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Desde siempre, la política de drogas en Colombia ha sido uno de los escenarios más contradictorios e injustos de la política nacional. En esta coyuntura de pandemia, en la que escasos recursos estatales deben responder a una crisis social, estas contradicciones llegan al extremo.
Esta columna fue escrita en colaboración con Sioly Rodríguez-Suárez
Desde siempre, la política de drogas en Colombia ha sido uno de los escenarios más contradictorios e injustos de la política nacional. En esta coyuntura de pandemia, en la que escasos recursos estatales deben responder a una crisis social, estas contradicciones llegan al extremo (ver).
En contravía de todas las recomendaciones de expertos en política de drogas, el gobierno colombiano no escatima esfuerzos en la erradicación forzada de coca. Sigue persistiendo tercamente en recaer en la estrategia más rechazada por la evidencia científica: la aspersión aérea con glifosato. El costo de retomar la fumigación ronda los 72 millones de pesos por hectárea. Es decir, casi el doble que la sustitución voluntaria (40 millones por familia). Pero los resultados de erradicar a la fuerza son mucho peores, con una resiembra de 36 por ciento frente al 0.6 por ciento del Pnis.
En cualquier momento de la historia, la adicción del gobierno colombiano al glifosato es, cuando menos, un grave despilfarro además de un atropello a poblaciones vulnerables, contraproducente a los objetivos de reducción de consumo, producción y seguridad. Es decir, es una política contraria a los intereses del país. Hoy, en medio de la peor pandemia en cien años y una crisis económica severa, esta recaída en el glifosato es absurda.
De todas formas, el gobierno sigue vendiendo la aspersión, insistiendo que debemos usar todas las “formas de lucha” contra los cultivos de coca. Su defensa se basa principalmente en 3 argumentos:
- que asperjar presenta un riesgo bajo o mitigable para la salud y el medioambiente;
- que la erradicación forzada y, en particular, la aérea son necesarias para debilitar el narcotráfico y los grupos armados; y,
- que si no hacemos esto, EEUU nos castiga.
Ninguno de estos argumentos es válido. Examinémoslos uno a uno.
¿Es bajo y mitigable el riesgo para la salud y el medioambiente de la aspersión con glifosato?
La respuesta concisa es que estos riesgos no son ni bajos ni mitigables.
Por el contrario, cada vez hay más evidencia del daño serio que causa el glifosato tanto en las personas como en los ecosistemas. Por esto es que la Iarc (la agencia internacional para el estudio del cáncer), la máxima autoridad científica en oncología a nivel mundial, lo clasificó como probablemente cancerígeno en 2015. La Iarc se basó en estudios rigurosos, con revisión de pares, públicos, donde la inmensa mayoría de los análisis hallaron perjuicios significativos en el medio ambiente y la salud. Encontraron afectaciones serias al suelo, a especies terrestres y acuáticas, y evidencia suficiente para indicar carcinogénesis en humanos – en particular, el aumento en la incidencia de linfoma no-Hodgkin.
Algo que citan frecuentemente los defensores del glifosato es que la EPA, la agencia ambiental estadounidense, no ha llegado a la misma conclusión. Sin embargo, la imparcialidad y rigor científico de esta entidad norteamericana están bastante cuestionados – por lo menos para este caso. Su proceso de toma de decisiones se basa en estudios no publicados y sin revisión de pares: es decir, los que le suministra la misma industria. Además, la EPA no considera los riesgos ocupacionales ni las instancias de exposición alta, como tampoco el hecho de que Bayer, la ahora dueña de Monsanto (originadora del glifosato), viene perdiendo demandas multi-millonarias por afectaciones graves – incluso mortales – a la salud.
La disputa en EEUU por la verdad sobre el glifosato tiene claros paralelos con el pleito entorno al cigarrillo – donde por décadas las corporaciones tabacaleras amañaron la investigación y el proceso regulatorio. En cambio, en países donde la regulación es más cautelosa, la tendencia es hacia restringir e incluso prohibir el herbicida. Ya hay 19 países que lo han hecho, entre los cuales se encuentran: Francia, Alemania, Austria, Países Bajos, Italia, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, entre otros.
