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Colombia debe firmar un pacto por la juventud racializada, empobrecida y periférica para que se le garanticen sus derechos fundamentales que históricamente han sido expropiados.

“No se rinde el que nació donde por todo hay que luchar”

Chocquibtown

 

“Los jóvenes de Quibdó vivimos con las balas en la cabeza”. Esta es la más clara manifestación de lo que significa ser un(a) joven negro(a) en Colombia, donde la muerte social y física te respira cotidianamente. Es una  muerte, llamada racismo, que te ahoga en una mar de violencias y que atenta contra nuestro ser. Aniquila el espíritu y lo que representamos. Hoy, la infancia y juventud siguen sin respirar paz en nuestros territorios, que están enmarcados en una serie de injusticias sociales y de violencias que propician su exterminio progresivo. La población joven de Quibdó, Timbiquí, Distrito de Aguablanca de Cali y otros territorios racializados, siguen buscando la manera de mantenerse vivos(as) en este ambiente orquestado por grupos armados ilegales y estatales que contaminan de balas y sangre los cuerpos, dejando a su paso un sinfín de desesperanzas, dolores y sufrimientos, pero también de resistencias. 

1Foto. Jóvenes Creadores del Chocó.

En el marco del Paro Nacional, uno de los estallidos sociales, económicos y políticos más emblemáticos de este siglo XXI en nuestro país, la juventud (que hoy levanta su voz y está resistiendo) sigue experimentando la guerra y diferentes manifestaciones de este racismo histórico-estructural que no nos garantiza derechos fundamentales; ni siquiera nuestro derecho a la existencia. En este contexto de brutal represión de la protesta pacífica, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) y la ONG Temblores informan que entre el 28 de abril y el 7 de mayo ocurrieron 47 asesinatos (de los cuales 10 se encuentran en proceso de verificación), 39 de los cuales habríán sido cometidos por la Fuerza Pública; también se presentaron 12 casos de violencia sexual, 548 desaparecidos(as), 963 detenciones arbitrarias, 28 lesiones oculares y demás hechos violentos contra la sociedad civil (particularmente, contra la población juvenil y periférica). 

Este Paro Nacional convocó a una multiplicidad de sectores que protestan contra la injusticia social y las agresivas reformas fiscales, de salud, laborales y pensionales propuestas por el gobierno de Iván Duque. Aunque la gran mayoría de las protestas han sido pacíficas, los hechos de saqueo y violencia que se han presentado de forma aislada se han convertido en una excusa para usar excesivamente la fuerza en contra de los y las manifestantes, sobre todo de aquellos(as) que se concentran en las Primeras Líneas. El Estado ha respondido al clamor del pueblo con la militarización de las principales capitales del país, profundizando aún más este escenario de guerra y de deshumanización de la población racializada, empobrecida, y de una “generación que no tiene nada que perder”; una población que, además, es víctima de una narrativa nacional que se expresa en categorías tales como “esos negros”, “esos indios”, “terroristas”, “vándalos”, que conlleva a su criminalización y a que sean vistos(as) como un enemigo(a) que se debe eliminar.

Esta represión que sistemáticamente se ha experimentado en Colombia, ha tenido un impacto sinigual en la juventud racializada y periférica. Solo en la ciudad de Cali se registraron 35 asesinatos; la segunda ciudad en América Latina con mayor cantidad de población negra o afrodescendiente, después de Salvador de Bahía en Brasil. El 70 por ciento de la población afrodescendiente de Cali se concentra en el oriente de la ciudad, especialmente en el Distrito de Aguablanca. Muchos de los casos que se han presentado de represión estatal se han desarrollado en los barrios periféricos, lugares donde convergen una serie de injusticias sociales, espaciales y raciales del resto de la ciudad.

