Según estudios de opinión, como el Barómetro de las Américas (Lapop), el Latinobarómetro y la Misión de Observación Electoral (MOE), en toda América Latina el compromiso de las personas con la democracia parece estar disminuyendo porque la ciudadanía se ha desilusionado con las elecciones y con la legitimidad de sus representantes electos.

La democracia representativa ha fracasado como consecuencia de su incapacidad para generar nuevas formas y canales de participación y alternativas políticas para enfrentar problemas como la profunda desigualdad entre los ciudadanos, la pobreza, y las dificultades para la participación en los procesos de toma de decisiones.

Esto ha generado diferentes alternativas, una de las cuales es la democracia radical que plantea que para democratizar la política es necesario actuar sobre la distribución de los recursos en general, y en particular sobre las estructuras del poder político y económico.

Este modelo se basa en la idea de que la democracia está siendo destruida como consecuencia de la expansión de un capitalismo depredador que depende cada vez más de prácticas autoritarias para asegurar su existencia.

La otra alternativa es la del populismo autoritario, respaldada por una ciudadanía que está dispuesta a aceptar la eliminación de la democracia y las garantías de los derechos humanos en aras de obtener, por parte de un gobernante autoritario y populista, seguridad y superación de la crisis política.

La democracia radical conduce a una forma de Estado social basado políticamente en la voluntad del pueblo como autoridad soberana. El populismo autoritario conduce al fascismo.

Un ejemplo de cómo esta última alternativa se ha afianzado es El Salvador, donde el legislativo destituyó a todos los miembros de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, así́ como al Fiscal General, y los reemplazó con partidarios del presidente.

Posteriormente fue establecida la reelección presidencial por dos mandatos consecutivos. Estas y otras transformaciones estructurales del Estado han permitido a Bukele desarrollar su agenda de seguridad y superación de la crisis económica y política, recurriendo para esto a amplias limitaciones de los derechos fundamentales y medidas de excepción para enfrentar la criminalidad y la violencia de las pandillas.

Su política basada en la seguridad ha sido exitosa en términos de reducción de criminalidad y homicidios, ya que El Salvador pasó de tener una tasa de 103 homicidios por cada 100 mil habitantes a 2 por cada 100 mil habitantes.

Esto contrasta con lo que ha documentado Amnistía Internacional cuando afirma que las autoridades han cometido actos de tortura y han llevado a cabo miles de detenciones arbitrarias y violaciones del debido proceso. Por lo menos 69 personas detenidas han muerto bajo custodia del Estado.

Según los datos de Lapop, aproximadamente la mitad (51%) de los salvadoreños justifica hoy las maniobras del presidente para eliminar las otras ramas del Estado, imponer el terror estatal para combatir eficazmente la criminalidad y la violencia de las pandillas, superar la ineficacia de las instituciones judiciales mediante formas no convencionales de lucha contra la delincuencia y justificar una forma de guerra sucia, por medio de la cual la respuesta adecuada al accionar delincuencial de las pandillas exige el reforzamiento del monopolio de la violencia estatal.

Este modelo, centrado en la seguridad, se extiende con mucha fuerza por América Latina. Su éxito se expresa en apoyos también significativos de los ciudadanos a esta nueva forma de populismo autocrático, los cuales llegan en Perú a 45%, Haití 44%, Brasil 38%, Paraguay 37%, Colombia 34%, México 32%. Estos cambios nos indican que en muchos países de América Latina la autocracia está en ascenso y la democracia en declive.

El “Milagro Bukele” se ha convertido en muchos de nuestros países en la alternativa que la ultraderecha presenta como el camino más adecuado para superar la crisis social que, según esa derecha, han creado los gobiernos de izquierda en la región, la criminalidad, la inseguridad y la creciente violencia en las ciudades.

En Perú, la presidenta Dina Boluarte, que sustituyó a Pedro Castillo tras intentar un autogolpe de Estado, respondió a las graves protestas que se iniciaron desde el primer día de su mandato con una violencia extrema que ha dejado un saldo de 60 muertos, entre ellos 48 civiles asesinados por las fuerzas del orden.

Boluarte que era un miembro izquierdista del gabinete de Castillo, se ha convertido en una mujer ultra autoritaria cuyo gobierno se sostiene por el apoyo de las Fuerzas Armadas y de una coalición con la extrema derecha.

En Colombia, la posibilidad de un retorno de la ultraderecha al poder hace parte de un proyecto político autoritario que representa Álvaro Uribe pero que hoy se extiende a otros sectores sociales y políticos.

En un contexto extremadamente polarizado, las fuerzas políticas de derecha y ultraderecha se representan al gobierno de Petro en términos de un futuro tenebroso de inseguridad, violencia e inestabilidad política.

Asumen que Petro, tras la ruptura de la coalición con los partidos tradicionales, optará por una vía autoritaria y buscará promover una constituyente con el fin de revivir la figura de la reelección y promover así cambios estructurales.

A partir de esto piensan que la única alternativa para enfrentar a Petro está en reconquistar el poder con líderes, que siguiendo el “Milagro Bukele”, estén dispuestos a convertir el poder estatal en acción terrorista que imponga el temor generalizado a la población, desconozca el ordenamiento jurídico vigente, elimine la actividad judicial y convierta al gobierno en agente activo en la lucha por el poder.

La fórmula de la primacía de la seguridad sobre la libertad es de vieja data y fue lo que caracterizó a “prohombres” de la historia latinoamericana como Pinochet, Videla y Fujimori.

La democracia radical que representa Petro busca efectivamente una transformación de las estructuras del poder político y económico. Estas estructuras de poder han imposibilitado construir salidas políticas para superar las profundas desigualdades y la pobreza, la política de guerra y muerte, la exclusión.

Ahora bien, para concretar estos cambios es necesario ampliar la democracia a las esferas social y económica. Es decir, para poder implementar reformas que permitan garantizar los derechos humanos y los derechos sociales -como el derecho a la salud, el trabajo, la protección social y la educación- es necesario poder introducir cambios relativos a la organización del poder económico y político.

Si las elites económicas y políticas impiden realizar estas reformas regresará con mucha fuerza el estallido social. Cuando César Gaviria, —que convirtió al Partido Liberal en un partido reaccionario que no apoya las reformas sociales— Efraín Cepeda y Dilian Francisca Toro advirtieron que los proyectos del Pacto Histórico suponen la transformación de las mencionadas estructuras de poder, rompieron amarras y saltaron al barco liderado hoy en América Latina por Nayib Bukele: “Mano dura, corazón grande”.

Es profesor titular del instituto de filosofía de la Universidad de Antioquia. Estudió fiolosofía y una maestría en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y se doctoró en filosofía en la Universidad de Konstanz. Fue investigador posdoctoral en la Johann-Wolfgang-Goethe Universitat Frankfurt,...