Esta columna fue escrita en coautoría con Angie Carrera Jurado y Daniel Dueñas Espinosa.

La idea de morir por covid se ha instalado en nuestras mentes en los últimos dos años. Esta idea repetida, justificada por el miedo a la muerte, ha permitido que el Estado adopte medidas que van desde autorizaciones para salir a mercar o practicar algún deporte al aire libre, hasta mostrar el carné de vacunación para acceder a bienes y servicios.

La idea incisiva de morir por covid produce un escenario de paranoia generalizada que lleva a que cualquier decisión pública se acepte sin mayor reflexión u oposición, aunque estas impliquen la restricción de libertades y derechos.

Con esto en mente, nos preguntamos, en primer lugar, de dónde surge la paranoia, cómo esta es traducida por el derecho en medidas institucionalizas de control y disciplinamiento social, y qué tensiones surgen con algunos presupuestos de un Estado constitucional.

¿De dónde surge la paranoia?

Hoy es una mala fortuna dejar el carné de vacunación en la casa y no tener internet para descargarlo. Lo que más nos llama la atención con respecto a esta exigencia es el consenso general sobre su necesidad para ingresar a ciertos espacios y llevar a cabo algunas actividades. Y aunque no somos antivacunas, ya que también practicamos la fe en la ciencia, creemos necesario pensar con calma el lugar del que parte este consenso.

Susan Sontag, en el texto “La enfermedad y sus metáforas”, explora las razones por las que se han construido tantos mitos sobre la tuberculosis, el cáncer y el Sida. Para Sontag algunas enfermedades adquieren significados y se metaforizan. El elemento común de esta situación está relacionado con el misterio que las rodea, la poca certeza que se tiene sobre ellas, la incapacidad para evitarlas o tratarlas eficazmente y, por supuesto, su estrecha relación con la muerte.

Cuando una enfermedad tiene estas características es común que se tejan explicaciones, incluso médicas, a partir de nociones sobre el orden social, cultural, económico y moral, que hacen que la enfermedad deje de ser solo una enfermedad y se convierta en muchas cosas, como una maldición o incluso un castigo.

La enfermedad termina siendo, según Sontag, un recipiente de información sobre lo debido, sobre lo que es posible exigir a los demás, sobre lo que es importante, etc., resultando entonces asociada a discursos sociales diversos que tienen efectos sobre los individuos enfermos y el orden social.

La explicación de Sontag puede ayudarnos a entender que la paranoia frente al covid está relacionada con un proceso de metaforización, dado el misterio, la poca certeza, la incapacidad para evitarla y su cercanía con la muerte. Así, la incertidumbre sobre la gravedad de la pandemia, las variantes, los picos, las muertes y la eficacia de las vacunas resultan siendo la base del consenso sobre la necesidad de emitir y aceptar medidas que en últimas ayudan a construir una sensación de seguridad.

La narrativa instalada en nuestra sociedad demuestra que el covid opera en una metáfora de guerra, representándose como el enemigo al que es necesario contener en un típico escenario de enfrentamiento total. Lo paradójico es que el virus se instala en nuestros cuerpos y se propaga gracias a la interacción social, por lo que somos al mismo tiempo soldados –al seguir las indicaciones del Estado y de la ciencia- y enemigos –en la medida en que somos potenciales propagadores-.

El efecto de esta comprensión es que lo que se asocia al virus, como los infectados, personal de salud y, recientemente, los no vacunados, pueden ser fácilmente estigmatizados.

Esta narrativa se institucionaliza con una gestión del Estado que, con medidas restrictivas de derechos, demuestra que ha entendido la pandemia como un asunto de orden público que reafirma la metáfora de la guerra en donde el sacrifico de libertades resulta necesario y fácilmente justificable.

El derecho institucionalizando la metáfora

El Estado incorpora y reproduce la narrativa metaforizada sobre el covid a través del derecho, mediante un proceso de institucionalización. Como vimos, esta acción está justificada por la cotidianidad de la emergencia y el sentido de gravedad que adquirió la enfermedad dada su cercanía con la muerte, lo que ha impulsado la adopción de medidas que pretenden garantizar su manejo a partir de la exigencia de sacrificios individuales y colectivos.

Una de estas medidas es la obligatoriedad del carné de vacunación para el ingreso a eventos, restaurantes, lugares de ocio, entre otros. La medida se ha ampliado para quienes brindan atención al público y, de manera informal, en las relaciones laborales.

