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Hoy la imagen de la participación ciudadana en los procesos de desarrollo urbano es una fotografía con personas frente a un tablero con papelitos de colores pegados, una fotografía de unas manos señalando y rayando un plano, una fotografía de unos niños haciendo manualidades y muchas fotos de gente sonriendo sobre-actuadamente.

Estamos en un estado de guerra ciudadana, o por lo menos, en eso es que hemos convertido el debate, el diálogo y la construcción colectiva de ciudad. Es una guerra fría, conveniente y que tiene diferentes picos de tensión dependiendo de la coyuntura política o de los intereses privados fuertemente marcados que provengan del planteamiento inicial de un proyecto público. En otras ocasiones son expresiones de guerra difuminadas en el territorio que alcanzan mayor o menor notoriedad, pero el eco de las detonaciones retumba permanente.

Hablamos de proyecto público, porque no hemos sido capaces de superar ese formato para conducirlo hacia el de “proceso” público. Y el proceso es necesario porque otorga sentido, porque contiene los proyectos y porque el tiempo pasa y se requiere la posibilidad de evaluación, mantenimiento, monitoreo y mejoramiento.

También porque las personas cambian, los líderes cambian, los administradores de ciudad cambian y se requiere un anclaje que permita una lectura histórica de desarrollo. Pero nos creemos únicos y eternos. La ciudad nace y muere cada cuatro años y el paso del tiempo es la inercia de tratar de pegar una colcha de retazos llena de neonatos y cadáveres urbanos.

No tenemos una conciencia y una proyección hacia los procesos. Estamos en la época de los proyectos contados como una lista de mercado. De hecho se viene teniendo la costumbre de numerarlos para poder exponerlos con la contundencia estadística del caso. Estos proyectos entre sí pocas veces tienen sinergia. Lo importante es “hacer cosas”. No importa mucho su pertinencia, su sentido, su coherencia ni mucho menos su equilibrio en el espacio-tiempo. No hay tiempo para mayores disquisiciones filosóficas. El mundo es concreto y práctico y así mismo debemos actuar.

Estamos siempre prevenidos, siempre desconfiados y apáticos a una posibilidad de co-creación ciudadana. Entonces se confirma con vehemencia la ciudad como un escenario de conflicto por excelencia, como el escenario de los intereses y las negociaciones permanentes.

Esta confirmación va dirigida hacia su reconocimiento necesario, a no negarlo, sino a poderlo incorporar en una plataforma de gestión coherente y armónica para la toma de decisiones. Sin embargo, esto ha venido siendo altamente complicado para los actores de los procesos de desarrollo urbano y la trayectoria de madurez en nuestro contexto está quizás en etapas adolescentes, por no decir infantiles. Esto se comprueba con la realidad manifiesta de la expresión de la ciudad en todos los momentos de su historia cuando se presentó una fractura social producto de proyectos urbanos. De hace casi cuatrocientos años hasta hoy.

El gran chivo expiatorio, principalmente, de las últimas décadas ha sido el de la llamada “Participación Ciudadana” para abordar las problemáticas urbanas, que cada vez más se inscribe con fuerza en las narrativas de los actores de la ciudad, principalmente desde la institucionalidad pública y la academia. La sociedad civil organizada con algún intento y las comunidades de base en medio de la especulación que los ubica como el objetivo a manosear.

La participación ciudadana es un dispositivo ético, democrático y metodológico por el cual se involucran todos los actores para superar todas las fases de un proceso de desarrollo urbano, pero como ya se mencionó, por el momento para superar todas las fases de “proyectos” aislados de desarrollo urbano.

Este enfoque de desarrollo de procesos tomó fuerza desde la década de los sesenta en medio de la reflexión global de las ciudades como escenarios de conglomeración humana con impactos altamente negativos para el medio ambiente y para los propios habitantes. Escuchar las diferentes visiones, llegar a acuerdos para la toma de decisiones, reconocer la diferencia y trabajar colectivamente son recomendaciones desde esa época hasta ahora. La cultura mediática se encargó en los últimos años de darle una cara sensible y vulnerable a estos procesos de participación y ha permitido desvelar su avance lento.

