorancia eran características de las razas africanas y americanas.

Todos los habitantes (cerca de tres millones, incluso los bárbaros) de esta bella porción de la América, se pueden dividir en salvajes y en hombres civilizados. Los primeros son aquellas tribus errantes, sin más artes que la caza y la pesca, sin otras leyes que sus usos, que mantienen su independencia con barbarie, y en quienes no se hallan otras virtudes que carecer de algunos vicios de los pueblos civilizados. Tales son las hordas del Darién, Chocó, Mainas, Sucumbios, Orinoco, Andaquíes, y Guajira. Los segundos son los que unidos en sociedad viven bajo las leyes suaves y humanas del Monarca español. Entre estos se distinguen tres razas de origen diferente: el Indio indígena del país, el Europeo, su conquistador, y el Africano introducido después del descubrimiento del Nuevo Mundo. Entiendo por Europeos no solo los que han nacido en esa parte de la tierra, sino también sus hijos, que, conservando la pureza de su origen, jamás se han mezclado con las demás castas. A estos se conoce en la América con el nombre de Criollos, y constituyen la nobleza del nuevo continente cuando sus padres la han tenido en su país natal. De la mezcla del indio, del europeo y del negro, cruzados de todos modos y proporciones diferentes, proviene el mestizo, el cuarterón, el mulato, etc., y forman el pueblo bajo de esta colonia

Para Caldas, los criollos ilustrados – grupo al cual pertenecía y conformado por los representantes de la “raza blanca europea” en América – no eran solamente racialmente diferentes, sino claramente superiores al resto de la población de la Nueva Granada.

Por esta razón, eran los elegidos para convertirse en las autoridades naturales, tanto científicas como políticas, del país. Esto significa que, en el proyecto nacional criollo, la búsqueda de la independencia no implicaba ruptura alguna con el esquema racializado y jerarquizado del orden de la Colonia.

Tadeo Lozano

Jorge Tadeo Lozano (1781-1816) es un segundo pensador cuyos escritos se caracterizan por formas extremas y evidentes de racismo. El Semanario del Nuevo Reyno de Granada, publicó uno de sus textos – titulado Fauna Cundinamarquesa – que reunía los peores estereotipos que, durante siglos, han servido para justificar la discriminación contra las personas indígenas y afrodescendientes.

Distinguiendo las tres “razas” que componían la población de la Nueva Granada, el texto ilustraba, en toda su fealdad, la violencia racista de los intelectuales criollos. Tadeo Lozano enfatizaba, por ejemplo, la “torpeza en la facultad intelectual” de los “negros”, que, a su parecer, eran “tercos para sostener sus caprichos, soberbios para no reconocer su inferioridad y estado miserable, y tontos para resistir a cualquier instrucción”.

Él denunciaba, del mismo modo, la “ignorancia crasa”, la “estupidez” y la “insensibilidad” de los “indios”, que “no cuidaban de su persona” y tenían un vestido y alojamiento “no solo pobres, sino también desaseado”.

En oposición, él exaltaba a los “Españoles Americanos” (¡es decir, su propio grupo de pertenencia!) que, a su parecer, habían alcanzado “cierto grado de perfección tanto en lo material de los órganos, como en las facultades intelectuales”.

Finalmente, Tadeo Lozano mencionaba una “cuarta raza”, que provenía de la “mixtura entre sí” de las tres razas antes mencionada. De nuevo, sus apreciaciones no eran más que una lista interminable de estereotipos violentos: las “cualidades de traidores” de los “mulatos”; la “flojera” de los “mestizos”; la apariencia “horriblemente desfigurada” de los “sambos”; etc.

Como en el caso de Caldas, no he querido reproducir aquí todo el veneno racista de Tadeo Lozano, pero los lectores interesados podrán encontrar la integralidad del texto en un homenaje institucional realizado en el año 2004 para celebrar los 50 años de la Universidad Tadeo Lozano.

El hecho de haber reimpreso el texto tal cual – sin contextualización, ni reflexión alguna sobre su violencia – es particularmente revelador de la naturalización del racismo que sigue existiendo en algunos sectores de la población hasta nuestro presente.

Este texto de Tadeo Lozano es tan caricatural que podría producir rizas. Sin embargo, es imposible reírse cuando uno piensa en los daños reales que estas ideas han producido – y que siguen produciendo.

