Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Las organizaciones Lgbti no han abandonado la vigilancia sobre el cumplimiento de sus reclamos y la validación de sus derechos en los planes de desarrollo que por estos días se aprueban en los concejos municipales y las asambleas departamentales.
El relato que termina en la muerte de Alejandra Monocuco, una mujer trans de 39 años, trabajadora sexual, víctima del conflicto, parece, como siempre, repetir un ciclo; recordarnos, una vez más, la tragedia oculta de la población Lgbti: la discriminación y el aparato de odio de esta triste derecha nuestra incapaz de asombrarse de su propia mezquindad, la desatención de un Estado obsesionado con las buenas maneras y las intenciones, pero ajeno en el fondo a una deuda que se ha alargado más de la cuenta, el machismo solapado —y no tan— en todas partes, en tantos de nosotros.
Se dice mucho: que ha habido avances, que la situación ante otros países de América Latina mejora los balances, que hay otra generación. No se sabe bien, en todo caso, en cuál generación dejará de suceder lo que ahora es paisaje, porque para la comunidad Lgbti crece el riesgo siempre latente de morirse por falta de atención o por desidia, y crecen también la soledad y el abandono sin nombre que, como recalca Lgbt Foundation, son cada vez más comunes en la población diversa.
Y en esa espiral de sinrazones, expuestas y estigmatizadas, las personas trans suelen llevar la peor parte: desde la violencia del chiste flojo y el insulto escondido, hasta aquella de las golpizas y el asesinato, y las trabas para el acceso a los tratamientos y medicamentos, y la vulnerabilidad siempre: esa amenaza detrás.
El problema del acceso pleno a los servicios médicos es, de hecho, uno de los más graves, como insistió en abril la Oficina de Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos: “Las personas Lgbti padecen con frecuencia el estigma y la discriminación cuando buscan servicios de salud, dando lugar así? a disparidades en el acceso, la calidad y la disponibilidad de la asistencia sanitaria”.
Bajo esa circunstancia, en la que, una vez más, fue necesaria una tragedia, la constatación de un drama de años para que se tomaran medidas y se hablara de la discriminación estructural, y en medio de una pandemia que exacerba el riesgo, las organizaciones Lgbti no han abandonado la vigilancia sobre el cumplimiento de sus reclamos y la validación de sus derechos en los planes de desarrollo que por estos días se aprueban en los concejos municipales y las asambleas departamentales.
Más de lo mismo (o menos)
A finales de mayo, cuando Mauricio Aguilar y Juan Carlos Cárdenas estaban a punto de aprobar sus planes de desarrollo, modificados sobre la marcha por la crisis, las organizaciones Lgbtiq de Santander tenían cierta esperanza: se habían reunido con los responsables, y en esas discusiones pusieron sobre la mesa —una vez más— los obstáculos, las recomendaciones, sus propuestas, y del otro lado —una vez más— hubo asentimiento, la certeza de que esta vez se pasaría del papel. Luego, cuando los planes fueron aprobados, fue evidente la ausencia.
“Con la Alcaldía se habían hecho unas mesas de trabajo para que la población Lgbti tuviera mayores garantías en este cuatrienio. Sin embargo, fue una sorpresa ver que no había sido así, que incluso las metas que quedaron no atienden las necesidades reales de la población Lgbti. Vemos que no hay voluntad política para avanzar en el tema, ni para solucionar, ni para plantear una ruta o una mesa de trabajo real y efectiva que apunte a mejorar la calidad de vida de la población Lgbti”, dice Olga Materón, directora de la fundación Siete Colores
El plan de Mauricio Aguilar, por ejemplo, propone “Atender a 600 personas de la poblaciónLgbti que requieren protección diferencia” e “Implementar 4 iniciativas de promoción para el reconocimiento y la garantía de los derechos de la población Lgbti del departamento de Santander”.
En el programa de la Alcaldía de Bucaramanga se leen estas metas: “Formular e implementar 1 política publica para la población con orientación sexual e identidad de género diversa” y “Garantizar 42.000 entradas a espacios de recreación y sano esparcimiento a mujeres víctimas de diversas vulnerabilidades psicosociales y población con orientación sexual e identidad de género diversa”.
Iniciativas que se anuncian, políticas que se esperan, entradas a eventos recreativos: siempre las nobles voluntades por delante.