El principal descubrimiento de la evidencia pública de los procesos de participación es el de nuestra condición humana de base para poder movilizar estas causas. Descubrimos que somos aún muy cerrados, muy sordos, obstinados y que por el momento sigue primando el instinto de supervivencia por el cual se hace todo lo posible por solucionar la causa individual y personal antes que cualquier otra cosa. Pueden ser causas políticas, causas vecinales, causas al interior del hogar. Esto se expresa en múltiples rasgos de los procesos y proyectos de desarrollo urbano, en la escala de la calle, del barrio, de la comuna, de la zona, del municipio y hasta en las áreas metropolitanas enteras. Desde la pelea con el vecino por una ropa colgada hasta los debates entre científicos del pensamiento regional.

Sin darnos cuenta, esto también responde al momento histórico de nuestro lugar en el mundo, de nuestra condición en América Latina, de nuestros conflictos sociales, económicos y culturales. Quizás las cosas no han cambiado mucho en el devenir de la configuración del proceso de país y sus diversas etapas representativas. Las mismas cosas con diferentes empaques.

Sin embargo, uno de los principales focos por el cual se puede y debe hacer una crítica permanente de las posibilidades y plataformas de los procesos de madurez para la participación ciudadana, es de la institución pública. La institución pública como una de las principales agencias llamadas a promover de la mejor manera posible este reto, finalmente humano. Entonces vale la pena revisar el propio organismo de la institución pública para reconocer su visión, voluntad, capacidad y proyección de procesos de participación, en un mundo en donde la trampa tecnocrática, empresarial y pragmática de los resultados político-electorales la han alejado de su rol protagónico y referente.

Esta trampa ha creado un abismo y una fractura entre la institución pública y la ciudadanía y se construyen sofisticados mecanismos de participación artificial, que más que humana o ciudadana, es un ingrediente más de cumplimiento de un discurso contemporáneo de integración y vinculación que pocas veces se ve reflejado en el ánimo y en la cotidianidad de la vida real de los habitantes de los diferentes lugares de la ciudad.

Hoy la imagen de la participación ciudadana en los procesos de desarrollo urbano es una fotografía con personas frente a un tablero con papelitos de colores pegados, una fotografía de unas manos señalando y rayando un plano, una fotografía de unos niños haciendo manualidades y muchas fotos de gente sonriendo sobre-actuadamente. La imagen de la participación ciudadana son listas y actas firmadas para poder pasar cuentas de cobro, son fotos con ángulos estratégicos para que se vea “bastante gente”.

El problema no es que esas imágenes aparezcan sino que extrañamente se empiezan a posicionar como el único testimonio de la participación, de la misma manera y en todos los lugares, bajo cualquier circunstancia y en medio de cualquier problemática a resolver. Cuando hay una inmersión comprometida para explorar lo que hay detrás de esas fotos, por lo general también hay coincidencias: desinformación, ausencia institucional, bajos niveles de apropiación, bajos niveles de conocimiento del problema que se aborda, incertidumbre y principalmente no hay un proceso visible y tangible que permita certificar que hay un soporte para seguir avanzando desde el estímulo de la participación y sus estímulos teóricos.

La participación en las actuales condiciones y como se ve en las expresiones manifiestas de las comunidades, es una fiesta de la especulación político institucional. Es un requisito por cumplir, si se pudiera, en muchas ocasiones se preferiría no hacerla, pero como toca hacerla se comunica de una manera exagerada y  distorsionada.

Otro foco de revisión es el de la formación de personas con capacidades especializadas para liderar procesos de participación, que por lo general es una alianza indirecta entre la academia y la institución pública y en donde hay múltiples aspectos por destacar. Ante la realidad de la ciudad en sus diferentes momentos históricos no hay una evidencia contundente del impacto de los profesionales de las ciencias humanas y sociales en la consolidación de procesos trascendentales de desarrollo urbano.

