Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
“Me estás matando, pez, pensó el viejo. Aunque estás en tu derecho.
No he visto un animal más noble, calmado y hermoso que tú, hermano.
Sal y mátame. Me da igual quien mate a quien.
Se te está nublando la cabeza, pensó. Tienes que estar despejado.
Mantén la cabeza despejada y sufre como un hombre. O un pez, pensó.”
Describir a un pescador es hablar de una persona distante a las frivolidades de las ciudades. Alguien que se ha perdido en la oscuridad de la noche iluminada por el reflejo del sol en los cuerpos celestes de la vía láctea y se ha dejado llevar por las corrientes multidireccionales del mar.
Una persona que no ha perdido esa fuerza primitiva condensada por más de 4.600 millones de años de evolución desde cuando la vida en la Tierra estaba compuesta por organismos unicelulares sofisticados que se disolvían en los océanos.
De esa estirpe hace parte Jorge Sarmiento, conocido por sus amigos como Boris. Desde el 1962 empezó a recorrer las playas del Magdalena junto a su tío que le enseñó el oficio. Más de 60 años después con un sencillo restaurante a la orilla de las playas de Pozos Colorados, a pocos metros de los condominios y hoteles de lujo que han transformado el paisaje, describe como una secuencia cinematográfica la metamorfosis de un lugar que conservaba algo de su virginidad a pesar de la gran explotación salina desde la Conquista pero que cambió del todo con la actividad extractivista en los años 80 con la Drummond y Ecopetrol.
El mar era cristalino, no tenía ese aspecto marrón que impide ver donde se pisa, no había necesidad de salir en canoas y lanchas a pescar, desde la orilla se podía hacer la pesca artesanal. Había toda una enciclopedia de peces y la playa no se atravesaba con pocos pasos como hoy.
Habían más espejos de agua roja que los que se pueden ver en tiempo de sequía hoy. Son un recuerdo de un pasado muy dinámico en el que el Estado extrajo mucha sal, hasta que Manaure se convirtió en el “Potosí” colombiano.
Al lado de ese espejismo están a punto de borrarse las huellas de las líneas férreas que Boris conoció a la perfección desde 1972, cuando a los 18 años heredó el cargo de su papá en la empresa Ferrocarriles Nacionales de Colombia.
Todavía recuerda cómo era mover las palancas, estar pendiente del acelerador, la reversa, el freno, la revisión del combustible Acpm y el aceite. Con presionar un botón se daba marcha para recorrer la ruta que abarcaban Magdalena, Santander, Antioquia, el Valle del Cauca y Cundinamarca.
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En su memoria conserva la tensión por los constantes descarrilamientos por el mal estado de las vías de tracción muchas veces por robo. Un recordatorio de la herencia corrupta que supo diseminar la Corona española.
En esas ruidosas máquinas no solo viajaban las personas, habían vagones para el carbón, el hierro y los animales. Un transporte versátil y barato. Un sistema que encontró la muerte al no obtener la inversión necesaria en los gobiernos de Belisario Betancur, Virgilio Barco y César Gaviria; quienes lo lapidaron con la excusa de reemplazarlo por modernas vías que hoy no terminan de construirse y que se sobrecostean con recursos de impuestos y peajes.
El temor más grande de Boris ocurrió. En uno de los tantos descarrilamientos, un accidente mortal casi lo deja sin contar esta historia. Murieron tres de sus compañeros y él se salvó porque los vagones no le cayeron encima y se acomodaron en una cuneta. El fémur se le astilló. Y después de una operación que recuerda más como una carnicería, pudo caminar bien siete meses después.
“Una cosa soldada no es lo mismo”, dice señalándose las piernas debajo de la sombra del manglar que hoy es el techo de su restaurante. Con ironía muestra la mercancía: pescado congelado que conserva en neveras de icopor. Los vientos alisios que no logra atajar la Sierra Nevada le impiden salir con la Bomba Camará, como llama a la barca que es su camarada desde hace diez años.
Hace poco tiempo perdió a dos amigos Juan José Uriel e Isaac Uriel. Ellos habían salido primero. Las brisas fuertes llevaban tres días. Sabían que ir de pesca significaba desafiar olas de casi 5 metros. Pero las necesidades de una familia presionan. Se sabe que alcanzaron a tirar el palangre pero el viento los arrastró. Después de la búsqueda, solo encontraron la embarcación llegando a las costas de Barranquilla.
-Lo que cogemos no amerita el riesgo que hace uno.
Ninguno de sus hijos es pescador.
-Porque el pescador no tiene nada. Tanto sacar y algunos pescadores ni casa tienen. Si yo viviera de la pesca no tendría nada; ahora menos que casi todo se ha acabado. Un día bueno trae 60 libras de pescado, un día malo solo trae el sustento.
Lo dice con un tono nostálgico mezclado con el entusiasmo que le despertaron cada una de las páginas de “El viejo y el mar” de Hemingway en su tiempo de colegial en el Liceo Celedón.
Así como Santiago, Boris ha peleado con un pez grande.
Su rival más fuerte ha sido una barracuda voraz -por algo le llaman el tigre de los mares-. Al verla se sintió paralizado con el arpón en diagonal, una técnica que aprendió con el tiempo después de escuchar historias de personas que se morían atravesadas por la punta de hierro movida con la furia de las corrientes marinas que son más fuertes que las de un rio crecido; sobretodo con el mar de leva.
Solo la hirió y ella al voltearse se impulsó para atacarlo. Cuando vió el brillo de la navaja, frenó. Él estaba armado con un cuchillo de veinticinco centímetros amarrado a su pierna derecha. Ella dio una vuelta muy amplia, el tiempo suficiente para que él agarrara ese cuchillo.
-Ella ve el temple de uno y se aleja. Pero no bajé la guardia porque ella regresa y ataca porque es traicionera.
En ese momento no tenía la misma capacidad de asombro que tuvo hace quince años cuando por los lados de Tasajera, junto a sus compañeros de lancha, vieron como se alzó una ballena como de diez metros, la mitad de su cuerpo estaba por fuera. El animal los siguió.
Para no volcarse solo se acordó que tenía que golpear la lancha para ahuyentarla con el sonido.
Que el pescador solo tiene su atarraya puede ser un mito.
-Uno nunca se siente solo.
En una noche estrellada pueden haber diez botes cerca, además de su equipo de pesca, el nylon y las varas para corretear. Ellos han desarrollado un sistema de comunicación con espejos y delimitación de puntos de pesca a los que tienen que llegar. De noche se anclan por si el motor se apaga para que el mar no se los lleve. Si uno de ellos no ha llegado a las once de la mañana del día siguiente se sabe que todos tienen que iniciar la búsqueda.
El mar es un misterio indescifrable para él. El sitio que más respeto le merece. A la gente del común solo se le enciende el subconsciente surrealista al dormir, él sin soñarlo se ha podido topar con criaturas increíbles como el pez eléctrico que pasa “corriente” cuando se toca.
O el avistamiento de una esfera incadescente que no parecía un químico ni líquido ni gaseoso porque no formaba burbujas ni se esparcía alrededor, cerca del lugar donde hacía las extracciones Ecopetrol.
De eso que define como algo maligno por la fiebre que él y sus compañeros de pesca sufrieron días después prefiere no acordarse. Es simplemente un misterio que prefiere no resolver como el de la vida misma que no se sabe cómo terminará aunque él la quiera mantener intacta hasta el final junto al mar.


