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Las recientes deliberaciones del III Congreso Internacional de Gestión Territorial para el Desarrollo Rural (Brasilia, 7 al 10 de noviembre, 2016), enfatizaron que la práctica del desarrollo territorial en América Latina, ha tenido varias fallas sistemáticas, que Colombia debe hacer todo lo posible para evitar. Nos referimos a cinco de ellas
En Colombia se ha venido construyendo un discurso y un acuerdo bastante amplio sobre la necesidad de que las políticas de desarrollo rural transiten desde un enfoque sectorial, hacia uno territorial. El informe de la Misión Rural; el punto 1 del Acuerdo de Paz, sobre Reforma Rural Integral; el informe del PNUD de 2011 “Colombia Rural: Razones para la Esperanza”, son tres textos que hacen suyo el enfoque territorial como marco analítico para ordenar su análisis y la elaboración de sus propuestas.
Más importante aún, el país acumula una larga experiencia de políticas y programas de naturaleza territorial, incluyendo de cierta manera los programas DRI hace 40 años, pasando por el PNR, hasta los casos del piloto del PDRIET, el programa DRET del INCODER e IRACA del DPS, en años más recientes. Decenas si no es que cientos de experiencias locales, de la sociedad civil, se definen como iniciativas de desarrollo territorial. Los decretos de creación de las nuevas agencias de Desarrollo Rural y de Renovación del Territorio, hablan de promoción del desarrollo territorial.
El enfoque se enseña y se promueve en casi todas las maestrías y doctorados relacionados con el desarrollo rural, en las mejores universidades del país.
Y, sin embargo, es importante preguntarse: ¿de qué desarrollo territorial hablamos? Las recientes deliberaciones del III Congreso Internacional de Gestión Territorial para el Desarrollo Rural (Brasilia, 7 al 10 de noviembre, 2016), enfatizaron que la práctica del desarrollo territorial en América Latina, ha tenido varias fallas sistemáticas, que Colombia debe hacer todo lo posible para evitar. Nos referimos a cinco de ellas:
Primero, aunque la teoría del desarrollo territorial parte por reconocer que la economía rural es crecientemente diversificada, y que “rural no es sinónimo de agrícola”, en la práctica la mayoría de los programas de desarrollo territorial han terminado siendo iniciativas de promoción de la agricultura campesina.
Con esta lógica sectorial, las iniciativas de desarrollo no pueden dialogar ni tienen mucho que ofrecer al 37% de los hombres y al 74% de las mujeres rurales, cuya vida económica no se realiza en la agricultura, sino que en otros sectores de la economía, y también se auto-limitan frente a los propios hogares campesinos que muy mayoritariamente tienen estrategias de vida diversificadas.
Segundo, la ruralidad latinoamericana y, sin duda, la colombiana, es mayoritariamente rural-urbana. En Colombia, la inmensa mayoría de la población rural no es “dispersa”, como dice la definición oficial, sino que se localiza en las proximidades de centros urbanos pequeños y medianos, y hace su vida social y económica en ambas fracciones de los territorios funcionales en que viven y trabajan.
Sin embargo, las enormes y evidentes oportunidades (de desarrollo económico, de acceso a servicios, de diversidad social y cultural, de mayor poder político, etc.) que se derivan de esta relación espacial de lo rural y lo urbano, son sistemáticamente ignoradas por la mayoría de las iniciativas de desarrollo territorial, que no solo reducen su acción al espacio rural, sino que siguen mirando las relaciones rural-urbanas como amenazas predatorias que hay que contener.
Tercero, y relacionado con lo anterior, el marco analítico del desarrollo territorial define al territorio como “una construcción social” antes que como un espacio geográfico. Lo que se quería decir es que la acción de desarrollo territorial, debe abarcar los espacios en los que las personas efectivamente hacen su vida social y económica, y con los que, en virtud de ello, reconocen relaciones de identidad cultural. Esos espacios son territorios funcionales, definidos y delimitados por los flujos de mercancías, servicios, ideas, información, personas, dinero, servicios ambientales, entre las localidades que los conforman.
Sin embargo, muchas iniciativas de desarrollo territorial se despliegan en lo que podemos llamar territorios normativos, delimitados no por relaciones sociales, si no que por alguna variable definida exógenamente por el gestor del proyecto, y que en muchísimos casos termina siendo el espacio político-administrativo de un municipio, o, peor aún, de una localidad.
El equivocarse en la identificación del territorio, estos proyectos lo que hacen es amputar un conjunto de relaciones sociales que, pudiendo ser esenciales para el desarrollo territorio, quedan artificialmente fuera del campo de interés del proyecto o programa.
En cuarto lugar, una definición esencial del desarrollo territorial, es que son los actores territoriales quienes deben definir, conducir y controlar sus procesos de desarrollo.
Muchas iniciativas de desarrollo territorial, sin embargo, caen en una confusión, que es que “los actores territoriales” quedan reducidos a los campesinos, las comunidades indígenas, y otros sectores pobres y socialmente marginados, como si los comerciantes, las burocracias, los consumidores, los trabajadores y empresarios de las industrias y comercios, no fueran actores centrales de sus territorios. De esa manera, las coaliciones que sustentan las iniciativas de desarrollo territorial, terminan teniendo una base social estrecha, que reduce su poder y sus potencialidades.
Finalmente, una quinta falla de muchos programas que se definen como territoriales, es que ignoran un hecho que es, sin duda, el corazón del concepto mismo de los conceptos de territorio y de desarrollo territorial. Se trata de que cada territorio tiene una geografía particular, que le otorga una cierta dotación de recursos y de servicios ambientales una historia particular, y, sobretodo, cada territorio tiene una historia, estructuras sociales, instituciones y actores sociales, que lo diferencian de otros territorios.
El desarrollo territorial lo que busca es, justamente, identificar las potencialidades inherentes a dichas particularidades, y construir a partir de ellas ventajas comparativas que puedan convertirse en el motor del desarrollo del territorio.
De ahí se deriva que el desarrollo territorial tiene que ser construido, conducido y controlado por coaliciones sociales del propio territorio, porque no es posible que algún actor central, localizado por ejemplo en Bogotá, pueda siquiera conocer las idiosincrasias de cada territorio, y menos aún definir cuáles son las formas adecuadas para promover el desarrollo del territorio X.
Por tanto, los proyectos de desarrollo territorial deben construir capacidades y transferir competencias, autoridad, poder de decisión, y recursos, a los actores territoriales, y aceptar que son ellos los que deben decidir por qué, para qué, cómo, cuándo y con quien hacer el desarrollo de su territorio. Son muchos los proyectos territoriales que son iniciativas centralizadas, con decisores situados en alguna agencia fuera y muchas veces lejana del territorio, que definen los objetivos, y asignan y controlan el presupuesto y a través de ello, las actividades.
Las iniciativas que caen en estas prácticas, usan la marca de “desarrollo territorial” porque está de moda, pero en esencia son programas tradicionales de desarrollo sectorial agropecuario. Por ello, no debe sorprender que en la mayoría de los casos sus resultados sean escasos y, sobretodo, insostenibles una vez que termina el financiamiento externo.
Colombia, que se dispone a embarcarse en una nueva ola de programas territoriales para construir la paz en los territorios, tendrá que decidir qué tipo de desarrollo territorial es el que pondrá en práctica, y eso marcará sin duda los resultados e impactos a los que se podrá aspirar.