Cabe recordar que los estudios sobre el glifosato se han basado casi exclusivamente en evaluaciones de su uso en la agricultura convencional. Esto no es lo mismo que en la erradicación forzada de la coca que se hace en Colombia. De hecho, para este tipo de aspersión aérea se aplican 10 litros por hectárea: dosis 3 veces mayores que el promedio y sin paralelo en la agricultura convencional (ver).
El gobierno no ha realizado estudios serios que dimensionen con claridad el riesgo al que se ha sometido al país con la aspersión aérea. Las investigaciones científicas sobre el efecto de la aspersión hecha en Colombia no provienen del Estado sino de la academia. Las más rigurosas y recientes encuentran afectaciones claras y significativas a la salud respiratoria y dermatológica en las áreas asperjadas, y también hallan un aumento significativo en abortos involuntarios. En un país donde practicar un aborto no deja de ser un tema álgido, es extraordinaria la ausencia de escándalo por políticas que aumentan los abortos contra la voluntad de mujeres campesinas embarazadas.
Sí, el glifosato es menos tóxico que otros herbicidas, como el paraquat, el cual se usaba en Colombia en los 70s para la erradicación de marihuana (ver). También es cierto que el uso del glifosato – en dosis menores y con aplicaciones más controladas – es amplio en la agroindustria, incluyendo las mismas zonas cocaleras. Pero esto no quiere decir que la agroindustria y las zonas cocaleras no se vean afectadas por esta sustancia. Tampoco su uso de herbicidas le otorga una excusa al Estado para sumarse a la destrucción y echarle más gasolina al fuego, ni lo exime de su responsabilidad constitucional de protección.
Ahora bien, ¿qué hay de la mitigación de riesgos planteada en el decreto reglamentario para habilitar la aspersión aérea? Al revisar el Plan de Manejo Ambiental (PMA) entregado a la Anla por la Policía Nacional, se puede concluir que esta mitigación consiste básicamente en dos estrategias:
- Reducir la “deriva”: intentar evitar que las aeronaves asperjen zonas “fuera del blanco” como poblaciones, fuentes de agua, cultivos aledaños, ecosistemas adyacentes, animales y personas.
- Generar mecanismos de queja post-aspersión habilitadas por tecnologías de navegación y rastreo georreferenciado de los sitios asperjados.
Ninguna de estas estrategias previene las afectaciones por asperjar en el blanco mismo, como la filtración del glifosato y sus metabolitos tóxicos (como el Ampa) en el suelo, aguas subterráneas y ríos con las altas dosis previstas. Tampoco garantiza que se eviten instancias de “deriva” – cuando las aeronaves se “descachan”, ya sea por el viento u otros imprevistos, que luego afecten cultivos lícitos, animales, fuentes de agua, ecosistemas o individuos. Estas tecnologías, desarrolladas en otras latitudes y para otros usos, carecen de la capacidad para evitar accidentes bastante previsibles en las topografías montañosas y climas tropicales inciertos que ofrece la compleja geografía colombiana – sobre todo en las zonas cocaleras.
En cuanto a las quejas post-aspersión: esto de tajo no se puede contar como mitigación. Es, más bien, una estrategia de remediación de daños– y por los cuales exponemos al Estado, es decir, a toda la ciudadanía, a seguir pagando cuantiosas demandas a futuro (nótese que estos costos no se han incluido en los reportes oficiales del costo de la aspersión).
En resumen, el riesgo de asperjar con glifosato es considerable para humanos y naturaleza. Hacerlo desde una avioneta es profundizar y ampliar significativamente este riesgo. El gobierno no ha hecho estudios serios para dimensionar el daño al que está exponiendo la salud humana y eco-sistémica del país al hacer esto, pero la evidencia disponible apunta a que es grave y no mitigable.
¿Es necesaria la aspersión con glifosato para detener el narcotráfico y combatir los grupos armados al margen de la ley?
El auto 387 de 2019 de la Corte Constitucional se ha interpretado en algunos casos como permiso para que el gobierno recaiga en la aspersión aérea basándose en un cálculo de costo-beneficio. Algo así como que dañar la salud y medioambiente con glifosato se justificaría porque disminuye el narcotráfico.
