calidaddelairemedellin240319.jpg

Si se hace lo que se debe hacer para mejorar la calidad del aire, tendremos “beneficios colaterales” y podremos disfrutar de una ciudad más amigable, menos ruidosa, más inclusiva.

El fin de semana pasado, dieciocho de las veintidós estaciones del Siata (Sistema de Alerta Temprana del Valle de Aburrá) reportaron calidad de aire dañina. Permanecieron tanto tiempo en rojo que se declaró “estado de alerta”. Si bien es cierto que los diagnósticos que se han hecho sobre esta situación no son pocos, considero necesario continuar conversando sobre qué es lo que sucede y qué se puede hacer para evitarlo.

Se dice que estas crisis ocurren porque se presentan algunos fenómenos meteorológicos y porque estamos en un valle estrecho (que se asemeja a un cañón).

Eso es cierto: las condiciones son desfavorables porque hay una restricción horizontal permanente (lo topográfico) y una restricción vertical periódica (lo meteorológico) para la salida de los contaminantes. Sin embargo, esa no es la historia completa.

La razón principal es, claramente, la generación de tantos contaminantes. ¡Por eso es en su drástica reducción que debemos concentrarnos!

Es decir, las montañas no se irán y la estabilidad atmosférica seguirá ocurriendo: lo que hay que hacer es dejar de ensuciar el aire indiscriminadamente. Es un gran problema que nos mantengamos cerca del límite entre lo moderado y lo dañino, moviéndonos pegados al precipicio, contaminando y respirando aire de calidad “moderada” o “dañina para grupos sensibles” (rara vez buena), pues es por eso cuando se “estabiliza la atmósfera” se incrementa rápidamente la concentración de los contaminantes y llegamos a estados de alerta.

Las soluciones estructurales son urgentes. Se le debe trabajar más decididamente a una reducción de contaminantes para permanecer en bajas concentraciones durante todo el año: no solo para evitar nuevas contingencias en el Valle de Aburrá en estas épocas, sino también para dejar de contaminar otros lugares. Porque, como expliqué en este artículo hace ya dos años en la Revista Razón Pública, “el hecho de que salgan del Valle de Aburrá no quiere decir que los contaminantes desaparezcan: no se los traga un hoyo negro”, salen de aquí a afectar otras personas o ecosistemas.

Aunque ya en el 2007 se había firmado un “Pacto por la Calidad del aire para el Valle de Aburrá” hay que aceptar que, en la práctica, los medellinenses no considerábamos prioritario el asunto de la calidad del aire al comenzar este periodo de gobierno. Ni siquiera la Alcaldía de Medellín.

Un ejemplo de esto es lo equívoco y confuso del indicador de resultado consignado en el anteproyecto del Plan de Desarrollo con respecto a la calidad del aire: en el numeral 7.1.8 se habla de 19 miligramos por metro cúbico de PM2.5, cuando las unidades utilizadas son microgramos por metro cúbico. Además, no se sabe si se trata de concentraciones en promedio día o promedio anual.

En vez de resolver este problema y entender bien la situación, se decidió no adquirir un compromiso con la concentración de PM 2.5 en el Plan de Desarrollo, sino simplemente referirse a la cantidad de toneladas producidas por el sistema de Transporte Público de Medellín.

Por lo tanto, es de resaltar el rol crucial que ha cumplido la sociedad civil organizada, a través de iniciativas académicas y artísticas, para posicionar este urgente tema en lo más alto de la agenda pública (deben destacarse ejercicios de investigación juiciosos como los de RedAire, y de monitoreo como los del SIATA).

Todo esto ha conducido a que se den avances que hay que aplaudir (como la reducción del porcentaje de días al año que pasamos en rojo, que deberá continuar gracias a la entrada de algunos buses eléctricos), pero debe aceptarse que el reto es todavía de grandísima envergadura y que, aunque algo hemos mejorado, indiscutiblemente no estamos bien: cuatro de cada cinco días estamos respirando aire que, sin duda, no es bueno.

Quienes dicen que “no hay de qué preocuparse” actúan de manera irresponsable: estudios recientes el PNAS (Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America) hablan de 8,9 millones de muertes por año asociadas a la exposición al aire contaminado en el mundo. Más del doble de lo que se había estimado.

¿Qué hacer? Las industrias deben aportar desde el mejoramiento de sus procesos productivos, por supuesto que sí (y no solo por asuntos relacionados con la calidad del aire). Pero sabemos que el meollo de este asunto es la movilidad. Y claro que todos debemos contribuir desde nuestros hábitos cotidianos para que la movilidad se transforme. Pero sabemos que los “grandes tomadores de decisiones” cargan con una mayor responsabilidad.

Las personas que más posibilidad de incidencia tienen son las llamadas a aportar más: ellas pueden generar condiciones propicias que permitan que los cambios necesarios ocurran. Es su deber, por ejemplo, intensificar los esfuerzos (y esto significa destinar más recursos) para que existan muchas más aceras y ciclorrutas seguras para que la gente camine y use la bicicleta con tranquilidad (y es deber de la gente usarlas). También debe haber un mejoramiento en el transporte público y, a la par que se faciliten los viajes en modos sostenibles, es necesario aplicar mecanismos para desincentivar el uso del carro particular.

Y hay más tareas: se debe seguir mejorando el combustible y hay que gestionar de una manera mucho más inteligente el territorio. Las soluciones deben ser integrales y aplicadas prontamente.

¡Y se debe educar! Este problema tiene raíces culturales profundas y, por ende, para solucionarlo se requieren estrategias que logren modificar tanto nuestras convicciones y valores como nuestros hábitos y comportamientos. La mejor forma de lograr esto es educando.

Si se hace lo que se debe hacer para mejorar la calidad del aire, tendremos “beneficios colaterales” y podremos disfrutar de una ciudad más amigable, menos ruidosa, más inclusiva.  Que las decisiones que tomen sean valientes y coherentes para avanzar hacia la construcción de esa ciudad sostenible en la que deseemos vivir los doce meses del año.