Es importante recordar que los criollos ilustrados constituían un grupo de personas poderosas, quienes, desde su posición de autoridad, definieron en gran parte la manera que ha tenido la nación de definirse a sí misma.

¿Cuántas personas afrodescendientes e indígenas han tenido que sufrir humillaciones por culpa de estas ideas repetidas una y otra vez y que, hasta el día de hoy, no han sido erradicadas?; ¿No son acaso las mismas manifestaciones toscas de odio racial que se siguen repitiendo en las redes sociales?

Nariño

Un tercer intelectual ilustrado que se ha caracterizado por la violencia racista de algunos de sus escritos es Antonio Nariño (1765-1823). Nariño es generalmente recordado por su traducción de la Declaración los Derechos Humanos.

Quisiera aquí mencionar un texto menos conocido, de 1797, escrito desde la cárcel y presentado por Nariño al virrey don Pedro Mendinueta como un “nuevo plan de administración en el nuevo Reino de Granada”.

En este texto, Nariño invitaba el rey Carlos IV a comprar a 2000 personas esclavizadas (“Los fondos deberían emplearse en la compra de negros”, escribía), con el fin de darlas “en arrendamiento a los particulares”. Cada persona esclavizada costaba 300 pesos y se podría arrendar en 21 pesos anuales, estimaba Nariño.

Se debía añadir 7 pesos anuales “para el mantenimiento” y 3 pesos “para el vestuario”: de este modo, cada persona costaría anualmente 31 pesos al “arrendatario”. Él anticipaba, como gasto adicional, que la tercera parte de las personas esclavizadas podrían resultar “inútiles”, lo cual le conducía a evaluar el costo anual de una persona esclavizada en 46,4 pesos.

Ahora bien, como el salario de los “hombres libres” se ubicaba en 73,2 pesos, Nariño concluía que los arrendatarios de personas esclavizadas podrían realizar un ahorro de 26,6 pesos.

Además de los ingresos generados, Nariño indicaba que su propuesta tenía varias “notorias ventajas”, como el “incremento de la agricultura y de las minas”, pero también la posibilidad, para el Estado, de “criar una milicia sin costo, que en caso urgente puede ser de mucha utilidad, empleándola, cuando no todos en las armas, a lo menos en el transporte de municiones y bagajes y en el trabajo de fortificaciones, etc.”.

Esta manera de presentar la esclavización como una apuesta estratégica es reveladora, por un lado, del desprecio absoluto que sentía el precursor por las vidas de las personas afrodescendientes (no tenían valor para él, más allá de los beneficios que podían brindar para la clase dirigente del país); y, por el otro, de su convicción de que la esclavización – como institución – no iba a desaparecer (su plan mencionaba las posibles ganancias en un plazo de treinta años).

Este texto ilustra perfectamente la fría lógica contable de los esclavistas, reduciendo las personas al estatuto de “mercancías” que se podían vender o alquiler como cualquier otra.

Como para el texto de Tadeo Lozano, la cuestión de las reimpresiones es también interesante. En este caso, sin embargo, la situación fue un poco diferente: en 2010, una revista de la Universidad Externado – la Revista de Economía Institucional – decidió volver a publicar el texto, como un homenaje al “primer traductor en la América española de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”.

De manera muy sorprendente, sin embargo, los editores – que presentaban el texto como una buena ilustración del “pensamiento económico de los ilustrados de su época en lo que hoy es territorio colombiano” – decidieron borrar – sin mencionarlo explícitamente – los tres parágrafos dedicados a la cuestión de la esclavización.

A diferencia de los editores de la revista de la Tadeo Lozano, los del Externado parecen haber sido incomodados por la violencia racista que permeaba el texto de Nariño. Sin embargo, no estaban dispuestos a confrontarla.

Esta decisión de una “revista científica” de borrar unos parágrafos incómodos constituye una ilustración perfecta de la reticencia que tienen muchos sectores contemporáneos de reconocer la violencia “racista” del pasado.

Pedro Fermín

El último “criollo ilustrado” que quisiera mencionar en este texto es Pedro Fermín de Vargas (1762-1811), que algunos han bautizado el “precursor olvidado” y que ha sido homenajeado como uno de los primeros economistas de la Nueva Granada.

Como en los casos anteriores, su discurso era lleno de odio y marcado por deseos genocidas apenas disimulados. A continuación, va una cita que ilustra como la voluntad de “eliminación de lo nativo” – propia del colonialismo de asentamiento – fue central en el proyecto de nación de los ilustrados.

