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Estos difíciles días de campaña electoral son, no cabe duda, un momento para el escepticismo, el cansancio, el hastío. Son también, y esto es algo bueno, un momento propicio para pensar acerca de nuestras propias convicciones. Una pregunta que ha rondado la campaña es aquella sobre el significado y valor de la democracia.
Hace un par de días Alejandro Cortés Arbeláez escribió precisamente una entrada para el portal RazónPública abordando el difícil tema de la democracia en Colombia, de si tenemos o no un sistema democrático. Se preguntaba Alejandro si tenían razón aquellas personas que afirmaban que en Colombia no hay una verdadera democracia o si, por el contrario, acertaban quienes decían que nuestro sistema político no sólo es democrático, sino ejemplar: “Colombia es la democracia más antigua de América Latina”. Alejandro defiende en su entrada que sí vivimos en un sistema democrático, pero afirma que es necesario entender la posición de críticos como Gustavo Petro y muchos otros miembros del Pacto Histórico, quienes ponen en duda precisamente ese carácter democrático de nuestro sistema.
Quiero de alguna manera unirme a esa misma cadena de razones y argumentos, si bien buscaré hacerlo presentando algunos matices. Para ayudarnos a entender la posición de los críticos, Alejandro se vale de la distinción que hace el teórico constitucional Roberto Gargarella entre conservadurismo, liberalismo y republicanismo.
Gargarella afirma que nuestros sistemas político constitucionales son el resultado de un acuerdo liberal-conservador en el que se terminó por institucionalizar un modelo en el que, si bien se buscó garantizar algunos derechos defendidos por la tradición liberal (libertad de prensa, de pensamiento, de movimiento y, sobre todo, respeto a la propiedad privada), esto se combinó con una visión paternalista ligada a la doctrina de la Iglesia Católica y con una espacio muy limitado para la participación política. Las corrientes republicanas, las grandes perdedoras de este acuerdo, defendían precisamente una participación política amplia y la garantía de las condiciones sociales que hicieran posible esa participación, como el acceso a la educación, a la salud, a unos ingresos mínimos, es decir, lo que hoy llamaríamos derechos sociales.
Yo estoy de acuerdo con este planteamiento general, pero agregaría dos cuestiones que considero relevantes. La primera es la siguiente. Al hablar de democracia podemos adoptar una perspectiva gradual o relativa (tenemos más o menos de algo) o una perspectiva dicotómica o de absolutos (tenemos o no tenemos algo). Creo que, en este caso, es mejor adoptar la primera perspectiva y hablar de grados de democracia o democratización, más o menos democracia, y evitar la segunda y su dicotomía de democracia/no-democracia: el “todo o nada”. Es más adecuado ver la democracia como un proceso siempre inacabado, abierto a avances y retrocesos.
La perspectiva liberal-conservadora de la que hablaba hace un momento y que ve al sistema político colombiano como “la democracia más antigua de América Latina”, tiene la virtud de reconocer algunos logros de nuestro sistema político, como lo es el hecho de que contamos con un sistema electivo competitivo. Digo que esto es bueno, porque el desconocimiento de estos logros, así sean limitados, puede llevar a su descuido por ser considerados, precisamente, insuficientes. Pero, dado que quienes defienden esta posición adoptan precisamente una perspectiva dicotómica, entienden que el cumplimiento de ese solo requisito de elecciones competitivas agota la discusión sobre la democracia y no hay mucho más que decir.
Los críticos del sistema político colombiano caen también en esta forma de pensamiento dicotómico. Defienden una visión de la democracia más rica, para la cual no basta con las elecciones competitivas. Consideran que es necesario contar también con un mínimo social que permita a los ciudadanos participar de forma significativa en los procesos de transformación social en los que, finalmente, consiste la democracia. Pero, ya que esas condiciones no se dan en nuestro país, consideran que el sistema político colombiano es no-democrático, es decir, es expresión de una forma de autoritarismo.
Aunque estoy de acuerdo con esa visión enriquecida de la democracia, no lo estoy con la visión dicotómica que la acompaña. La lucha por la democracia implica, por un lado, reconocer el valor de los logros democráticos que como sociedad hemos alcanzado, a la vez que asumimos la necesidad de transformación y cambio que se requiere para superar las falencias de nuestro sistema político. Las muestras de insatisfacción de los republicanos apuntan entonces a algo relevante y a lo que se debe prestar especial atención.
Paso ahora a la segunda cuestión de la que quería hablar. Decía al inicio de la entrada que Alejandro establece una relación entre lo que sería el republicanismo como corriente de pensamiento político y el Pacto Histórico. Creo que esta relación es correcta y provechosa para entender nuestra realidad. Precisamente porque considero que el Pacto Histórico representa, de alguna manera, esa sensibilidad republicana, veo en estas elecciones un momento histórico importante. Hace casi ya un siglo Colombia logró transitar de un gobierno conservador a uno liberal a través de los votos. Ese tránsito que para algunos significó la inauguración de nuestra democracia, fue precisamente una consecuencia de ese acuerdo liberal-conservador. Colombia logró de esta manera institucionalizar una forma de competencia política que permitía tanto a liberales como conservadores llegar al poder a través de medios más o menos pacíficos.
La apertura democrática no fue, sin embargo, completa. Las corrientes republicanas quedaron por fuera de este acuerdo y si bien han logrado cierta influencia en la política nacional, sus líderes nunca han llegado a las máximas instancias de poder. Hoy estamos ante la posibilidad de integrar, mal que bien, esa sensibilidad republicana. Más allá de lo que serán los aciertos o errores de un futuro gobierno de Gustavo Petro y del Pacto Histórico, la gran oportunidad ante la que estamos en este momento es la de enriquecer nuestra democracia. La oportunidad de avanzar en ese proceso siempre inacabado de democratización al integrar a nuestro sistema político una parte del pueblo (una parte de las sensibilidades populares) hasta hoy marginadas.