Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Junio fue en términos legislativos un gran mes para el desarrollo rural. El Congreso aprobó las leyes: 1) Compras Públicas Locales; 2) Transporte Escolar Rural. Pero en la Colombia rural, ni la Constitución, ni las leyes, ni los acuerdos de paz, son garantía de nada.
En junio, en los últimos minutos del partido, el Congreso de la República aprobó dos leyes rurales: i) Compras Públicas Locales; ii) Transporte Escolar Rural. Estas leyes de llegarse a sancionar e implementar de manera efectiva, resultarían vitales para el desarrollo rural.
Por ello, resulta inaudito que estas noticias pasaran de agache. En la agenda mediática del país urbano, el desarrollo rural está entre sus últimas prioridades. A tal punto que Juanita Gobertus, coautora y ponente del proyecto de transporte escolar rural, registró un mayor despliegue mediático por su discusión con Petro que por esta ley. Tampoco se menciona a Flora Perdomo, ponente del proyecto de ley de Compras Públicas Locales. Un mensaje peligroso pues los políticos viven de la visibilidad, siguiendo esa lógica resulta más fácil y rentable polemizar que hacer.
Mas interesante que las discusiones políticas son los proyectos de ley aprobados. Ambas leyes cuentan con una característica vital: están pensadas en las condiciones de la ruralidad. Esto no es una frase semántica, es un aspecto determinante para el desarrollo rural. La mayoría de leyes, regulaciones y planes desarrollo que le imponen al campo se construyen con sesgos urbanos, donde muchas veces las particularidades del campo se relegan a un segundo plano o sencillamente son ignoradas.
El de transporte escolar, que tendría una gran impacto en el mediano y largo plazo, la ley busca flexibilizar en algunas alcaldías la contratación para abrir la posibilidad que distintos medios de transporte puedan ser habilitados y contratados para trasladar a los niños a sus escuelas.
En el campo el bus es solo un medio de transporte más, también hay mulas, chalupas, canoas, caballos, bicicletas, entre otros. La idea es que ciertas alcaldías adapten la contratación pública de transporte a las condiciones geográficas y de infraestructura de cada ruralidad, teniendo como prioridad la seguridad, se busca contratar los medios de transporte mas idóneos para los niños. Parece un tema menor de forma, pero no lo es. La ley ofrece una solución que resulta vital para mejorar la escolarización rural y luchar contra la deserción.
Por su parte, la ley de Compras Públicas (Ley 139 de 2018 de la Cámara), busca que el Inpec, Icbf, Ejército, Policía, Planes de Alimentación Escolar compren directamente los alimentos a pequeños productores agricultores de la zona. Al eliminarse a los intermediarios, se mejoran de modo considerable los ingresos de los campesinos. Además, la entidades podrían adquirir más productos invirtiendo menos recursos. La ley obliga que por lo menos 30 por ciento de las compras públicas se hagan directamente a los campesinos de la región. En caso de funcionar bien sería un avance gigantesco en la mejora de los ingresos de los agricultores y la lucha contra la pobreza, pues la FAO estima que el mercado de compras públicas en Colombia es de $2,5 Billones de pesos anuales.
En Brasil, esta política que fue blindada con la ley 11.947 de 2009 funciona con éxito. Por sus resultados robustos, la FAO promueve y recomienda esta práctica (Por cierto la FAO asesoró la creación de esta ley). La aprobación de esta ley es una gran noticia, pero debió ocurrir hace siete años, cuando era evidente que si se replicaba lo hecho en Brasil, se disfrutaría de los grandes avances sociales que trajo esta política. (El funcionamiento del programa lo describí acá)
Aunque ambas leyes debieron ser aprobadas antes, lo cierto es que junio 2020 fue en términos legislativos un gran mes para el desarrollo rural.
Pero recordemos que esto es Colombia y acá no hay fiesta sin guayabo. Por un lado está lo escrito y aprobado, y por el otro, las precarias condiciones del día a día de nuestros campesinos. Por un lado van las leyes, y por otro la asignación de presupuesto y de capital humano para implementar y cumplir la ley. Aunque me duela escribirlo, lo cierto es que en Colombia, o al menos en la Colombia rural, ni la Constitución, ni las leyes, ni los acuerdos de paz, ni los planes de desarrollo son garantía de nada.