Toda la evidencia disponible muestra que este cálculo es falso. Primero, la aspersión es ineficaz en reducir los cultivos de coca, más bien logra propagarlos por el territorio nacional. Segundo, no debilita a los narcotraficantes, quienes se enfocan en los eslabones de cristalización de clorhidrato de cocaína y su comercialización, no en el cultivo. Tercero, fortalece a los grupos armados, ya que debilita la resistencia local contra estos actores y deslegitima al estado ante la población.
Es decir, si los cultivos de uso ilícito se concibieran como un cáncer, la aspersión aérea sería la peor de las quimios: un tratamiento que acelera la metástasis del narcotráfico, enferma el tejido social sano (las comunidades rurales y su capacidad de resistencia al crimen organizado), e impide el accionar del sistema inmunológico (la fuerza estatal y el suministro de servicios públicos).
Para entender por qué, es útil evaluar la estructura económica de la cadena de valor de la cocaína. Los estudios a nivel Colombia indican que las fases de cosecha de hoja y transformación primaria (pasta base) sólo representan el 9 por ciento y 5 por ciento respectivamente del valor generado en el país – y más o menos el 1 por ciento del total global. El grueso del valor generado en Colombia, en cambio, se obtiene más adelante: en la cristalización de cocaína, con el 15 por ciento, y, sobre todo, su comercialización, que se lleva el 70 por ciento restante. Es decir, el negocio está en ser quien pone el clorhidrato en los mercados destino, no en cosechar hojas.
Para el negocio del narcotráfico, los cultivadores de hoja son generalmente proveedores cualquiera, fácilmente reemplazables. Según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (Unodc), en 2018 una tonelada de hoja de coca costaba US $760 a nivel nacional (con precio promedio en Colombia de US$0.76 por kilo). En cambio, el kilo de clorhidrato de cocaína obtenido a partir de esta cantidad de hoja puede llegar a valer US $153,000 en el mercado final. Esa rentabilidad basta y sobra para asegurar que la industria ilícita siempre obtenga recursos suficientes para encontrar fuentes de abastecimiento de materia prima, tanto de hoja como de cualquier otro insumo que pueda faltar.
Por eso es irracional destinar el grueso de los recursos anti-narcóticos hacia atacar el eslabón del cultivo que genera apenas el 1 por ciento del valor total del mercado. Quizás si la coca fuera una planta de crecimiento lento, difícil de propagar, y exigente en sus condiciones de cultivo, habría algo de justificación estratégica para hacer esto. Pero la coca se puede cultivar en cualquier lugar del trópico y del país, tras pocos meses las plántulas o esquejes llegan a mínimos viables de productividad, y con pocos insumos agrícolas generan 3, 4 o más cosechas anuales (ver). Encima, es viable movilizar mano de obra para podar – o soquear – los cultivos justo después de la aspersión (sobre todo para los pocos cultivadores a gran escala), y así rescatar un gran número de arbustos de coca, que pronto retoñan más vigorosos, ya que la aspersión aérea acaba con las malezas circundantes.
Con esta estructura económica, la aspersión de la coca – terrestre o aérea – en poco o nada perjudica las finanzas de los narcotraficantes o grupos armados relacionados. En cambio, a quienes sí afecta es a las familias de pequeños cultivadores: la inmensa mayoría de este gremio. Sus ingresos promedio por familia se estiman en menos de 500,000 pesos mensuales y su lote promedio (87 por ciento sin escritura) es apenas una hectárea, lo cual los ubica entre los grupos más vulnerables del país.
Al recordar el análisis de la cadena de valor de la cocaína, esto no es sorprendente: el eslabón del cultivo de coca corresponde a cientos de miles de familias que se reparten el pedazo más mínimo de la torta – 1 por ciento de la cadena de valor del clorhidrato de cocaína. Para ellos cultivar coca es la opción económica menos mala, por la escasa infraestructura y las muchas dificultades que enfrenta el agro legal desde hace décadas. Su participación en la industria los ayuda a alimentar sus familias y darles educación a sus hijos: a entrar, cuando mucho, a formar parte de una “clase media” campesina. Pero cultivar coca está lejos de hacerlos ricos.
