Esta columna fue escrita por Alexander Liebman.*

En su reciente artículo para La Silla Vacía Carlos Duarte, antropólogo y coordinador de Desarrollo Rural y Ordenamiento Territorial del Instituto de Estudios Interculturales (IEI), discutió las luchas de los campesinos para lograr su reconocimiento nacional y su inclusión en el Plan Nacional de Desarrollo (PND).

A pesar del giro progresista en la política nacional y de una serie de encuentros regionales de planeación, varios principios fundamentales para la reforma agraria (como la redistribución integral de la tierra o apoyo financiero a proyectos de infraestructura) han recibido poco respaldo en el PND.

Duarte enmarca la discusión haciendo énfasis en los cambios simbólicos que requiere la política pública, que sigue siendo más beneficiosa para los grandes propietarios rurales y no para la población más vulnerable y los pequeños propietarios.

Estos esfuerzos por las transformaciones rurales reflejan las luchas de las plataformas políticas de las principales organizaciones campesinas del país como la Anuc, Fensuagro y el CNA.

Durante los últimos años, Duarte y el equipo del IEI han desarrollado un verdadero cuerpo de información antropológica sobre la situación del campesinado en Colombia. Resaltan cómo una combinación de violencia rural, políticas excluyentes y políticas multiculturales que reconocen a comunidades indígenas y afrocolombianas —pero no a las campesinas— ha dejado a buena parte de la población rural de Colombia invisibilizada, victimizada y desposeída.

Fuertemente influenciadas por la incursión colombiana en el reconocimiento multicultural desde la Constitución de 1991, las organizaciones campesinas y sus colaboradores académicos argumentan que el reconocimiento cultural no debería estar limitado únicamente para los grupos étnicos.

Sostienen que el éxito de indígenas y afrocolombianos para asegurar un derecho a la diferencia debería extenderse a los campesinos, cuyas culturas también “son históricas, dignas de ser preservadas y reinventadas a través de sus manifestaciones específicas”.

Con Petro en el poder, Duarte identifica una estratégica ventana política para que un sujeto campesino bien definido, y por lo tanto visible, sea reconocido, protegido y apoyado por la ley colombiana.

Tengo una profunda simpatía por las luchas campesinas autónomas por la defensa de sus territorios y por desarrollar economías por fuera de los modelos dominantes de extracción agroindustrial o de producción de cultivos de uso ilícito.

También respeto (así no siempre esté de acuerdo) las maneras en que los campesinos propenden por algún nivel de inversión pública y protección en espacios que han sobrevivido décadas de guerra y paupérrimas inversiones en infraestructura rural, programas de sustitución de cultivos de uso ilícito y programas sociales.

A pesar de las predicciones de la mayoría de economistas (tanto comunistas como capitalistas) a lo largo del siglo XX, los campesinos no han desaparecido. La producción de los pequeños propietarios genera la mayoría de la comida del mundo, protege la tierra y forma ricas culturas rurales a lo largo de Latinoamérica, Asia, África y grandes extensiones de Europa.

En Colombia es claro que más de 70 años de guerra, contrainsurgencia estatal, violencia paramilitar y economías rurales extractivistas han sido desastrosos para el campesinado. No obstante, soy escéptico de si el único camino para una política rural dinámica y liberadora depende de la política normativa y tecnocrática que presenta Duarte.

La mayor parte de la antropología en Colombia y las plataformas oficiales de los movimientos sociales campesinos buscan la definición, la codificación y el reconocimiento del campesinado por parte del Estado.

Incluso, temo que el intento por institucionalizar al campesino por líneas políticas multiculturales actúa como una presión de ajuste sobre un rango de voces, deseos políticos y medios de acción al interior de las mismas organizaciones.

Los campesinos actúan al interior de complejas redes sociales, políticas e intelectuales que están tan influidas por sus experiencias autónomas vividas como lo están por los mismos expertos que los estudian y por los políticos que los gobiernan.

La búsqueda de los derechos campesinos es así coproducida a través de la matriz existente de discursos multiculturales (y como reacción al éxito percibido en los afrocolombianos e indígenas), producción intelectual académica-estatal y la autoidentificación como tal “desde abajo”.

Si rastreamos a dónde puede llevarnos un marco de derechos campesinos, temo que pueda

reproducir la violencia estatal en contra de las comunidades campesinas

debilitar los procesos internos de las organizaciones campesinas

y dividir aún más las poblaciones rurales por líneas étnicas, raciales y culturales.