Así, la tensión entre la necesidad de reactivar la economía y garantizar la salud pública fue resuelta con la exigencia del carné de vacunación. Esto además se conecta con el mensaje institucional de que el aumento de la vacunación ayuda a la reducción de los contagios. El carné se presenta entonces como una herramienta jurídica (tarifa legal o prueba) que permite conciliar la reactivación económica con la salud pública en medio de una pandemia que sigue activa.

La diferencia en las cifras de muertes entre personas vacunadas y no vacunadas es una evidencia de la importancia de la vacunación. No obstante, la exigencia del carné no asegura la ausencia del virus en quien lo porta.

En este sentido, vale la pena preguntarse si el carné representa una sensación de seguridad para enfrentar este escenario de incertidumbre y se convierte en un mecanismo de legibilidad, estandarizado y objetivo, que reproduce la narrativa de gestión de la pandemia en la lógica soldado-enemigo. La metaforización del Covid se traslada del discurso social a un discurso institucionalizado que sostiene la paranoia Estatal.

De acuerdo con esta reflexión, la exigencia del carné sobre más acciones, además de que no es un aporte significativo a la gestión en el incremento en los contagios, es ante todo un mecanismo de control que se justifica con el discurso científico y que, por estar inscrito en la lógica de soldado-enemigo, tiene el potencial de ser muy violento.

Las tensiones de la paranoia en un Estado constitucional

La exigencia del carné de vacunación es un mecanismo diferenciador entre obedientes y desobedientes. Esto conduce a la estigmatización de los no vacunados –los desobedientes. Esta comprensión maniquea produce tensiones en el Estado constitucional frente al goce y disfrute de derechos y libertades.

Una primera tiene que ver con que nadie puede recibir un tratamiento de salud en contra de su voluntad, en particular, cuando estas personas han decidido no vacunarse por enfermedades preexistentes, opinión política o creencias religiosas, ejerciendo el derecho a que este tipo de decisiones sean libres, conscientes e informadas.

En esa medida, la exigencia del carné de vacunación como vía para la reactivación económica se enfrenta a los derechos individuales sobre los que se ampara la decisión libre de optar por un tratamiento médico. Por esta razón, su obligatoriedad en abstracto debería ser reconsiderada.

Una segunda tensión se encuentra en el desplazamiento a particulares de la obligación de control y seguimiento de la exigencia del carné, incluyendo la posibilidad de imponer sanciones por su incumplimiento. De esta manera, la responsabilidad de administrar el carné como herramienta de control social y disciplinamiento se presenta como un asunto entre privados, lo cual puede autorizar el ejercicio de tratos discriminatorios. Valdría la pena que en este asunto el Estado asuma de manera directa y responsable los desafíos de la pandemia, bajo un enfoque de derechos, sin descargar la responsabilidad de control y seguimiento sobre particulares.

Conclusiones

A la paranoia estatal por el covid, que lo justifica todo, le cabe una legítima mirada de sospecha. No se trata de negar la tragedia de la muerte ni el sufrimiento humano que ha generado esta enfermedad en estos últimos años, sino de propiciar la reflexión sobre cómo la fijación de la idea de la muerte en la cotidianidad, así como los mitos y metáforas que rodean a esta enfermedad, puede producir la aceptación inconsciente de medidas estatales que tienen el potencial de ser muy violentas.

La sospecha es necesaria si se piensa en lo que puede producir la generalización de la medida como un requisito para el acceso a bienes y servicios básicos, al transporte público o al desempeño de una profesión, arte u oficio. No puede perderse de vista que manejar la pandemia como un asunto de orden público, así sea en beneficio de la reactivación económica, es costosa para los derechos y las libertades.

Tampoco debe olvidarse que la pandemia ha intensificado y evidenciado la necesidad de tratar los problemas históricos del sistema de la salud, para los que se requieren medidas para afrontar la marcada asimetría y fragmentación social de la cual también son muestra la desigual distribución de las vacunas a nivel mundial y regional, la insuficiencia de unidades de cuidados intensivos y el avance desigual del plan de vacunación.

La decisión de flexibilizar el uso del tapabocas pueden ser una señal de que la exigencia del carné pierde valor material. Por el contrario, mantener esta medida evidencia la intensidad del fetiche que como sociedad tenemos con respecto a la creación de mecanismos de legibilidad para el ejercicio de derechos y libertades.

Dejamos expuestas estas ideas para seguir transitando por el camino de la sospecha.

Abogado. Especialista en cultura de paz, magister en derechos humanos, estudiante doctoral y profesor universitario.