Ante una disrupción a los ingresos por la erradicación, muchas familias cocaleras quedan al borde del hambre y el desplazamiento, como lo evidencian diferentes estudios (ver y ver). Esto es más grave aún si la aspersión es aérea y la “deriva” de glifosato daña los cultivos de pan coger a los cuales se aferran muchas familias campesinas cuando escasea el dinero.
A la gravedad de ensañarse contra la frágil estructura económica de algunas de las poblaciones más marginadas y vulnerables se le suma un problema poco mencionado en Colombia: la erradicación forzada termina fortaleciendo tanto a los narcos como a los grupos armados, impidiendo la terminación real del conflicto.
¿Por qué? Porque si por un lado la erradicación forzada en poco o nada afecta las finanzas del narcotráfico – cuyos negocios principales son los cristalizaderos y la comercialización –, lo que sí hace esta política es desbaratar las estructuras sociales y económicas de las comunidades rurales. Al socavar su economía, la erradicación forzada atenta contra su capacidad organizativa y su autonomía, que, según la evidencia, es el arma más eficaz para resistir la cooptación por narcos, insurgencias o bandas criminales. Son sólo las comunidades fuertes las que logran impedir la entrada de cultivos ilícitos, e incluso sacarlos . Son comunidades fuertes las que generan una oposición perdurable contra las arbitrariedades de los actores armados, evitando su hegemonía territorial.
La erradicación forzada, sin un periodo de transición gradual suficiente, sin un apoyo público y confiable desde el inicio que permita transformar las bases económicas locales, lo único que logra es dejar el campo a merced del más fuerte. Recaer en glifosato fortalece el argumento de los grupos armados de que quizás ellos se pueden considerar un mal menor, al menos si se les compara a un gobierno que se ensaña a punta de veneno y avionetas contra el único modo de vida disponible de la población.
Lo contraproducente de la erradicación forzada para los mismos objetivos militares es una obviedad estratégica, una conclusión de sentido común, que otros países en circunstancias parecidas – enfrentando simultáneamente cultivos ilícitos y conflicto armado – han entendido con claridad.
En Afganistán jamás se ha optado por la aspersión aérea con glifosato, lo cual socavaría aún más la posibilidad de arrebatarles a los Talibanes los corazones y mentes de la población campesina cultivadora de amapola.
En el Perú, la descriminalización de los cultivos de coca y la suspensión de las actividades directas en contra de este eslabón acompañaron la rápida derrota del Sendero Luminoso y Mrta en los años 90. Descriminalizar el cultivo de coca significó que el ejército peruano pudo poner a los campesinos de su lado, y lograr más fácilmente el control territorial en áreas disputadas (ver y ver). Desde el año 2000, el Perú prohibió por ley el uso de agentes químicos en la erradicación y, gracias a ello, muestra mejores resultados en el largo plazo que Colombia en materia de extensión de cultivos ilícitos. De hecho, tanto en el Perú como Bolivia, donde gozan de mayor legitimidad jurídica tanto los cultivadores de coca como los usos alternativos de la planta, los campesinos se pueden organizar en asociaciones y ejercitan un mayor control social frente a ellos mismos y sus compradores. Esto contribuye a que los precios de la hoja allá sean entre 3 y 13 veces más altos que en Colombia. Mientras tanto, la adicción colombiana al glifosato debilita a los campesinos y nos ayuda a ser la fuente más barata de la hoja.
Para recapitular, la erradicación forzada, y su método más extremo, la aspersión, no combaten el narcotráfico. Por el contrario, lo fortalecen y dan mayores recursos financieros y estratégicos a los mismos grupos armados que el gobierno dice querer derrotar.
¿Qué tan cierto es que si no fumigamos la coca, Estados Unidos nos castiga?
Es indiscutible la presión que EEUU ejerce sobre Colombia con su amenaza de “descertificarnos”. Pero las experiencias del Perú y Afganistán demuestran que nuestra decisión de asperjar y erradicar – o no hacerlo – no deja de ser negociable con Washington.