El Paro Nacional despertó en las y los ciudadanos el sentimiento de vacío de democracia y de condiciones de vidas dignas; alertó la amenaza a los derechos y bienestar de muchas familias; movió solidaridades. Sin embargo, no será suficiente. El país debe movilizarse para detener la masacre de jóvenes, niños y niñas (que desde que nacen deben hallar la manera de existir y sobrevivir), para que las banderas en las cuales se cubrieron de sentido ciudadano no sigan creciendo su color rojo con la sangre de las y los renacientes del pueblo afrodescendiente que no alcanza ni a protestar ni a disfrutar de las ganancias que tal vez deje este Paro para el resto de la sociedad.

Pero ¿qué significa Quibdó, Timbiquí, Distrito de Aguablanca, Siloé y otros territorios racializados para Colombia? ¿Cuál es el significado de la juventud racializada y empobrecida en este país? ¿Por qué el exterminio o aniquilamiento sistemático de estos cuerpos? ¿Qué representa esto para el Estado y la sociedad? ¿Acaso nuestro país obedece a una lógica antijuventud negra o periférica?

En este país encontramos que hay una distribución calculada de la muerte en determinadas geografías delineadas por una condición étnica-racial, de género y clase social: como es el caso de la masacre cometida el año pasado en el Oriente de la ciudad de Cali, en el barrio Llano Verde, donde fueron asesinados 5 menores de edad, todos ellos afrodescendientes. En menos de 120 días, han asesinado a más de 50 adolescentes y jóvenes de Quibdó. A esto se suman los llantos de niños y niñas de Puerto Saija (Timbiquí), que el pasado 24 de abril presenciaron el fuego cruzado entre bandas estatales y no estatales por más de cinco horas. Se suma, también, un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos que se quedan en la impunidad y en el silencio colectivo, como fue el caso del ataque por parte de civiles ubicados en uno de los sectores más ricos de Cali contra nuestra Minga Indígena, hiriendo a 8 personas. Sobre nuestros cuerpos negros e indígenas se han institucionalizado unas formas de violencia que se transforman en modelos estructurales de poder, de control y agresiones constantes. El racismo ha sido un elemento estructural en su letalidad.

2Foto. Jóvenes Creadores del Chocó.

En Colombia, la violencia estatal involucra no solo a la fuerza policial contra los jóvenes racializados y periféricos. También se refiere a las políticas que reproducen la pobreza, el desempleo y otras vulnerabilidades que posibilitan la muerte prematura de estas poblaciones. A pesar de este panorama de persistencia de la guerra, son muchas las organizaciones que, desde la base juvenil, deciden hacer una apuesta para generar espacios locales que fortalezcan la construcción de paz como una manera de hacerles el quite a las dinámicas de violencia persistente que afloran en los territorios.  Encontramos, por ejemplo, a Jóvenes Creadores del Chocó que, desde el 23 de abril, se declararon en resistencia artística y cultural de manera permanente para exigir el respeto por la vida de la niñez y la juventud, que lleva décadas sufriendo de violencia estructural y sistemática.

Se debe hacer un llamado al Gobierno para que pare esta crisis humanitaria y cesen las crecientes violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario que aún persisten en diferentes territorios racializados. También se debe convocar a la comunidad internacional para acompañar, rodear y abrazar a la niñez y juventud en todo el territorio nacional que, a pesar de estar en permanente riesgo y amenaza, siguen aferrándose a la vida, a los sueños y a la esperanza de que hay otro mundo posible.

Como manifiesta Katherin Gil, coordinadora general de Jóvenes Creadores de Chocó: “Quibdó necesita moverse hacia un pacto para proteger de manera integral y generar entornos seguros en la vida de los jóvenes”. En este sentido, Colombia debe firmar un pacto por la juventud racializada, empobrecida y periférica para que se le garanticen sus derechos fundamentales; esto sería posible con la suma de una multiplicidad de voluntades y de acuerdos para que esta generación y las venideras tengan derecho a una vida digna, que históricamente ha sido expropiada.

Es gerente de Pacífico Task Force e investigadora del Centro de Estudios Afrodiaspóricos y docente de la Universidad Icesi. Estudió una licenciatura en historia en la Universidad del Valle y una maestría en estudios sociales y políticos en la Universidad Icesi.