A los colombianos nos gusta conversar. De manera espontánea, callejera y cotidiana, tenemos cierta disposición y manera de encontrarnos, incluso con completos desconocidos, eso muestra el gusto que las personas de este país tenemos por hablar con otros. Hablamos largo y de manera elaborada, hay expresividad en la forma como conversamos, algunos dirán que es excesiva, pero al menos es entretenida.

El año pasado, durante algunas reuniones metodológicas entre los equipos de las iniciativas de diálogo ciudadano Tenemos que hablar de Chile y Tenemos que hablar Colombia, los investigadores caímos en cuenta de que lo que un chileno decía en unas siete palabras en promedio, le tomaba unas siete frases, algo más de cuarenta palabras, a un colombiano. Ahora en nuestras conversaciones, aunque son comunes, solemos evitar ciertos temas.

Una encuesta todavía inédita, y adelantada hace poco por Tenemos que hablar Colombia, encontró que al menos la mitad de los encuestados prefieren evitar las conversaciones sobre política y religión (el fútbol también aparece, para validar el viejo dicho, aunque algunos puestos más abajo).

Algo similar encontró hace algunos años la encuesta del Latinobarómetro, en dónde el 53% de los colombianos señalaron que “no suelen expresar sus opiniones sobre el país”, y el 75% que creía que las demás personas “no suelen expresar lo que realmente piensan cuando hablan de política”.

Este matiz sobre las conversaciones que tenemos los colombianos es muy importante. Hay un capital cultural relevante, pero quizá se podrían mejorar los resultados sociales si estuviéramos acompañados por escenarios y capacidades que nos permitan hablar sobre lo que no hablamos con otros. Además, esas conversaciones pueden tener efectos muy positivos en los miembros de las sociedades en las que se producen.

Precisamente, durante las más de 1.400 sesiones de conversación de Tenemos que hablar Colombia, la Universidad Eafit adelantó un experimento para medir los efectos que participar en estos espacios tenían en las personas.

En las conversaciones había cinco colombianos que no se conocían y debían hablar sobre lo que querían cambiar, mejorar y mantener en Colombia. Duraban unas dos horas y, por la metodología, cuando las personas intervenían tenían buen tiempo y la atención de los demás. La moderación del espacio era amorosa, pero muy estructurada, reduciendo al mínimo los riesgos de generar discusiones que se salieran de control.

El experimento se centraba en determinar si participar en la conversación mejoraba la percepción que las personas tenían de los demás, o si afectaba la confianza interpersonal. En efecto, entre los participantes y el grupo de control (quienes aún no conversaban) había una diferencia de 25 puntos porcentuales en qué tanto confiaban en otras personas.

El resultado se mantenía en el tiempo, una semana después, en una segunda medición. La diferencia en la confianza en otros de participantes y no-participantes seguía siendo de más de 20 puntos porcentuales (Tenemos que hablar Colombia, 2022).

En 2023, durante el proceso de diálogo de Hablemos Medellín, se realizó un experimento similar, pero este buscaba medir si estar en espacios de conversación tenía algún efecto sobre las percepciones de polarización de los participantes.

El cambio fue menos pronunciado que en la confianza, pero igualmente relevante. El 38,6% de un grupo de participantes señaló que, antes de las conversaciones, la ciudadanía de Medellín estaba muy polarizada frente a temas relevantes para la ciudad. Ese porcentaje se redujo al 31,3% al finalizar los espacios, igual que la percepción de que la polarización dificulta el diálogo o afecta la confianza (Hablemos Medellín, 2023).

Ambos son resultados alentadores, que reafirman la apuesta de seguir abriendo y propiciando espacios de conversación entre los colombianos por las siguientes razones:

Primero, para hacer uso de esa “prima conversacional” que tenemos, el que nos guste hablar con otros es un rasgo cultural que facilita estas iniciativas. Segundo, señala la necesidad de abrir espacios en los que las personas puedan hablar de lo que hablan poco: los asuntos públicos, sus ideas para resolverlos y sus opiniones y perspectivas políticas. Tercero, participar activamente en conversaciones de esta naturaleza (con propósito colectivo y reglas claras) puede tener efectos muy positivos en qué tanto confiamos en otros y qué tan polarizados creemos que estamos.

Las tres son razones por las que vale la pena seguir insistiendo en que conversar es mejor.