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El escritor y columnista bogotano publica Río Muerto, una novela sobre la dignidad en medio de la barbarie, sobre los quiebres detrás de la violencia, y sobre los dolores sin solucionar de una guerra que no ha encontrado su punto final.

A principios de 2017, cuando a Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975) le contaron la historia que terminó novelando en Río Muerto, su último libro, Colombia todavía seguía sacudiéndose los coletazos del plebiscito por la paz y la polarización, esa palabra, ya era la norma común.

“Yo voté contra la paz del plebiscito aquel porque voté contra todos los verdugos”, le dijo uno de sus acompañantes en el peor momento de un trancón camino a Bogotá, antes de detallarle, punto por punto, personaje a personaje, la locura y la rabia y la desazón de la mujer que, protegida y expuesta apenas por sus dos hijos, fue buscando la muerte en cada calle de su pueblo para ver si así se aliviaba de una vez por todas del dolor de quedarse sin su esposo.

Antes de terminar el recuento, el hombre le pidió una última cosa: “Yo no tendría cómo pagárselo pero sí le quería pedir el favor de que contara esta historia tal cual”. Le pidió, también, que cambiara los nombres. Y Silva, por su lado, hizo lo propio: afinó unos detalles, buscó más información, precisó un par de episodios. El resto es literatura.

En la cruzada, a un lado y otro de Belén del Chamí, un pueblo perdido que no alcanza a figurar en el mapa y que se va poblando de rumores y de sospechas y de miradas por encima, Hipólita, como se llama la mujer en la novela, le planta cara a quienes tuvieron que ver con que su esposo, el mudo Salomón Palacios, terminara abaleado por cometer el pecado de ser un buen tipo con todo el mundo.

Y así, mientras desciende a su propia muerte sin soltar nunca a sus hijos, Hipólita resume y recuerda los dolores inconclusos de una guerra que, año a año, y a pesar de los avances, se recicla y se manifiesta de maneras casi siempre iguales, casi siempre prevenibles.

Además de su historia tan atroz y del dolor que quiebra cada página, Río Muerto es, sobre todo, uno de esos libros que de tanto en tanto nos recuerdan que a veces es la ficción la que legitima y le da un lugar en la historia a ese otro país detrás del país que hemos dejado a su suerte, por acción o por omisión, y al que seguimos debiéndole tanta verdad y tanto Estado.

En muchos sentidos, la historia de Río Muerto puede leerse como la historia general, contada desde lo particular, del dolor en este país y de todo lo que rompió la guerra. Se habla desde el siglo pasado de la “literatura de la violencia” y sus matices y sus reveses, pero todavía hoy, como usted lo demuestra, se sigue contando y registrando lo que hay detrás de esta matanza histórica. ¿Por qué insistir en ello? ¿Por qué es importante que este tipo de cosas se sigan contando y que, sobre todo, sea la ficción la que mejor las mire y las muestre?

Creo que esa “literatura de la violencia” es precisamente nuestra conmovedora tradición –que quizás empieza con La vorágine, pero tiene antecesoras– de contar la guerra en medio de la guerra. Creo que se sigue haciendo esa literatura no sólo porque la guerra sigue, y seguimos siendo una cultura empobrecida y degradada por la guerra, sino porque además se sigue negando.

Pienso que hay que seguirla haciendo, seguirla escribiendo, porque somos muchas cosas buenas y muchas cosas raras al mismo tiempo, pero, como decía la escritora Juana Uribe el otro día en una conferencia, porque también somos esos verdugos que matan todo lo que se encuentren a su paso. Esa ficción sobre la violencia no ha sido sino una pequeña parte de lo que hemos narrado en estos doscientos años, pero siempre se ha dicho que ha sido gran parte de lo que hemos hecho —y quizás se ha sentido así— justamente porque negamos nuestra realidad.

Hay que insistir en esa literatura, digo yo, con la misma vehemencia con la que insiste nuestra violencia: no hay que parar, no, básicamente porque el horror no ha parado. Hay que mirar a los ojos ese mal que no hemos podido sujetar, que nos hemos permitido como si nadie estuviera mirando y ya hubiéramos cruzado la línea —y ya qué—, a ver si por fin logramos que cale en todos nosotros que siempre que se mata se mata a un prójimo.

