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El planeta acumula demandas, exigencias y nuevas políticas, y Bucaramanga no puede quedarse viendo pasar las reivindicaciones del siglo al borde de la carretera, como si el humo y el ruido y la velocidad no la afectaran.

Bucaramanga es una ciudad extraña. Bucaramanga es, políticamente, una ciudad bastante extraña, bastante impredecible. Durante muchos años sus políticos se encargaron de convertirla en una especie de botín sin fondo, en un trofeo sin brillo que servía para lo de siempre: para amarrar puestos, orientar contratos, afianzar las alianzas e impedir una fiscalización efectiva. Y los nombres, entonces, empezaron a caer, uno a uno. Cayó Fernando Vargas y cayó Luis Francisco Bohórquez y pocos recuerdan bien a sus antecesores por obras verdaderamente memorables. El hastío hizo que un hombre como Rodolfo Hernández, tan complejo y tan elemental, llegara a la Alcaldía y se convirtiera en unos años en su mayor elector. La política tradicional le daba paso ahora a eso que se da en llamar las “fuerzas alternativas”, o “los alternativos”, o “los independientes”: muchos depositaron en esa marca registrada una confianza inédita que, incluso en las horas más bajas de la pasada administración, logró mantenerse incólume.

El mandato de Juan Carlos Cárdenas, diseñado sobre la misma idea de lo alternativo y heredero ad libitum de los votos y del apasionamiento que despertó el ingeniero, es una prueba de fuego para su independencia, pero también una oportunidad, ahora que todos están a la expectativa de sus futuros días y su gestión, para alimentar el empeño legítimo de una ciudad que, tras quiebres, deterioros, desfalcos, fundaciones de papel, postergaciones y malas políticas, merece empezar a verse y a contarse desde la actualidad, reconocerse en el mundo y hablar, de una vez por todas, de lo que no se ha hablado por años, extraviados como estábamos en las rencillas del Concejo, los insultos de un lado y de otro, los manotazos y los nombramientos por debajo de la mesa. El planeta acumula demandas, exigencias y nuevas políticas, y Bucaramanga no puede quedarse viendo pasar las reivindicaciones del siglo al borde de la carretera, como si el humo y el ruido y la velocidad no la afectaran.

Cárdenas despierta, quizá por su gabinete o por el tono o por la sombra de su mentor, una ilusión motivada por la gracia de lo novedoso, de lo que apenas empieza, de lo impredecible. Una ilusión que no debe nublar lo urgente: Bucaramanga, a pesar de sus cifras positivas, sus niveles de calidad de vida y sus logros en cobertura educativa y otros asuntos, sigue siendo una ciudad que, de muchas maneras, sigue rezagada en el siglo XX, al vaivén de una clase dirigente que por años no supo leer su tiempo, sus necesidades y su avance.

Es una de las paradojas más curiosas de la ciudad: mucho dinero, mucho crecimiento, muchas empresas y muchas inversiones, pero había algo instalado que impedía hablar de otras cosas. En Bucaramanga, por ejemplo, no se ha hablado mucho de sostenibilidad ni de prepararnos con políticas públicas e iniciativas responsables para el cambio climático. Pocas veces, salvo excepciones más bien publicitarias, se ha mencionado la necesidad de coordinar y poner en práctica un marco publico de inclusión y protección para la comunidad LGBTI, que cada vez más gana espacios para decir en voz alta lo que han sufrido por años: los maltratos, las ofensas, los ataques, las censuras. La gente no sabe muy bien qué se ha hecho desde el Municipio para apoyar y acompañar los proyectos y los convenios del acuerdo de paz. La causa de las mujeres —la causa feminista, para decirlo como debe ser— no ha encontrado aquí mayor eco, y las administraciones se han encargado de eludir un asunto fundamental de estas nuevas ciudadanías y que no es otra cosa que una garantía mínima de humanidad y de justicia ante las insoportables cifras de violencia de género y feminicidios, la desigualdad y la deuda histórica en el reconocimiento de los derechos sobre su cuerpo.

Se trata, en el fondo, de hablar de lo elemental, de lo obvio: de la nueva realidad de un viejo nuevo país que busca por todos los medios posibles ponerse al día. Y Bucaramanga, una ciudad que poco a poco deja de ser intermedia, tiene allí mucho por decir, mucho por aportar. A mí me gusta esta ciudad: me gusta su punto medio entre lo que fue y lo que quiere ser, sus edificios desiguales y casi siempre predecibles, su frenesí, el magnetismo existencial de su atardecer y esa generosidad apabullante de su gente. Y es por eso que justo ahora, cuando se diseñan las rutas y los planes y las expectativas, la ciudad necesita ponerse al tanto del mundo —sus tensiones, sus debates, sus logros científicos, sus avances sociales y culturales, sus conflictos, sus amenazas— y reconocer las necesidades de una nueva ciudadanía que alza la voz, que no calla ni cede en sus reclamos, que defiende con ferocidad la vida frente al ultimátum de la naturaleza. Una ciudadanía diversa, valiente y con nuevas perspectivas sobre lo que quiere. Responder a ese llamado, a esas demandas, no solo es lo necesario: es lo apremiante.

Editor independiente. Ahora en la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. Algo he publicado en El Espectador, Vanguardia, La Silla Vacía, la revista Suma Cultural de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz y en un libro de cuentos editado por la UIS. Bumangués.