Interrogar estos procesos es clave para desentrañar las implicaciones de promover un marco de derechos siempre en expansión y para entender cómo se puede comparar con otros horizontes políticos filtrándose en los espacios rurales de Colombia.

Dentro de la definición de “campesino”, el texto de Duarte valora un proceso de mestizaje esencial que subyace a la definición cultural de la producción rural de pequeños propietarios.

Desafortunadamente, esto pasa por alto cómo los campesinos han sido evocados y celebrados como un componente patriótico —a menudo como colonos masculinos blanqueados—, constructores de nación, en contradicción con los lugares comunes raciales sobre poblaciones indígenas beligerantes y afrocolombianos perezosos (si es que se les reconoce en absoluto).

Simultáneamente, invisibiliza cómo los campesinos, cuando son considerados como una amenaza potencial contra el Estado, son recaracterizados como una población insurgente a ser controlada o exterminada, con su precario privilegio racial ofreciendo poca defensa.

La creación de campesinos como mestizos tiene una tensa historia en relación con el Estado colombiano racial y capitalista, y es desmesurado construir nuevas definiciones estatales de poblaciones rurales que reproducen estas tipologías raciales y del colono, o definiciones culturalistas que pierden de vista el sometimiento a la violencia del Estado capitalista.

El marco de los derechos campesinos también borra las complejas y múltiples configuraciones identitarias étnicas y raciales de campesinos indígenas y campesinos afros por toda Colombia, como en los Montes de María y el Urabá.

Las identidades campesinas están complejamente articuladas con la racialización, a menudo uniendo poblaciones rurales alrededor de luchas contra intereses externos mineros y agroindustriales.

Lo campesino como mestizo (pero sin nombrarse como tal) borra las dinámicas campesinas de maneras empíricamente inexactas y es perjudicial para la cohesión de los movimientos sociales rurales que se enfrentan a amenazas existenciales y a un estado que apoya en gran medida la extracción continua.

Finalmente, la lógica a la que obedece el texto de Duarte termina escondiendo a través de un lente culturalista (el cual esconde internamente sus políticas raciales) la expulsión estatal y paramilitar de una población rural basada en su relación de clase (pero no irreductible únicamente a la clase) con la reproducción basada en la tierra, trabajo familiar e informal y agricultura con tecnología de bajos insumos.

Se ataca a los campesinos no por una particularidad cultural que les hace víctimas especiales, sino porque mantienen formas de vida autónomas, por su ocupación de territorios deseados por intereses económicos y políticos externos y por sus historias de políticas anticapitalistas bien organizadas que amenazan la acumulación por capitalismo.

La anterior mistificación entre raza, clase y etnicidad también es perjudicial para la construcción de una praxis antirracista dentro de las comunidades campesinas mestizas. Los prejuicios raciales y los conflictos territoriales etnizados entre las poblaciones rurales de clase trabajadora abundan en Colombia, especialmente en el norte del Cauca.

Es imposible pasar por alto el racismo prevalente dentro de las comunidades campesinas mestizas, aunque a menudo se filtre a través de discusiones sobre la productividad y en relación con la propiedad.

Sin embargo, estirar las lógicas reformistas multiculturales para construir nuevas categorías de diferencia definidas por el Estado no contribuye a abordar la persistencia del racismo dentro de las comunidades mestizas, ni la complicidad del Estado y sus estudios antropológicos en la reproducción de estas categorizaciones raciales y étnicas.

Las maneras en que las tareas de definir y categorizar reproducen las divisiones necesarias para la reproducción del capitalismo racial no son particulares de Colombia, sino que son más bien un fenómeno global.

En el norte del Cauca, las separaciones políticas entre afrocolombianos, indígenas y campesinos y un abrumador enfoque antropológico en los conflictos territoriales entre estos grupos no contribuyen a desentrañar la producción histórica de las divisiones étnicas y raciales ni la altamente desigual distribución de la tierra, causada no por los conflictos étnicos y culturales sino por la concentración de la tierra para la agroindustria, la extracción de maderas, y la minería.

Las divisiones étnicas y raciales no son producidas originalmente “desde abajo”, pero sí son el resultado complejo de lógicas raciales capitalistas que no solo generan racismo, sino que también sobredeterminan el foco y el discurso de la investigación académica convencional.