Lo hemos hecho todo: libros, películas, canciones, series, telenovelas, informes de memoria histórica, crónicas contundentes, campañas por los líderes sociales, pero los verdugos no se enteran: en estas semanas ha habido varios “ríos muertos”, varios salomones en varios pueblos como Belén del Chamí.

Yo creo que ya en este punto hay que insistir en narrar, en contar en todos los sentidos, y mientras por fin se despenaliza la droga hay que acudir a lo invisible, como en Río Muerto, acudir a los fantasmas de los insepultos y los que no tuvieron funerales —a sus historias e incluso a sus espíritus—, para que se les metan a los victimarios entre los huesos.    

¿Estamos condenados a repetir, a repetirnos, esta violencia que, como sugieren Río Muerto y otras novelas suyas como El Espantapájaros, no ha cicatrizado lo suficiente y sigue dejando viejos dolores y resentimientos sin resolver?

Creo que el problema es que no hemos digerido lo invisible —lo que queda luego de la violencia— precisamente porque nos hemos hecho a la idea de que en un mundo sin justicia nuestros testimonios son las cicatrices: nos bastan las cicatrices, digo, porque tanto por miedo como por coraje, tanto por arrinconados como por machos que le ponen la cara al futuro sobre la base de que Colombia es así y aquí a uno lo pueden matar, hemos aprendido a sobreponernos solos de las tragedias, a hacer memoria, justicia, reparación de puertas para adentro, y cuerpo adentro. ¿Quién va a poner en marcha un funeral, un duelo con sus cinco etapas, un presente reparado, de cara a esta sociedad, si está muerto de miedo? Creo que si no hacemos terapia, si no nos narramos los unos a los otros, va a ser difícil que dejemos atrás tantos resentimientos, tantos dolores.

Mírelo así: el sentido de la vejez, a mi modo de ver, es la extraña oportunidad de narrarse a uno mismo desde el principio hasta el final, pero cuando una persona es asesinada se le arrebata ese derecho de tajo, y esa tarea queda en nuestras manos. En manos de su círculo, de su familia.

O, como en el caso de Río Muerto, en manos de un escritor que se suma a la tradición de narrar la guerra durante la guerra con la ilusión de que la ficción no sea sólo un torniquete, sino un exorcismo. Quiero decir que vamos a repetirnos, vamos a ser este experimento en el que la violencia humana no encuentra manera de dar un paso atrás, si seguimos eludiendo la lectura privada y pública de nuestra brutalidad.    

Parece que el plebiscito —y lo que vino después— es uno de esos puntos de quiebre que tanto definen el presente y que tanto vuelven al pasado, para revisarlo o para defenderlo. La historia de Río Muerto se la contó uno de sus personajes, justamente, para defender su voto por el no. ¿Seguiremos hablando del plebiscito y sus golpes y sus secuelas por un buen rato o dependerá de qué tanto se resuelvan sus causas? Y en ese sentido, y como intelectual y columnista activo ¿cuál es su lectura, a la luz de lo que propone la novela, de lo que ha pasado con el acuerdo de paz después de esa elección?

Creo que tenemos un país mejor en las manos equivocadas. Creo que podríamos seguir con las cifras de antes, cero heridos en el Hospital Militar, si hubiéramos redoblado los esfuerzos para cumplir un acuerdo más o menos justo que necesitaba redoblar esfuerzos. Creo que el tono de ajuste de cuentas del Gobierno, “se acabó la guachafita…”, empujó incluso a las Fuerzas Militares por el camino equivocado.

Seguimos, me parece, tratando de encontrarnos en la tierra de nadie que nos dejaron las dos trincheras del plebiscito. Esa tierra de nadie, ese drama humano en donde las agendas son mezquinas e inútiles pueden ser aquellas ficciones con espíritu de realidad como la que se encuentra uno adentro de Río Muerto. Y, en cualquier caso, me parece que una de nuestras tareas más importantes de ahora, que el plebiscito puso en evidencia, es la de odiarnos en paz, la de no entendernos sin terminar matándonos, la de ser sin tener la necesidad de prevalecer.