Para aumentar nuestra agricultura, sería igualmente necesario españolizar a nuestros indios. La indolencia general de ellos, su estupidez y la insensibilidad que manifiestan hacia todo aquello que mueve y alienta a los demás hombres hacen pensar que vienen de una raza degenerada que empeora en razón de la distancia de su origen. Sabemos por experiencias repetidas que, entre los animales, las razas se mejoran cruzándolas, y aún podemos decir que esta observación se ha hecho igualmente entre las gentes de que hablamos, pues las castas medias que salen de indios y blancos son pasaderas. En consecuencia, de estas observaciones y de la facilidad que adquiriría nuestra legislación patria, sería muy de desear que se extinguiesen los indios, confundiéndolos con los blancos, declarándoles libres de tributo… y dándoles tierras en propiedad”.

Como lo evidencia la violencia extrema de este último parágrafo, el modelo de civilización y progreso que defendían los criollos ilustrados se acompañaba de una voluntad de destrucción de las sociedades indígenas.

En su ideal de civilización y de adelanto económico, no cabían las vidas afrodescendientes e indígenas. Su sentimiento de superioridad era tal que consideraba que los criollos eran los únicos dignos de vivir bajo los ideales de libertad e igualdad.

2- Comprender y contextualizar

El segundo paso propuesto, en el recorrido memorial, se relaciona con la necesidad de comprender y contextualizar las prácticas y los discursos racistas de los intelectuales criollos.

Por un lado, comprender implica adentrarse, en la medida que las fuentes lo permitan, en el universo material y mental de las personas estudiadas. Por otro lado, contextualizar implica ir más allá de una lectura individualizada de las prácticas e ideas para conectarlas con instituciones y estructuras.

Si estas dos palabras – la comprensión y la contextualización – hacen referencia a objetivos clásicos de las ciencias sociales, su implementación puede ser compleja en el caso de la esclavización. Uno de los principales retos se relaciona con el hecho de que ambas ideas pueden ser interpretadas como intentos de encontrar “justificaciones” o “excusas” a la violencia pasada.

Así, la perspectiva “comprensiva” puede generar malestar al aplicarse a personas cuyas prácticas se caracterizaban por la crueldad y la violencia. Es importante aclarar, sin embargo, que “comprender” no significa “excusar”.

Para las ciencias sociales cualitativas, es esencial tomar en serio las perspectivas de las personas sobre sus propias vidas, independientemente de nuestras opiniones sobre ellas. Aunque comprender requiere cierta empatía al tratar de entender las motivaciones, pensamientos, sentimientos y acciones de los individuos estudiados (de “ponerse en su lugar”), esta empatía no implica abandonar una mirada crítica.

De hecho, podríamos decir, al contrario, que la comprensión constituye un paso esencial para construir un enfoque crítico sólido, más allá de visiones superficiales o caricaturizadas.

Lo mismo ocurre con la ambición de contextualización. Mostrar que los discursos racistas respondían a lógicas colectivas más que a impulsos individuales puede ser interpretado como una manera de eximir de responsabilidad a las personas.

Al ubicar los textos de los intelectuales criollos en su contexto histórico y cultural, dejamos en claro que no eran conciencias autónomas y puras, sino individuos moldeados por las normas de su clase y su época.

Algunos pueden ver esto como una excusa, considerando que Caldas, Nariño, Tadeo Lozano y Pedro Fermín fueron moldeados por un sistema violento que trascendía sus voluntades individuales.

Aunque es acertado pensar que los racistas también son víctimas del racismo, la contextualización no debe impedir una mirada crítica al pasado. Comprender la violencia en su contexto no significa minimizar su impacto.

De hecho, los discursos racistas de los ilustrados pueden resultar aún más despreciables al comprender que no eran una ruptura con las normas de su clase, sino el reflejo de una estructura racial jerarquizada que sistemáticamente menospreciaba las vidas afrodescendientes e indígenas.

Me parece que hay una falacia lógica recurrente en estas discusiones, que sugiere que ciertas creencias y actitudes podrían haber sido menos perjudiciales o podrían ser ignoradas en la actualidad debido a su prevalencia o normalización en una época determinada (como cuando se dice que “todos eran esclavistas/racistas en esta época”).

Es importante saber si una práctica ha sido realizada en conformidad o en ruptura con las normas dominantes de una época para poder interpretar su sentido y para comprender el contexto en el que se llevó a cabo.