Si no me creen, repasemos los artículos 64 y 65 de la Constitución:
Artículo 64: “Es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa, y a los servicios de educación, salud, vivienda, seguridad social, recreación, crédito, comunicaciones, comercialización de los productos, asistencia técnica y empresarial, con el fin de mejorar el ingreso y calidad de vida de los campesinos”.
Artículo 65: “La producción de alimentos gozará de la especial protección del Estado. Para tal efecto, se otorgará prioridad al desarrollo integral de las actividades agrícolas, pecuarias, pesqueras, forestales y agroindustriales, así como también a la construcción de obras de infraestructura física y adecuación de tierras. De igual manera, el Estado promoverá la investigación y la transferencia de tecnología para la producción de alimentos y materias primas de origen agropecuario, con el propósito de incrementar la productividad”.
La Constitución es una carta de navegación, un norte hacia donde se debe dirigir el país, pero lo cierto es que tras casi treinta años, los avances para cumplir este mandato constitucional han oscilado entre precarios y nulos.
Incluso se podría escribir un triste y frustrante libro con las brechas entre los objetivos escritos en la constitución, las leyes, los planes de desarrollo, los acuerdos de paz, y la realidad de la Colombia rural.
Solo voy a dar dos ejemplos muy concretos: la Ley 607 de 2000 en su artículo 7 estableció la gratuidad de la asistencia técnica directa para los pequeños productores. Tras dieciséis años de sancionarse esta ley sólo 16.5 por ciento de las UPA recibieron asistencia técnica (Fuente: CNA 2016). Luego esta se derogó, se mejoró y se complejizó con la Ley Snia (Ley 1876 de 2017). Pero treinta meses después todavía se está regulando, dejando a los campesinos relegados y huérfanos en transferencia de conocimiento.
Algo análogo ocurre con el Capítulo XIV de la Ley 811 de 2003, donde se establece las organizaciones de cadenas en el sector agropecuario, que tiene como principal objetivo mejorar la productividad y competitividad de cada una. Pero lo cierto es que a excepción de ciertas cadenas que cuentan con gremios robustos y juiciosos, los resultados de la gran mayoría son nulos o en el mejor de los casos precarios.
Acá radica la importancia del punto 1 del acuerdo de paz sobre Reforma Rural Integral. Se esperaba que con este acuerdo político la constitución y las leyes se tradujeran en presupuesto y ejecución. Hubo una ilusión que por fin se tomaría en serio el desarrollo rural. Pero de nuevo lo escrito, lo planeado, lo acordado fue en una dirección distinta a la implementación. Solo hay que ver el presupuesto, para ver que fue el mismo Gobierno de Juan Manuel Santos el que empezó a incumplir.
El cumplimiento no consiste en realizar y rellenar una matriz en Excel, o en dar declaraciones mediáticas, consiste en la ejecución, en la operatividad y repito, ésta solo es posible con una asignación robusta de presupuesto. El acuerdo de paz se aprobó en 2016, pero paradójicamente el presupuesto de inversión para el sector agropecuario pasó de $1,6 billones en 2016 a $927 mil millones en 2018. Una reducción del 41,9 por ciento.
Por eso mi preocupación que las leyes que acaban de ser aprobadas se queden en el papel. Bien sabemos que el problema en Colombia nunca ha sido la falta de leyes o planes. Acá ha faltado voluntad política y presupuesto para realizar una implementación robusta. Esto solo cambiará si la sociedad civil se moviliza, si los medios despabilan y reconocen la importancia de lo rural. De ese modo las letras y el papel se traducirán en oportunidades rurales. Así se cumplirá el punto 1 del acuerdo de paz, que con más palabras y con objetivos mas concretos busca lo mismo que el artículo 64 y 65 de la Constitución. Así podremos mitigar la pobreza y alcanzar una paz estructural.