En una reciente conferencia en Cali, la filósofa colombiana María del Rosario Acosta criticó cómo las instituciones estatales como el Centro Nacional de Memoria Histórica llegan a los territorios rurales, recogen casos de violencia y regresan a los institutos urbanos, controlando cómo se registra, se entiende y se aborda la gramática de la violencia.

La manera en cómo ciertas memorias y narrativas de la violencia son priorizadas y se vuelven audibles es inextricable a la misma violencia estructurante de las instituciones estatales.

En lugar de más y más experticia para definir al campesino, ¿qué tal si las identidades de los campesinos se rompieran, redirigieran y desacoplaran de la eficacia simbólica del Estado? ¿Podría esto romper el abrumador enfoque en la identidad y la representación que necesariamente forman una relación con el Estado, el “guardián universal de la vía capitalista [que] vigila el derecho a la propiedad privada”?

Si los campesinos mestizos desarrollan este proyecto político radical se podrían crear alianzas dinámicas con comunidades afrocolombianas e indígenas que comparten muchas de las mismas condiciones materiales y la exposición histórica y continuada a la violencia extrema.

¿Podría esto abrir nuevos horizontes de lucha rural que se alejan de la constante apelación al Estado y a su vez desarrollar horizontes universales de autonomía liberadora, economías basadas en la tierra y la soberanía sobre alimentación y tecnología?

¿Pueden estas formaciones políticas crear el suficiente espacio para entretejer definiciones étnicas, raciales y culturales propias y comunitarias con formas de lucha de clases que se sacudan los caducados y obsoletos dogmatismos marxistas?

Mi planteamiento es que este tipo de alianzas que tendrán que forjarse serán poco favorecidas al seguir el viejo camino de las reformas multiculturalistas que han cambiado simbólicamente el liderazgo representativo de la política colombiana, pero ha producido pocas ganancias a las comunidades rurales.

Las comunidades rurales no necesitan más protecciones a cambio de una proliferación de identidades, sino experimentaciones concretas sobre cómo combatir el reaccionario racismo en la clase trabajadora y cómo construir poder militante sin armas en la región en busca de los intereses compartidos —acceso a las tierras fértiles, producción de economías autónomas y resistencia a los embates de los actores armados, multinacionales y las élites, empeñados en la extracción ya sea con el azúcar, el oro o los cultivos de uso ilícito..

Si bien puede parecer conveniente impulsar un régimen biopolítico de contar a los campesinos en un gobierno progresista, también crea la caja de herramientas para la vigilancia y el control que puede ser aprovechado por cualquier cantidad de fuerzas reaccionarias que podrían suceder al gobierno de Petro.

En lugar de levantar ciegamente la bandera de los derechos de los campesinos o rechazar rotundamente sus premisas, mi esperanza es que podamos dar una mirada más profunda y detallada hacia cómo los discursos sobre los derechos han reconfigurado las políticas rurales y han redibujado líneas raciales y étnicas.

Como investigadores e intelectuales trabajando en comunidades rurales, esto requiere no solamente escuchar a la autoidentificación de los campesinos —el modelo multicultural que propone Duarte para los derechos campesinos— sino también pensar a través de la complejidad de cómo las identidades son formadas en relación con y a través de estructuras de producción de conocimiento académico, la influencia de las élites y la programación estatal.

En lugar de propender por un Estado más y más amplio, podríamos pensar estratégicamente sobre cómo las formas estatales de control social han usado desde hace mucho tiempo a las ciencias sociales para regular y dividir las poblaciones rurales.

Aunque el clamor por la identidad, los derechos y la inclusión puede casi ahogar otras actividades políticas, las prácticas cotidianas de cuidado, defensa y construcción de sentidos tienen lugar la mayor de las veces por fuera del Estado, entre los abajocomunes de la lógica estatal.

Alexander Liebman

Es candidato a doctorado en geografía en Rutgers University (EEUU) y trabaja con movimientos campesinos de mujeres y jóvenes en el norte del Cauca, Colombia, para comprender las políticas culturales y ecológicas de raza, etnia y territorio en la región. Se centra en cómo las economías ilícitas, la lucha política intergeneracional, las interfaces rural-urbano y las formas cotidianas de cuidado y sociabilidad se articulan con las dinámicas de la política del Estado, el conflicto territorial y la institución de la agricultura cañera.