Sin embargo, el hecho que una práctica haya sido normalizada (o, incluso, que haya sido legal) no la hace menos violenta. Es indispensable separar, en este sentido, dos asuntos distintos: la cuestión de la normalización de una práctica en un contexto determinado y la cuestión de la violencia inherente a sus efectos.

En este sentido, al interpretar la historia, no debemos presuponer que el sufrimiento causado por una práctica violenta era menor solo porque esa práctica estaba normalizada o era legal en ese momento.

Si bien el trabajo de contextualización es fundamental para evitar interpretaciones anacrónicas, no debe convertirse en una herramienta para justificar retrospectivamente las violencias racistas del pasado. Las violencias infligidas a las personas racializadas no pueden ser minimizadas o justificadas en nombre de las normas sociales o legales que respaldaban el pensamiento racista en el pasado.

Para comprender y contextualizar los discursos racistas, es también necesario analizar la coherencia de estas ideas con las prácticas y el estilo de vida que normalizaban la violencia racial. Así, las prominentes figuras del pensamiento ilustrado criollo, muchos de los cuales lucharon por la independencia de Colombia, no solo eran “ideólogos” de la opresión racial, sino también propietarios de personas esclavizadas y beneficiarios directos de la economía esclavista.

Se puede utilizar la categoría de “honorables esclavistas”, propuesta por la artista Liliana Angulo, para referirse a estos personajes que la historia ha presentado como humanistas e ilustres pensadores a pesar de su participación en la esclavitud.

Un enfoque “social” de estas personas implica entenderlas como miembros de un grupo social específico, donde la esclavización y la opresión racial eran facetas trágicamente comunes de la vida cotidiana. La mayoría de ellos nacieron, vivieron y murieron en un mundo donde diversas personas esclavizadas estaban a su servicio.

Por ejemplo, Caldas provenía de una familia payanesa con fuertes vínculos con la economía esclavista. Su tatarabuelo materno, Sebastián Torrijano y Marín, y su tío abuelo, José Diego Tenorio y Torijano, fueron importantes comerciantes de esclavos en Popayán en el siglo XVIII.

Caldas mantuvo este vínculo íntimo con la esclavización hasta su muerte, como se revela en su testamento. El 29 de octubre de 1816, antes de ser fusilado, él incluye, dentro de la lista de sus bienes, una mujer esclavizada que él “había recibido como dote de su esposa, doña María Manuela Baraona”.

El caso de Antonio Nariño es muy similar. De hecho, dos de los documentos más impactantes del archivo de la Universidad del Rosario tienen que ver con una niña de 8 años llamada María Josefa que fue comprada y, luego, vendida por Antonio Nariño.

La sección “noticias sueltas” del periódico Correo Curioso, fundado en 1801 por Jorge Tadeo Lozano, era uno de los medios a través de los cuales se llevaba a cabo el comercio de personas esclavizadas en Santa Fe. Estos anuncios se caracterizan por la crudeza de su lenguaje. 

“Se halla un esclavo mozo de buen servicio”; “quien quisiere comprar una negrita de edad de diez a doce años”; “vende una negrita de doce años de edad, y de buenas cualidades”; “quien quisiere comprar un mulato de veinte años de edad que sabe cocinar regularmente”; “quien tuviere noticias de un mulato que se huyó”; “quien quiere comprar una mulata de doce a catorce años ocurrirá a ajustar su precio”; “quien quiere comprar un mulato a propósito para el servicio del campo”, etc.

Estos anuncios evidencian que las élites locales no estaban desconectadas del comercio transatlántico de esclavos y que la esclavización era naturalizada como parte de la vida en la ciudad. Aunque no existía una “plaza de mercado negrero”, se realizaban numerosas transacciones privadas entre compradores y vendedores, registradas en escrituras públicas ante escribanos y testigos.

Para cerrar, es importante mencionar muchos de los criollos ilustrados tenían “lazos financieros” con la economía esclavista. Así, podían concebir la esclavización como un fenómeno distante (que se realizaba principalmente en las minas y las haciendas) y, sin embargo, beneficiarse del trabajo de las personas esclavizadas. Todos estos elementos de contexto nos ayudan a entender que la violencia racista no constituía un asunto periférico en el mundo de los intelectuales criollos.

