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Lo que antes se acordaba en fincas y reuniones con emisarios y líderes del viejo y cuestionado PIN o en oficinas remotas se fragua, ahora, a la vista de todos, como si entendieran que este departamento que les ha dado todo también les va a permitir, ahora, todo.

En la primera escena del segundo acto de Julio César, de Shakespeare, acaso el espejo más fiel a las argucias más sucias del poder, Bruto conversa en su jardín con Lucio, uno de sus criados, sobre los motivos detrás de la conspiración para asesinar al dictador romano y replegar su naturaleza codiciosa, feroz:

“El abuso de la grandeza se da cuando se separa del poder la misericordia: y, para decir la verdad César, nunca he visto que sus pasiones hayan dominado más que su razón. Pero es común experiencia que la humildad sirve de escalera a la naciente ambición, a la que el trepador vuelve la cara subiendo: pero una vez que llega al peldaño superior, vuelve la espalda a la escalera, mira a las nubes, despreciando los bajos escalones por donde ascendió. Así puede hacer César; entonces, evitémoslo para que no pueda hacerlo”.

Dice Bruto. Aunque Julio César aparece tan solo en un par de escenas y muere en el arranque del tercer acto, la lectora puede intuir su poder en la sombra, su poder en todos los niveles: su tiranía. Y puede, también, entender ciertas razones y casi que ponerse de lado de los conspiradores, entender su ansiedad.

Recordé ese pasaje de Shakespeare leyendo las noticias recientes sobre el apellido Aguilar —ese apellido que venimos escuchando, sopesando y premiando desde hace casi veinte años— y constatando el lugar común que hemos venido aceptando, casi con resignación, desde que el coronel llegó a la Gobernación en 2004.

El lugar común dice que, en efecto, Hugo Aguilar y sus vástagos son los políticos más importantes de Santander y que no desaprovecharon estrategia alguna para llegar hasta allí. Que no les importó el clientelismo. Que pudieron pasar por encima de la justicia sin problemas, sin responder por los delitos de los que acusan al patriarca ni por las faltas disciplinarias, fiscales y hasta penales de sus herederos. Que han sorteado toda clase de escollos amparados en una dosis de impunidad, pactos con actores armados revelados por la justicia y un respaldo en las urnas que ya no es anecdótico ni pasajero sino, francamente, preocupante. Porque, guardadas las proporciones, el apellido Aguilar pareciera recoger la manía ambiciosa de Julio César y jugar a su misma avidez. Jugar con el mismo fuego.

Llegaron al poder regional, se hicieron con el departamento, pusieron alcaldes, concejales y diputados en varios municipios, tejieron alianzas de todo tipo —de todo tipo— y consolidaron una estructura cuyos beneficios, al final, recaen, siempre, siempre, sobre su famoso apellido. No se trata ya del poder por el poder, de ganarse unas elecciones, sino de un poder, digamos, que desean completo, robusto y sin filtraciones de ningún tipo. Un poder, en suma, que solo guarde su nombre. Un poder que no se quede solo en las paredes del Palacio Amarillo sino que se abra y se nutra a su paso, que lo abarque todo.

El poder de los entes de control, por ejemplo, que tanto los ha beneficiado, y por el que se quedaron con la contraloría departamental y, también, con el que quieren ganarse la personería y la contraloría de Bucaramanga. El poder de la plata, que tanto los seduce y los emociona, y por el que diseñan parques temáticos y proyectos turísticos con graves cuestionamientos financieros, a pesar de los costos, los riesgos fiscales y las tendencias turísticas mundiales, como lo señaló hace poco La Silla.

El poder de las corporaciones públicas, que manejan miles de millones de pesos y puestos clave, y por el que, incluso, modificaron el proceso para elegir el gerente de la Empas y limitaron las facultades decisorias del director de Cdmb con el fin preciso de poner a alguien que siga sus órdenes.

Todo esto es, ya digo, un lugar común. Todo lo anterior se sabe desde hace muchísimos años, pero esta vez todo tiene el cariz del descaro, cuando no del cinismo. Lo que antes se acordaba en fincas y reuniones con emisarios y líderes del viejo y cuestionado PIN o en oficinas remotas se fragua, ahora, a la vista de todos, como si entendieran que este departamento que les ha dado todo también les va a permitir, ahora, todo.

Eso es lo que, al parecer, ha sucedido desde 2004, y lo que explica todo ese apoyo, todo ese entusiasmo, todo ese respaldo, todos esos votos y toda esa complacencia del poder regional y de algunos medios de comunicación con un hombre —con un nombre— que acapara progresivamente todas las aristas del poder en este departamento extraño. Han sembrado una manera de hacer política que, sobre todo en las provincias, les sigue dando réditos y sosteniendo su señorío.

Durante un tiempo, las jugadas y noticias de los Aguilar fueron anecdóticas, luego fueron llamativas y luego polémicas. Ahora, creo, estamos ante un hombre —ante un nombre— cuya voracidad es, como la voracidad de Julio César, como la ambición de Julio César, como el deseo de Julio César, verdaderamente peligrosa. Sobre todo eso: peligrosa. 

Editor independiente. Ahora en la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. Algo he publicado en El Espectador, Vanguardia, La Silla Vacía, la revista Suma Cultural de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz y en un libro de cuentos editado por la UIS. Bumangués.