Para el caso del Área Metropolitana de Bucaramanga, vale la pena anotar la ausencia sensible de escuelas de pensamiento y acción relacionadas a estos temas. Vale la pena anotar la ausencia literal de las escuelas de sociología, antropología y geografía, por anotar solo algunas y vale la pena anotar el enfoque de la escuelas de trabajo social y psicología y sus aportes en este sentido y las posibilidades de reflexión ante los retos que la ciudad sugiere y cómo están respondiendo desde allí. No porque estas escuelas de pensamiento sean las únicas que pueden aportar en los procesos de participación, ni porque la participación les pertenezca como un activo fijo, sino porque deberían ser estimulantes del debate y la intervención en este sentido.

Es fundamental posibilitar la emergencia de personas con altas capacidades desde la academia para afrontar lo que finalmente siempre serán conflictos, tensiones y necesidad de generación de acuerdos en medio de la diferencia. Es bastante común ver profesionales sociales con consciencia e intención comunitaria integradora, pero en el momento vivencial del conflicto advierten sus carencias primero como personas, como individuos, como ciudadanos y luego la incapacidad e inexperiencia que condena los procesos de participación al fracaso.

No basta con buenas intenciones u orientaciones teóricas comprometidas, se necesita fogueo humano comprometido y permanente para crear capacidades de mediación y conciliación. Se necesitan profesionales sociales que ayuden en la gestión del conflicto urbano, no batallones de “sociales” para recoger firmas, actuar -en ocasiones- como recreacionistas y tomar fotos.

De hecho se hace cada vez más necesario involucrar a todos los profesionales que tienen un enfoque de acción para el desarrollo urbano en este reto manifiesto; un reto que es doble, porque la trampa tecnocrática ha llevado a casi todos los profesionales a ser abanderados y ejecutores de procesos de participación como una caricatura y es así que encontramos -por ejemplo- arquitectos que aparecen cada vez más con discursos de participación, en donde se aprecia la manipulación y el manoseo de los términos y ejecutorias de las metodologías para posar como arquitectos “integrales” o arquitectos con “proyección y sensibilidad social”. De aquí también vale la pena señalar la importancia de la madurez en el diálogo interdisciplinario, que es una obligación teórica y práctica para poder avanzar de la mejor manera en medio de estos retos del desarrollo con real impacto y relación comunitaria.

Entonces, es de nuevo la institución pública la llamada a evaluar estas dinámicas, a demostrar con sus propias estructuras internas la calidad y la capacidad de promoción efectiva y real de procesos de participación desde su posición política honesta y comprometida, desde su posición real de valoración y reconocimiento de la comunidad como su principal interlocutor para poder ejecutar desde el interior y en alianza con profesionales o universidades, verdaderos procesos de participación con recursos dignos y suficientes a la altura de uno de los principales renglones de la agenda del desarrollo y que por lo general es asumido como residual, molesto, generador de “mucha pelea”, generador de mucho ruido y que quita tiempo y recursos para poder demostrar “verdaderos resultados”.

Equivocadamente hemos profundizado la condición de que profesionales o funcionarios públicos iluminados saben perfectamente desde siempre qué es lo que se necesita, en qué lugar, cómo y cuándo hacerlo y con qué tipo de particularidades. Ante esta iluminación cualquier tipo de diálogo sobra y el proceso ciudadano al final siempre se caerá.

La verdadera valoración del otro, de la diferencia y el reconocimiento de la ciudad como escenario de conflicto debería movilizar la tendencia de la institución pública de tener una relación comunitaria “de lejitos” e ir hacia unas nuevas lógicas de actuación desde lo público que podrían terminar dando mayores posibilidades de impacto, e incluso ahorro de tiempo y recursos financieros que lamentablemente terminan en ocasiones usados para soportar procesos jurídicos largos y costosos, que son resultado precisamente de estos procesos de participación “de lejitos”. Al final todos perdemos en ese tipo de lógica de no reconocimiento de la diferencia ni del conflicto de base en los diferentes procesos que se necesitan abordar.