3- Condenar y sanar

El último paso propuesto en este proceso memorial está relacionado con la necesidad de condenar y sanar las heridas abiertas por la violencia racista. A menudo, intelectuales como Caldas, Tadeo Lozano, Nariño o Pedro Fermín son celebrados en la historia colombiana sin mencionar el odio racial presente en sus escritos, a pesar del daño indiscutible que causaron a la sociedad colombiana.

Es cierto que resultaría absurdo afirmar que aquellos que celebran a estos personajes ilustres también celebran sus ideas y prácticas racistas. Sencillamente, las ponen a un lado (con la esperanza de que terminarán cayendo en el olvido si no hablemos de ellas) o minimizan su importancia (insistiendo en que son ideas “obsoletas”, que ya no tienen relevancia a pesar de haber sido comunes en la época).

Puede haber razones comprensibles para justificar estas formas de ocultamiento: ¿por qué centrarse en aspectos desagradables del pasado cuando podemos enfatizar lo que nos enorgullece? ¿Por qué recordar ideas que ya han sido desacreditadas en los mundos académicos? ¿Por qué volver a enunciar ideas dañinas que pueden volver a herir sus víctimas?

Si bien el sentido común nos deja pensar que es apenas lógico de querer conservar lo bueno y dejar lo malo atrás, considero que estos “olvidos selectivos” son en realidad muy peligrosos.

En primer lugar, considero que la lucha contemporánea contra las discriminaciones exige que tomemos en serio la violencia y el daño causado por las ideas del pasado, que aún persisten en la sociedad.

El argumento es sencillo: para poder reconocer y enfrentar el racismo en el presente, es fundamental identificar su genealogía en el pasado. Hay aquí un asunto de coherencia: no podemos condenar las prácticas e ideas racistas y la discriminación que siguen existiendo en nuestro mundo contemporáneo, y, a la vez, ignorar (o minimizar la importancia) de los escritos que, en el pasado, sirvieron de base ideológica para su desarrollo.

Aquellos que argumentan que las ideas racistas de los pensadores de la Ilustración pueden o deben ser olvidadas, inevitablemente minimizan su importancia. Esta actitud constituye, en mi opinión, un grave error.

Al presentar estos textos simplemente como “creencias obsoletas” o “ideas desactualizadas” y sin fundamentos científicos, olvidamos que en el momento en que fueron formulados, no era así. Sus autores eran las mayores “autoridades intelectuales” de una época crucial para la construcción de la nueva nación.

De esta manera, sus escritos establecieron directrices esenciales que todavía influyen en cómo la nación se percibe a sí misma. Lejos de desaparecer cuando dejaron de considerarse “verdades científicas”, estas ideas continuaron afectando de manera duradera a la sociedad colombiana.

Para concluir este punto, me parece importante profundizar sobre la conexión entre presente y pasado. Como mencioné anteriormente, sería absurdo afirmar que aquellos que siguen homenajeando a Caldas, Nariño, Tadeo Lozano, Pedro Fermín, etc., comparten sus ideas racistas.

Sin embargo, al guardar silencio sobre el racismo, terminan siendo cómplices de él. Si tenemos conocimiento de los horrores que estos intelectuales criollos plasmaron en sus escritos racistas, pero no los condenamos explícitamente, damos a entender que estos textos son simplemente “detalles” sin incidencia en la grandeza de su obra en su conjunto.

En tercer lugar, y relacionado con el punto anterior, considero que llevar a la discusión pública la violencia racista presente en los escritos de los intelectuales criollos puede tener un impacto positivo en la sanación de las heridas que la violencia racista ha causado a lo largo de los años.

Si nos limitamos a reconocer y a contextualizar estos escritos sin condenarlos, sugerimos que solo son una cuestión de “curiosidad intelectual” o una página más en la historia eurocéntrica de las ciencias.

En cambio, si reconocemos explícitamente que estos textos atentaron contra el sentido de valor y dignidad de sectores importantes de la sociedad colombiana, podremos abrir la puerta a un proceso de sanación y reconciliación.

Para lograr esto, las instituciones académicas deben entablar un diálogo con las comunidades afectadas por estos discursos discriminatorios, muchos de los cuales aún tienen efectos en la actualidad.

Es hora de comprender que, para intentar sanar los enormes daños causados por el racismo de los intelectuales, no es suficiente “no ser racistas” en el sentido explícito de los criollos ilustrados, sino que debemos ser explícitamente “antirracistas”.