Poco se ha publicado sobre la diplomacia del Perú y Afganistán en materia de política de drogas y cómo llegaron a su acuerdo de no asperjar con EEUU. No obstante, para el caso peruano, hay pistas claras en sus documentos sobre estrategia anti-drogas. El Perú es reiterativo en el concepto de la responsabilidad compartida: es decir, que ellos ponen de su parte si la comunidad internacional hace el mismo nivel de esfuerzo. También en el Perú se evidencia lo interiorizada que está la prioridad de implementar políticas de desarrollo alternativo integral y sostenible, antes que librar políticas punitivas contra los cultivadores. Nuestro vecino entendió hace décadas que para ganarle a las insurgencias y proteger el interés nacional, el Estado debe asegurar primero la estabilidad del campo. En el Perú esto no se pone en juego con políticas fallidas como la erradicación química, menos para satisfacer los caprichos de EEUU.
¿Cómo puede ser que Colombia, con una PIB más grande que el del Perú o Afganistán y con un peso estratégico al menos semejante para Estados Unidos, no sea capaz de evitar una estrategia anti-drogas que trata a nuestro territorio poco mejor que un vertedero químico?
¿Tendremos falencias en nuestros cuerpos diplomáticos o cancillería? O, ¿será que nuestros dirigentes no quieren entender que los intereses del campo colombiano también son parte del interés nacional?
Aunque no existe a la fecha más que especulaciones para responder a estas preguntas, lo que queda claro es que nuestros dirigentes no se pueden esconder detrás de EEUU para seguir defendiendo una política que daña nuestra salud, destruye nuestros ecosistemas, y contribuye a prolongar el conflicto armado. Menos en 2020, cuando Colombia cuenta con un amplio portafolio de políticas que hacen obsoleta la idea de la erradicación a las malas.
¿Cuáles son las alternativas a la erradicación forzada y la aspersión aérea?
En Colombia existen programas de sustitución de cultivos y titulación de tierras que ofrecen menores tasas de resiembra a un costo mucho menor que la aspersión aérea. Son programas demandantes a nivel financiero y técnico, pero no por esto estamos obligados a asperjar.
Por el contrario, el principio de responsabilidad compartida en política drogas nos indica que, a falta de recursos locales, la solución es compartir la inversión con nuestros socios internacionales. Si quieren que reduzcamos nuestros cultivos: paguen el costo real que esto significa. No estamos obligados a incurrir costos innecesarios y contraproducentes, y menos a desacatar nuestra propia constitución, atentar contra nuestra salud, violar los derechos de nuestras poblaciones más vulnerables, y romper nuestros acuerdos para superar el conflicto.
Segundo, el desarrollo del mercado legal de cánnabis para usos alternativos muestra que es viable hacer algo parecido con la planta de coca. Nuestros vecinos andinos lo han empezado a hacer, y de paso han fortalecido el consumo tradicional de hoja de coca, para la cual no existe evidencia de daño a la salud como sí indicadores de beneficios validados por la ciencia (enlace). Por medio de asociaciones cocaleras y programas de control social, nuestros vecinos han logrado una mayor estabilización de las hectáreas de coca y aumentado los precios de la hoja, lo cual proporciona ingresos adicionales a los cultivadores para diversificar la economía rural.
Promover los usos alternativos de la coca es una opción innovadora de gran potencial. Consiste en valorar la planta de coca como un elemento fundamental de nuestro patrimonio cultural y biológico. La idea aquí es dejar de ver la coca como un cáncer y reconocerla como protagonista de la bio-economía: el modelo de desarrollo recomendado por la Misión de Sabios centrado en el aprovechamiento equitativo y sostenible de nuestra inmensa diversidad biológica y cultural. Esto podría incluir el diseño de nuevos productos a base de coca que compitan con los estimulantes ilícitos, pero sin los daños de estas sustancias– reduciendo desde la demanda misma el mercado de clorhidrato de cocaína. También podría incluir, según el conocimiento tradicional y la ciencia occidental, amplias posibilidades nutricionales, terapéuticas y agrícolas basadas en esta planta estigmatizada desde la ignorancia.
En un momento de profunda crisis sanitaria, social, económica y ambiental, no podemos darnos el lujo de seguir derrochando recursos y vidas en políticas fracasadas como la erradicación forzada y la aspersión aérea. Hoy más que nunca tenemos que innovar, y hacerlo de la mano de las comunidades y la ciencia.