quijano1.jpg

La ONU pidió desmilitarizar Medellín cumpliendo con estándares internacionales relacionados con derechos humanos, que establecen que la Policía es responsable directa de garantizar la seguridad ciudadana. Al respecto, vale la pena revisar algunos puntos importantes.

La presencia del Ejército en la ciudad desató el debate en el Concejo de Medellín sobre la seguridad urbana.

Buen momento para la discusión pública en medio del alto triunfalismo de la institucionalidad a raíz de los golpes asestados a la criminalidad urbana; una especie de síndrome del «comienzo del fin» de las bandas y las estructuras armadas ilegales, además de la marcada obstinación institucional para no cambiar la estrategia de seguridad urbana que no es integral y se basa en capturas, decomisos y control al crimen.

A esto se suma la idea de propiciar la extradición de jefes y subjefes militares de La Oficina, sin revisar las consecuencias de tal determinación. No quiero decir que no se podría hacer; la cuestión es cómo y para qué en momentos en que se habla de propuestas de sometimientos colectivos a la justicia.

Afortunadamente el debate lo propició Kevin Turner, coordinador de la Oficina Regional para Medellín en Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas (ONU), al solicitar públicamente que se retirara el Ejército Nacional de las comunas 7 y 13, y del corregimiento de Altavista. Su petición se basa en estándares internacionales relacionados con Derechos Humanos y una de sus premisas es que la Policía Nacional es la responsable directa de garantizar la seguridad de la ciudadanía, no el Ejército.

Partiendo de lo expuesto por el funcionario de la ONU, ahondaré en varios puntos que muestran la complejidad en Medellín y por qué se debe revisar el contexto general de la ciudad para poder entender mejor en qué lugar vivimos. No estamos en una ciudad europea o norteamericana donde, habiendo crimen y violencia, estos no han sobrepasado a la institucionalidad y, menos aún, se esté en disputa con el Estado por territorios y comunidades que los habitan y poniendo en jaque su legitimidad.

Nos encontramos en un territorio complejo llamado Medellín, una ciudad que intenta salir adelante, ganadora de premios internacionales y que desde hace décadas trata de dejar atrás su pasado de violencia y criminalidad. Es claro que no ha podido lograrlo, pues el crimen organizado hace presencia activa en más del 70 % de su territorio urbano y rural.

¿Quién podría desconocer tan lamentable realidad? Considero que ni siquiera pueden hacerlo aquellos que todavía creen que la ciudad es víctima de una delincuencia convencional. ¿Alguien podría negar la presencia de estructuras paramafiosas como Oficina del Valle de Aburrá —conocida como La Oficina de Envigado— o las AGC —Clan del Golfo—? Tampoco se puede desconocer la existencia de 350 bandas con miles de miembros en sus filas, que en su mayoría sirven a las ya mencionadas estructuras; o la existencia del crimen trasnacional con rostro mexicano e incluso brasileño e italiano.

En Medellín el crimen urbano va más allá de la sola búsqueda de la acumulación de capitales a través de las rentas criminales y el domino territorial. Hay una disputa con el Estado por el control de las comunidades. Los delincuentes meten su mano criminal en lo social, político, cultural y mantienen una relación estrecha con sectores de la institucionalidad, principalmente con miembros —no solo rasos— de la institución uniformada llamada a velar por la seguridad urbana: la Policía Nacional de Colombia.

Y no podría dejar a un lado el hecho de que también los criminales han construido una fuerte relación de negocios con el poder real de la ciudad representado en gremios, empresariado y comerciantes. Asuntos de conveniencia, dirán algunos; sin embargo, otros planteamos que es una relación entre lo legal e ilegal criminal para mantener el dominio de la ciudad y posibilitar que fluya la mercancía y se fortalezcan los negocios.

En una ciudad como Medellín, con tan fuerte presencia criminal en sus comunas y corregimientos, la violación a los derechos humanos es constante y se acentúa con la reconocida connivencia de miembros de la Policía con las organizaciones ilegales armadas. Esto se evidencia más cada día y lleva a que aumente la desconfianza de las comunidades con el cuerpo uniformado que la debe cuidar y proteger.

Los enfrentamientos armados que se han presentado en los últimos veinte años han sido con armamento largo, representado en grandes cantidades de fusilería que están en poder del crimen urbano. Un alto oficial de la Policía llegó a argumentar que si acaso habría un fusil en la ciudad, pero no es así, el poder de fuego de La Oficina, sin contar el que tienen las AGC o las bandas independientes de estas estructuras, es real. Recientemente la Agencia de Prensa Análisis Urbano mostró una parte del poder de fuego de La Oficina y lo que tiene la banda de Los Triana.

Es real que el Ejército, en su accionar, dejó una mala imagen en más de dos décadas de hacer presencia en Medellín; el Proyecto Orión y la operación militar que lleva el mismo nombre son el ejemplo palpable de eso. La lectura que se hace de estas es de acciones que traen tácitamente la posible intención de sembrar de paramilitares los territorios urbanos y rurales, con una participación activa o pasiva de la Policía, en cabeza del general Leonardo Gallego y del excoronel de apellido Betancur, como director regional del extinto DAS y el Ejército con el general Mario Montoya, quien sería el responsable de las ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos. Ellos juntos habrían avalado y apoyado la presencia activa de paramilitares urbanos en dichas operaciones militares.

Teniendo en cuenta lo anterior, es claro que la petición del señor Kevin Turner es correcta, sin embargo, debe tenerse en cuenta el contexto actual en el que se mueve la ciudad, el Ejército que hoy acompaña patrullajes de la Policía en las mencionadas comunas y el corregimiento de Altavista no es el mismo de la Operación Orión; la IV Brigada ha cambiado su accionar en la ciudad y ahora escuchan más a las organizaciones de derechos humanos y sociales, que a su vez sienten que hay con quien interlocutar. Son mínimas las denuncias que se han presentado por sus actuaciones, pero no se puede decir lo mismo de la Policía, pues cada día crecen las denuncias y aumenta la desconfianza de la ciudadanía.

Considero que la petición realizada por la ONU se debe aceptar por el respeto a los estándares internacionales que plantean que la Policía Nacional es la responsable directa de garantizar la seguridad ciudadana, solo por eso se debe hacer, pero reitero que la presencia de estos miembros del Ejército hasta el momento no ha generado denuncias masivas por violaciones a los derechos humanos.

Propongo, como alternativa frente a este retiro del Ejército de las comunas 7 y 13 y del corregimiento de Altavista, que se afiance la participación de la inteligencia militar representada en los grupos especiales que cuentan con apoyo internacional como Inglaterra y Estados Unidos, en tareas de prevención para el desmantelamiento del crimen urbano y rural en la ciudad, esa podría ser una importante ayuda para la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá (Meval) y su inteligencia policial.

El reto será que la Meval afiance los controles a sus miembros y al trabajo de inteligencia. Es hora de evitar que personajes como alias Mi Sangre, Tombolín, Orión, Careguayo, Manrique, Largo o bandas policiales o polibandas como Los Magníficos, entre otras, se sigan reproduciendo masivamente en esta institución oficial; de lo contrario, más temprano que tarde podría ocurrir que al ejército al que se le pide el retiro de lo urbano le sean cambiadas ciertas funciones y obligatoriamente tenga que asumir el papel de garantizar la seguridad ciudadana.

Considerado uno de los defensores de derechos humanos más destacados de la Región Paisa, ha liderado durante más 20 años fuertes investigaciones del crimen en Medellín. Director de la Corporación para la Paz y el Desarrollo Social (Corpades).