Esto significa tomar en serio, en lugar de silenciar, las experiencias y perspectivas de aquellos que han sido afectados por la continuidad de los estereotipos y prejuicios raciales. También implica romper con las concepciones “puramente especulativas” de las ciencias sociales.

En un contexto en el que muchos cuestionan su utilidad, las humanidades tienen la oportunidad de demostrar que pueden contribuir, de manera respetuosa, abierta y constructiva, a la construcción de una sociedad más inclusiva y justa.

Conclusión

A lo largo de este texto, he propuesto tres pasos para abordar la violencia racista del pasado. El primer paso, “conocer/reconocer”, implica admitir la realidad histórica de la violencia racista y sus consecuencias, rompiendo con la ignorancia y la negación prevalecientes.

El segundo paso, “comprender/contextualizar”, implica ubicar la violencia racista en sus diversos contextos históricos, sociales y culturales, relacionando las experiencias individuales con estructuras y sistemas de poder que perpetuaron la discriminación y la opresión.

El último paso, “condenar/sanar”, se centra en la necesidad de adoptar una postura firme contra el racismo y emprender esfuerzos para sanar las heridas causadas por la violencia racista, a nivel individual y colectivo.

Un caso ejemplar en cuanto a políticas memoriales es el de Alemania, que ha sido abordado en el libro Learning from the Germans: Race and the Memory of Evil, escrito por Susan Neiman. En este libro, Neiman explora cómo Alemania ha enfrentado su pasado nazi.

Una característica central de las políticas de memoria en Alemania ha sido la decisión de no minimizar o matizar las atrocidades cometidas durante el Holocausto. Podríamos decir que Alemania ha logrado desarrollar una cultura de rememoración crítica, asumiendo plenamente su responsabilidad de manera colectiva.

La experiencia alemana ofrece lecciones valiosas para otros países que también deben enfrentar historias violentas o traumáticas, pero que no se han atrevido a reconocerlas abiertamente. El caso del pasado esclavista, tanto en Colombia como en todo el mundo, es particularmente revelador.

Aunque la trata de esclavos ha sido reconocida internacionalmente como un crimen contra la humanidad, son pocas las instituciones dispuestas a reconocer plenamente los errores del pasado y asumir la responsabilidad colectiva de sanar las heridas.

Estas fallas institucionales se reflejan en las actitudes individuales. Al hablar del pasado esclavista del país, muchos colombianos tienden a formular argumentos que, de una forma u otra, terminan matizando la violencia. Se trata, muy a menudo, de poner un “pero”.

“Pero aquí no hubo tantos esclavizados como en Estados Unidos”; “pero aquí no era una ‘sociedad esclavista’ sino una ‘sociedad con esclavos’”; “pero esto pasó hace mucho tiempo”; “pero esto no tiene que ver con nosotros en el presente”; “pero los africanos también eran esclavistas”; “pero la trata también tuvo efectos positivos”; “pero, en esta época, todo el mundo pensaba así”; “pero no hay que juzgar el pasado con las categorías del presente”; “pero hay que mirar todo lo bueno que hicieron”; “pero, en esta época, las categorías raciales eran más flexibles”, “pero, en Colombia el racismo era diferente”, “pero no son los únicos que han sufrido”; “pero aquí todos somos mezclados”, etc.

Todas estas frases – que se repiten una y otra vez – no son necesariamente falsas, pero constituyen formas de evitar una condena incondicional de las atrocidades del pasado.

Según Susan Neiman, una de las fortalezas del modelo de memoria alemán ha sido de rechazar todos los “peros” que se podrían utilizar para matizar el horror del pasado nazi. Contrariamente a lo que algunos podrían haber pensado, el hecho de no solo condenar radicalmente la violencia, sino también de hacerla visible y confrontarla directamente, no ha afectado negativamente al país.

Todo lo contrario: esta política memorial ha permitido que Alemania se establezca como un referente moral y político. Tengo la convicción de que su ejemplo no solo beneficiará a las comunidades afectadas por las discriminaciones, sino también a las instituciones dispuestas a asumir la responsabilidad colectiva de sus historias violentas o traumáticas. Es particularmente importante en el caso de las universidades: su razón de ser es la producción del conocimiento y su obligación la de seguir buscando la verdad.

Es profesor de antropología en la Universidad del Rosario. Se doctoró en ciencias sociales en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de Paris Sus áreas de intéres se inscriben en el marco de una antropología histórica del colonialismo y las relaciones raciales.