“Ninguna de las dos poblaciones necesita “recrearse”, lo que necesitan es garantías para el cumplimiento de sus derechos y, en el caso de las personas víctimas de violencia, justicia, reparación y atención a sus necesidades”, recuerda Vanessa Durán Sánchez, presidenta de AsoLgbtiaq Santander.
Falta de rigor y desinterés
Detrás de las metas de los planes, cortas y poco ambiciosas a la vista de las organizaciones, persiste el desconocimiento deliberado y la falta de audacia por abordar el tema con el rigor que amerita. Es normal encontrar el capítulo Lgbti de los planes de desarrollo como un apéndice de los programas para las mujeres o para las poblaciones vulnerables, sin distinción ni enfoque diferencial.
“Nos están metiendo en un mismo saco, cuando claramente no debería ser así. La población Lgbti y las mujeres víctimas de violencia tienen necesidades diferentes: no es lo mismo que sufras un evento desafortunado que te va a marcar toda la vida a que ames o seas diferente al estereotipo de persona heterosexual cisgénero”, acota Durán.
La falta de reconocimiento y el desinterés de los gobiernos es marca de región. El panorama, de acuerdo con AsoLgbtiq Santander, no varía mucho en los demás municipios. En Floridablanca y Piedecuesta la población Lgbti logró muy poco, a pesar de los aportes de organizaciones y activistas y de los consabidos encuentros. En Girón, aunque tarde, se planteó la necesidad de una política pública que ya es discutida con una mesa de trabajo especial.
A eso, además, se le suman ciertas fracturas, las disputas predecibles al interior del movimiento: “Lamentablemente, algunas organizaciones se dejan manosear o responden a intereses políticos en busca de contratos o para ser tenidos en cuenta en algunas coyunturas. Es una manoseada clara a los activistas y las organizaciones: endulzadas de oído que resultan en planes de desarrollo que no tienen absolutamente nada que ver con las necesidades reales de la poblaciónLgbti”, precisa Materón.
Barrancabermeja es acaso una de las más notables excepciones: el trabajo sin pausa de activistas y organizaciones como Voces Diversas ha sido clave para que la administración de Alfonso Eljach ponga en marcha un plan con metas específicas orientadas a la población Lgbti y que desde 2018 se trabaje en su caracterización con miras al diseño de una política pública duradera. El 15 de mayo, de hecho, y gracias a una protesta que reclamaba por las pocas garantías de salud ante la contingencia, la Alcaldía y las mesas de concertación atendieron los retrasos en las ayudas y los rezagos en protección a los más vulnerables.
Pero el plano general, insisten activistas y colectivos, no es del todo alentador. Santander sigue siendo un departamento machista hasta la náusea, y todos, políticos y ciudadanos, medios y empresas, hemos aportado a la discriminación y a la negación de la población diversa. Todavía me avergüenza el recuerdo de la infame, la violenta marcha en contra de la “ideología de género”, esa falacia que aquí creyeron con obcecada idiotez, y para muchos sigue siendo normal celebrar cierta esquina intolerante, atrabiliaria, de lo que dicen que somos.
La invisibilización de los planes de desarrollo es, entonces, solo una consecuencia: “Las medidas nos parecen insuficientes, superficiales y totalmente descontextualizadas, nos hacen falta garantías en salud, educación, trabajo digno, protección de los menores Lgbti, centros de atención a la población diversa, entre otras cosas, pero lo más importante, hace falta que nos reconozcan, que dejen de invisibilizarnos y que no nos quiten lo poco que se ha avanzado”, finaliza Durán.
Debe ser atemorizante, paralizante, esa costumbre: la de levantarse cada día a invertir tiempo y brío y capacidades en una lucha que nunca debió darse, detrás de unos reclamos que nunca debieron ser tal, y acumular la valentía necesaria para dar, día a día, la pelea por hacerse a lo mínimo, por ganarse lo mínimo: que un Estado te mire, que un Gobierno te responda, que una ciudadanía te reconozca, que una democracia te proteja.
Debe tener algo de angustia, porque en el fondo no es sino una batalla por hacer respetar la común condición de ciudadanos cubiertos por la misma ley. Tener que recordar semejante obviedad es, a esta hora del mundo, poco menos que un fracaso.