Belén del Chamí, el pueblo donde sucede la novela, es un punto perdido que ni siquiera figura en el mapa y cuyos liderazgos terminan por derrumbarse, uno a uno, a medida que avanza el relato. ¿Cómo ve usted, como escritor que lo ha puesto en sus libros, pero también como columnista que lo ha denunciado, esta circunstancia histórica en la que tantos colombianos siguen siendo excluidos y negados por el Estado? A veces que parece que sólo la ficción los reconoce…

Es, en efecto, eso que usted dice: sólo la ficción los pone en el mapa y sólo la ficción cuenta la historia que tendría que contar la justicia y sólo la ficción consigue que llegue el Estado a aquellos lugares con un respeto a los detalles, a las vidas humanas, a las culturas, a las necesidades, que es el respeto con el que debería llegar el Estado a cualquier lugar del territorio colombiano. El caso de Belén del Chamí no es tan raro como parece, un corredor para las drogas al que llegan las bandas de traficantes, pero el Estado no puede o no sabe o no quiere llegar, y tendría que ser un caso aberrante e impensable —de los días del Lejano Oeste— si la idea es que esto deje de ser una suma de bombas de tiempo.

Demasiados colombianos, desde que el país se dividía en hijos legítimos e ilegítimos, han sido ninguneados, negados o aniquilados. Y yo sigo creyendo que mucho tiene que ver el bienintencionado empeño de que Colombia sea una unidad, monolítica, católica, castellana, porque de derecha a izquierda nos ha quedado la idea de quien no se suba a nuestra verdad —después de un plazo imaginarios que le damos— puede ser desechado sin que seamos verdugos ni estemos pecando.

Cada personaje, víctima o victimario, tiene, en Río Muerto, una historia de respaldo y un destino del que viene y con el que cumplirá. ¿Cómo contribuir a que tantas víctimas y dolientes puedan ser reconocidas en su historia —en su relato, al fin y al cabo— y, como en su novela, tengan una oportunidad para contarla?

Todos los personajes de Río Muerto tienen pasados y futuros que los igualan como el nacimiento y como la decadencia del cuerpo y como la muerte nos igualan a todos: todos están en ese mismo río moribundo y redundante porque es una corriente sin vida que además va a dar al mar. Por supuesto, no todos estos crímenes terminarán siendo novelas: esta lo es porque fue la promesa que les hice a aquellas víctimas que tenían claro que las novelas son tierras de nadie y no sólo vuelven tridimensionales esos dramas trágicos, sino que pueden acudir a una cuarta dimensión —a lo invisible, a la muerte— para ponerlo todo en su verdadero contexto, en su contexto después del contexto.

Pero las historias de las víctimas no pueden quedarse como dolores en el alma o como cicatrices que en verdad son costras o como traumas que no se van a pronunciar. Tenemos una nación de personas con estrés postraumático, con órganos maltrechos por no haber sido reconocidos sino en secreto.

Y ahí están la Comisión de la Verdad, la JEP y la Unidad de búsqueda haciendo su tarea. Está el periodismo que se ha jugado a fondo por relatar cada “río muerto” de frente. Estuvo el Centro de Memoria Histórico cuando lo era. Y está cada familia guardando los objetos y los cuentos de los muertos como mejor se puede. Pero hay que insistir mientras la violencia siga siendo aquí un estado del clima —y repito: acudir incluso a los muertos mismos— hasta que el horror deje de ser costumbre, y entonces hacer un duelo no sea también un riesgo.

En Río Muerto el duelo es una batalla contra matones y una dignidad, pero también una tarea inconclusa. ¿Cómo encuentra usted esta relación entre nuestra violencia histórica y el duelo, del que parece hablarse más bien poco, y en qué sentido la literatura ha ayudado a saldar esos dolores?

Pienso que no hemos hecho el duelo: que no le hemos hecho el duelo a nuestra Historia porque sus hechos se han repetido con una disciplina que ya quisiera la vocación a la vida. Hay gente que ha recibido Río Muerto como un funeral, como una ceremonia de despedida, y sí que me ha conmovido esa lectura.

Yo creo que es eso Río Muerto: un duelo de los personajes, un duelo mío y un duelo que cada quien interpreta desde su experiencia. Escribí para articular mi duelo, pero también para evitárselos a mis hijos, a mi esposa, a mi mamá: lo escribí cuando tenía la edad de Salomón Palacios ya con el miedo a faltarle a mi familia incorporado en mi sistema nervioso.

Editor independiente. Ahora en la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes. Algo he publicado en El Espectador, Vanguardia, La Silla Vacía, la revista Suma Cultural de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz y en un libro de cuentos editado por la UIS. Bumangués.