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Marta Lucía Ramírez sigue siendo uno de los nombres más fieles al normal funcionamiento histórico del poder en Colombia y a sus pocos apellidos, a aquellos a quienes Antonio Caballero llamó “los poseyentes”: los patronos de todas estas cosas, los dueños desde siempre.

Hay que ser un poco caradura para querer el poder y, por esa vía, para aferrarse a él, para convertirlo en la vida. Marta Lucía Ramírez, vicepresidenta a regañadientes desde un principio, responde con creces a ese afán, a esa manía, y la noticia reciente sobre la fianza —«una garantía»— que le pagó a su hermano hace veintitrés años para librarlo de una condena mayor por tráfico de heroína, y el inusitado abrazo indulgente del poder, de los expresidentes, de los empresarios, de las élites, no hacen sino confirmarlo.

Ramírez sigue siendo, a esta hora de esta verdadera tragedia, tras casi treinta años yendo y viniendo dentro, una de las figuras más funcionales del establecimiento, y uno de los nombres más fieles al normal funcionamiento histórico del poder en Colombia y a sus pocos apellidos, a aquellos a quienes Antonio Caballero llamó “los poseyentes”: los patronos de todas estas cosas, los dueños desde siempre.

Un establecimiento que sabe, además, cómo echar a andar sus engranajes. No es difícil rastrear, encima y debajo de buena parte de la prensa centralista y de los feroces defensores del Gobierno, la estrategia, el discurso: esa repetición sin demasiadas reservas de la «tragedia», de la «lucha», de la «dedicación», de la «autoridad moral», de los «días difíciles», esos intentos por desdibujar el asunto y dejarlo pasar como un escollo, un traspié nomás, a espaldas de la gente; esta insistencia en que no veamos, a pesar de las evidencias, a quiénes es que de verdad rinden cuentas estos dirigentes.

Casi siempre, entre uno y otro escándalo pasajero, pueden verse las fisuras del sistema, pero pocas veces el establecimiento y sus deudores y sus benefactores y sus matones han dejado ver su hipocresía y su desfachatez, a pesar del golpe de los hechos. Más allá del delito de su hermano, de la pena y su responsabilidad, Marta Lucía Ramírez ha demostrado, patinando entre sus declaraciones y sus lánguidas defensas, que para algunos la justicia, como se repite al borde del lugar común, es poco menos que una prebenda, una mera transacción, y para otros es la acción directa de un Estado difuso y temible.

La hipocresía del poder es, acaso, la más evidente. Su experiencia se mueve entre bando y bando, entre partido y partido, como lo recordó hace poco el portal Vorágine: diecisiete años de Gobierno en Gobierno, desde Samper hasta Duque, entre ministerios y embajadas y viceministerios de los que fue saliendo acosada por disputas en los gabinetes y por resquemores dentro de la cúpula militar. Acaso sea, para algunos, tan normal, a pesar de lo mal que huele y que se ve esa inconsistencia ideológica, sobre todo si se refuerza con trabajos y amistades con los capitales más grandes del país y los industriales más poderosos: con los verdaderos poderosos. Acaso sea, de hecho, la norma: ayudar a sostener el engranaje y no salirse nunca de él ni de sus tributos. Incluso si ello implica, como lo confirmó la misma vicepresidenta en su entrevista con María Isabel Rueda, otra renuncia a nuestra soberanía: que la información sobre su hermano narco la supieran los Estados Unidos incluso antes que el mismo Duque ya dice suficiente.

Una de las primeras tareas que Álvaro Uribe le encargó a Marta Lucía Ramírez una vez asumió el Ministerio de Defensa fue diseñar y coordinar la política de seguridad que vendría en adelante. Desde entonces, la infausta seguridad democrática se convirtió en bandera y régimen, y Ramírez en una de sus mejores impulsoras. No solo estuvo al frente de los bosquejos, de las primeras aproximaciones y de su ordenamiento, sino que la puso en práctica con todo el despliegue de fuerza posible: en la Operación Orión, uno de esos éxitos que no se cansó de defender, fueron asesinadas 88 personas. Otras 1.259 tuvieron que huir, de 95 no se sabe nada.

Una política de seguridad que, en coordinación con las fuerzas armadas, y bajo el dedo orientador de los Estados Unidos, siguió insistiendo —fiel, estúpidamente— en la guerra contra las drogas y sus dividendos, los mismos por los que el hermano de la vicepresidenta decidió llevar 130 cápsulas de heroína en los cuerpos y las maletas de dos personas desde Aruba hasta Miami. Aquí la hipocresía es incómoda: la verdadera tragedia no es que su hermano haya entrado al negocio y buscara sus ganancias. La verdadera tragedia es que, incluso a pesar de eso, de saberse perjudicada por un negocio que se sigue nutriendo del prohibicionismo y la persecución represiva, siga dándole crédito a una guerra desgastante, indolente, inútil y costosa.

Las primeras reacciones de Ramírez ante la revelación de la condena de su hermano fueron, casi todas, evasivas. Lo que prima y ha primado siempre, insistió la vicepresidenta, es su trabajo por Colombia, su entrega desinteresada por todos nosotros. No importa que detrás de la estrategia persista una narrativa clasista y selectiva según la cual el narcotráfico es una tragedia y un dolor silente en los círculos del poder, pero una condena irresoluble para el escalón bajo, una sentencia para la cual no hay fianza posible. El caso del hermano de la vicepresidenta —como el de su esposo y sus nexos con “Memo Fantasma”— no es el único.

¿Por qué es esto tan normal? ¿En qué momento se volvió tan corriente este cinismo, esta falsedad? Dicen todos, resignados, que se trata de una marca de estilo: que así funcionan las cosas, que es así como se mueve el poder, que no hay nada que hacer. Entonces es otro espanto. No ya las miserias de nuestra triste clase dirigente, sino la conformidad de un país que parece aceptarlas como parte del paisaje. 

Editor independiente. Ahora en la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. Algo he publicado en El Espectador, Vanguardia, La Silla Vacía, la revista Suma Cultural de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz y en un libro de cuentos editado por la UIS. Bumangués.