La participación ciudadana también debe tener un proceso de insumo de creación de capacidades permanente, que mediante la pedagogía territorial en diferentes ámbitos, refuerce y especialice el proceso educativo formal con la posibilidad de tener cada vez más ciudadanos y líderes con capacidades plenas para el debate y que desde sus barrios y comunas puedan ejercer movilizaciones permanentes de construcción colectiva fundamentada. Muchas veces la participación es un ejercicio desequilibrado debido a los bajos niveles de información, capacitación y manejo de ciertos aspectos vinculados a los procesos urbanos en donde las personas no tienen las suficientes herramientas. También es necesario sacar mejor provecho de las redes sociales, que en nuestro contexto doméstico son el vertedero de la expresión de la guerra digital y ponerlas al servicio de la participación con nuevas ideas que están por verse, más allá de la publicidad básica y las encuestas intrascendentes e ilegítimas.

Es importante reconocer entonces la participación ciudadana como un dispositivo directo para afrontar el conflicto natural de base que tiene la ciudad y sus procesos urbanos. De la calidad y honestidad de su tránsito en medio de la gestión pública y privada dependerá la posibilidad de cimentar y permitir crecer escenarios de madurez política y por lo tanto de mayor posibilidad de construcción colectiva de condiciones de vida mejores para todos. No es un tema menor, no es una trayectoria menor, es quizás la trayectoria crítica, la fundamental. No es una moda de la gestión tecnocrática de las ciudades.

La clave de la participación ciudadana para el conflicto urbano es revisar si dentro de nuestras consideraciones personales reside un componente básico fundamental de humanidad que nos permite reconocer y escuchar al otro y desde allí poder discutir, debatir, sacar conclusiones y tomar decisiones como parte de un colectivo. Es revisar si el encuentro con el otro no supone para mí pérdida de tiempo, energía y dinero.

La clave de la participación es recordar que hace parte de la estructura básica por la cual somos una sociedad democrática en donde el escenario de lo público exige este tipo de encuentros para la resolución de conflictos y que la naturaleza de un parque, de un andén, de una vía, de un barrio, de una comuna, de un alcantarillado, de un edificio público y demás componentes de soporte del desarrollo urbano, es precisamente la del conflicto y la problematización; no como un obstáculo per-se para la acción, sino como la puerta de entrada para el reconocimiento y enfoque preciso de los fenómenos.

La clave de la participación es consolidarla como un proceso de relevancia, de respeto en sí mismo, en donde todos los esfuerzos y los recursos son dirigidos con la mayor atención, el mayor detalle y el esfuerzo por considerar y procesar las diversas expresiones y contribuciones de los actores divergentes. Es generar escenarios de calidad, permanencia, soporte y estímulo para el desarrollo y demostrar permanentemente resultados que aportan a la resolución de los conflictos y a la solución de los problemas y necesidades desde esta plataforma de pensamiento y acción.

La clave de la participación es la confianza que se construye con hechos concretos, con hechos de humanidad, empezando por la apertura al encuentro, la disposición, la voluntad y el reconocimiento del otro, pasando por escuchar y apropiar las visiones del divergente y finalizando con una de las sorpresas que casi siempre nos podemos llevar en medio de los conflictos: la de abrirnos a descubrir que nuestros enemigos pueden pasar a ser compañeros de construcción colectiva si posibilitamos plataformas equilibradas de acuerdos para el bien común, manteniendo la diferencia y promoviendo la coincidencia.

Arquitecto, candidato a Magíster en Hábitat de la Universidad Nacional de Colombia, co-fundador y miembro activo desde 2006 de la ONG Citu Experiencia Local - Laboratorio de Proyectos Urbanos, equipo interdisciplinario de carácter independiente que tiene como principal intención la reflexión en...