El acuerdo es, en términos generales, lo que el campo colombiano requiere y lo que la mayor parte de quienes lo hemos estudiado y vivido reclamamos desde hace décadas.

Este artículo lo publiqué originalmente en Semana

En un artículo publicado en Semana Jorge Humberto Botero ataca despiadadamente el punto 1 del acuerdo de la Habana que busca la transformación del campo colombiano, combinando unas pocas verdades con innumerables falacias para tratar de desvirtuar lo negociado. No pretendemos en este corto escrito refutar todas sus aseveraciones, pero si nos referiremos a algunas de ellas.

Según el exministro “la visión del territorio rural que dimana del Acuerdo es producto de una concepción marxista”. Afirmación que seguramente hace porque desconoce que el enfoque territorial del desarrollo rural que propone el acuerdo proviene de la estrategia que la Unión Europea puso en marcha con significativo éxito desde finales del siglo pasado y que simultáneamente en América Latina desarrollaron los pioneros de la “nueva ruralidad”. Concepción que se ha venido imponiendo en la mayoría de países del continente, independientemente de las inclinaciones políticas de sus gobiernos.

En el caso colombiano el antecedente más reciente de esta concepción quedó expresado en el proyecto de ley de tierras y desarrollo rural que un exministro de hacienda y de agricultura conservador elaboró en el primer gobierno Santos, y cuyos lineamientos hicieron parte fundamental de la propuesta que el Gobierno llevó a las negociaciones de la Habana y que quedó recogida en los textos del acuerdo. El Grupo Diálogo Rural Colombia – que reúne a personas de diferentes proveniencias y diversas ideologías – venía promoviendo ya esta visión novedosa del desarrollo rural, y contribuyó a que quedara incluida en el mencionado proyecto y a que se discutiera en el foro de la sociedad civil que Naciones Unidas y la Universidad Nacional organizaron en diciembre de 2012 sobre el primer punto de las negociaciones de paz.

La visión de desarrollo con enfoque territorial que propone el acuerdo busca que sea en los territorios, con la amplia participación de todos sus habitantes – autoridades, empresarios, gremios, agricultores familiares, academia, etc. -, que se definan las estrategias de desarrollo rural, las cuales deben incluir la producción agropecuaria, otras fuentes de generación de ingresos, la dotación de bienes públicos, el desarrollo de capacidades y el fortalecimiento institucional. En una palabra, plantea que no sea desde las oficinas de la capital que se propongan las estrategias de desarrollo de los territorios, sino que lo hagan sus habitantes – como ha debido ser desde hace mucho tiempo -, y que el Estado los apoye para que superen la dramática situación de atraso que subsiste en la mayor parte de esos territorios. 

Obviamente que ese desarrollo debe prestar especial atención a los pobres del campo (campesinos, comunidades indígenas y afrocolombianas, mujeres rurales, etc.) y debe buscar que los recursos públicos los beneficien de preferencia a ellos. No es que el acuerdo solo vea a “(los) campesinos, las campesinas y las comunidades indígenas, negras, afrodescendientes, raizales y palanqueras y demás comunidades étnicas”, como afirma Jorge Humberto, pero si reconoce que ellos deben ser los destinatarios principales de la acción gubernamental si queremos superar la pobreza, el atraso y la inequidad que afecta gravemente a nuestras zonas rurales.

Pero no es solo por elementales razones de equidad y justicia que el acuerdo lo propone, lo es también para que el campo colombiano sea próspero y competitivo. Tal vez el exministro Botero desconoce que desde mediados del siglo pasado se han realizado infinidad de estudios en los más diversos países del mundo – incluido Colombia – que muestran que la pequeña producción agropecuaria utiliza de manera más eficiente los recursos productivos y genera mayor valor por hectárea que la grande. Algunos de los cuales han sido realizados por entidades internacionales – como el Banco Mundial –, por connotados académicos internacionales y por respetables centros de investigación colombianos que nadie osaría calificar de marxistas.

De manera que fortalecer la agricultura familiar (campesinos, indígenas, afros y pequeños productores en general, incluyendo los más empresariales) no es una estrategia anacrónica, ni marxista, sino una prioridad fundamental para superar el atraso y la miseria predominantes en nuestros territorios rurales. Pero fortalecer la agricultura familiar exige que se dote con tierra y con servicios públicos y sociales a los pequeños productores que no la tienen en cantidades suficientes. Para eso son los tres millones de hectáreas que el acuerdo propone distribuir en diez años. Para adquirirlas se plantean mecanismos que ya existen en la Constitución y en las leyes colombianas, comenzando por la recuperación de los más de dos millones de hectáreas de baldíos que se apropiaron ilegalmente durante los últimos lustros del conflicto que se aspira superar. No se va a aplicar ningún mecanismo “comunista”, sino los que ya tenemos en nuestras leyes y que cualquier país civilizado debe contemplar. La meta es un tanto ambiciosa, aunque no demasiado si se tiene en cuenta que dentro de la actual frontera agrícola hay más de quince millones de hectáreas con vocación agrícola deficientemente aprovechadas (no se deben comparar los 3 millones de hectáreas que se pretende distribuir con nuestra escasa área dedicada a la agricultura, sino con la que ocupan todas las actividades agropecuarias, incluida la ganadería, que son más de diez veces la cifra mencionada).

Esos pequeños agricultores viven actualmente en condiciones muy difíciles, como lo señala el exministro Botero, pero no porque no sean capaces de producir de manera eficiente, sino porque no tienen tierra suficiente, ni acceso al crédito, ni a asistencia técnica, ni cuentan con vías de comunicación, ni disponen de educación de calidad (el reciente Censo Nacional Agropecuario muestra, por ejemplo, la vergonzosa cifra de analfabetismo en el campo colombiano en pleno siglo XXI). En estas condiciones de abandono lo que sorprende es que puedan sobrevivir…

Por su parte, la formalización de la propiedad privada en siete millones de hectáreas que no cuentan con títulos de propiedad debidamente registrados, que el acuerdo propone, no es “colectivismo”, ni “socialismo”, sino un aspecto fundamental para el desarrollo del capitalismo en el campo. Como lo son los planes nacionales que el acuerdo establece para dotar con infraestructura, salud, educación y protección social a los territorios y a los habitantes rurales. Son, simplemente, una manera de que la sociedad colombiana pague la deuda histórica que tiene con las áreas rurales y, en especial, con sus habitantes más pobres.

El acuerdo es, en términos generales, lo que el campo colombiano requiere y lo que la mayor parte de quienes lo hemos estudiado y vivido reclamamos desde hace décadas.

Director ejecutivo de la Corporación PBA, coordinador del Grupo Diálogo Rural Colombia, integrante de la Misión Rural y ex viceministro de Agricultura.