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Las masivas movilizaciones sociales y políticas que se dieron en Chile desde octubre de 2011, las cuales se ampliaron y radicalizaron en el denominado estallido social de octubre de 2019, dieron paso al proceso de creación de una Convención Constitucional para elaborar una nueva Constitución. Se acordó que el nuevo texto se someterá a un plebiscito ratificatorio en este año, será sometido a sufragio obligatorio y deberá obtener la mayoría simple para que el texto constitucional sea aprobado.
Una de las motivaciones fundamentales para cambiar la Constitución de 1980, aprobada durante la dictadura militar del general Augusto Pinochet, fue eliminar el dispositivo constitucional diseñado para preservar el modelo político, económico y social neoliberal.
Este modelo buscó bloquear explícitamente la voluntad democrática mediante una serie de trampas constitucionales —reglas que exigen supermayorías en el Congreso para reformar la legislación, un sistema electoral binomial que hace casi imposible alcanzar esas mayorías en elecciones populares y un sistema de control de constitucionalidad de las leyes, con poder de veto, ejercido por el Tribunal Constitucional— las cuales imposibilitaron durante estos años la transformación del modelo chileno.
Los triunfos electorales de la centro izquierda que se dieron durante estos años no condujeron a ningún cambio sustancial debido al efecto paralizador de estas trampas constitucionales. “Cada una de ellas, pero sobre todo las tres juntas, cumple un papel de resguardo del modelo, garantizando su permanencia, independientemente de quien gane las elecciones”, se afirma en el libro “El otro modelo: Del orden neoliberal al régimen de lo público” de Fernando Atria, Guillermo Larraín, José Miguel Benavente, Javier Couso, y Alfredo Joignant.
La Constitución de 1980 de Chile, conservadora en lo político y neoliberal en lo económico, fue estructurada de tal forma que impedía la autodeterminación política y limitaba la posibilidad de que la ciudadanía pudiera entrar en escena para crear unas nuevas reglas políticas y económicas.
De manera similar a como está organizada la relación entre la economía y la política en la Constitución de 1980 de Chile, están estructuradas las constituciones —liberales, democráticas y sociales— de otros países de América Latina, según lo afirma Roberto Gargarella en sus libros “La sala de máquinas de la Constitución” y “La derrota del derecho en América Latina”.
Gargarella desarrolla una tesis similar a la de las trampas constitucionales en términos de una tensión entre dos secciones o componentes de la constitución: los derechos y las libertades civiles, políticas y sociales, lo que los juristas suelen llamar “la parte dogmática”, y las estructuras del poder político y económico, la “parte orgánica” o “la sala de máquinas”, como las denomina el profesor argentino.
En las nuevas constituciones liberales y sociales (México, Colombia) que se proclamaron desde el inicio del siglo XX hasta los primeros años del siglo XXI, se articularon dos partes: “una sección correspondiente a los derechos adquirió un carácter social y democrático, en línea con los nuevos tiempos, mientras que la sección dedicada a la organización del poder se mantuvo en línea con el momento originario y tendió a preservar su carácter verticalista y excluyente”, afirma Gargarella.
Según este autor, las reformas para garantizar los derechos humanos y los derechos sociales que se han propuesto en países con constituciones modernas y liberales, como Argentina, Colombia, Uruguay, han tenido un impacto muy limitado porque no se han vinculado a cambios relativos a la organización del poder. Este fue típicamente el caso de aquellas reformas que se detuvieron en la “sala de máquinas” del constitucionalismo, dejando intacta la vieja estructura de poder.
La tensión entre estas dos secciones de la Constitución se ha articulado en función de mantener y reproducir la estructura de poder desigual y excluyente basada en el control sobre la propiedad de la riqueza y la organización del poder. En Chile fue imposible actuar en materia de organización del poder debido a que las trampas constitucionales enquistadas en la Constitución de 1980 impidieron cualquier acción de reforma política. En Colombia, Argentina, México lo que sucedió fue que aquellos cambios no producidos en la “sala de máquinas” de la Constitución terminaron minando las reformas introducidas en materia de derechos económicos, sociales, y en políticas de inclusión de comunidades indígenas, mujeres, grupos étnicos, entre otros.
De estos análisis se sigue que para democratizar la política es necesario actuar sobre la distribución de los recursos en general, y en particular sobre la distribución de los derechos de propiedad y las estructuras del poder político y económico. Esta idea había sido planteada por los reformistas radicales del siglo XIX, quienes “supieron reconocer que, dado su interés en darles materialidad a los cambios políticos, era necesario afectar la distribución de derechos de propiedad entonces vigente”, escribe Gargarella.
En suma, para concretar los objetivos en materia de derechos en una constitución liberal y democrática, es necesario actuar no solo sobre la sección de los derechos, sino también sobre la organización del poder, es decir, sobre la forma cómo la “sala de máquinas” de cada constitución organiza el poder.
De este modo, se plantea que una reforma que busque el igualitarismo y la justicia social requiere de la extensión de la democracia a las esferas social y económica que ponga en cuestión las relaciones de propiedad y las estructuras de decisión políticas. Se debe avanzar en la creación de un tipo de organización social que gestione y regule democráticamente el sistema social que emerja, que limite los excesos de la economía y el poder, y redistribuya sus beneficios en pro del bienestar de los sectores más desfavorecidos.
El malestar que irrumpió desde 2011 en Chile y que se radicalizó en 2019 generó dos hechos políticos fundamentales: la creación de una Convención Constitucional que está elaborando una nueva Constitución y el triunfo del candidato izquierdista Gabriel Boric. El nuevo presidente representa no solo en Chile, sino en América Latina, una nueva ciudadanía que encuentra que no se puede actuar políticamente más en el marco de la actual democracia representativa y que busca cambiar aquellas reglas de juego —las trampas constitucionales y la organización del poder en la “sala de máquinas” de la Constitución— establecidas por una clase política que ha actuado bajo los imperativos de un neoliberalismo depredador y por una élite económica que mantiene y reproduce una estructura de poder desigual y excluyente basada en el control sobre la propiedad de la riqueza.
Los nuevos movimientos sociales, los estudiantes, las mujeres, los ecologistas, los defensores de las minorías, del matrimonio igualitario, del aborto, son la expresión del poder comunicativo que surge entre los hombres cuando actúan juntos y transforman ese poder en una forma de poder político que se centra en la formación de leyes legítimas, pero que va más allá de esto.
El poder comunicativo es el poder de cuestionar, transformar, resistir, que se basa en la superación de la injusticia social y se desarrolla en la acción política, la cual supone hoy, que se debe enfatizar de manera fundamental la intención redistributiva de la agenda económica para lo cual se requiere el compromiso de los empresarios.
Según el nuevo presidente de Chile, “no puede haber crecimiento sostenible sin una justa distribución de la riqueza”. Y la nueva Constitución no podrá desempeñarse como si su existencia fuera ajena a la base material sobre la que se sostiene. De este modo, el camino de la democracia política, la justicia social y de una constitución igualitaria requiere que los ciudadanos puedan influir en los espacios donde se organiza el poder económico, empresarial, financiero y político.
Este camino que inicia Chile representa una nueva alternativa para los cambios políticos en la región. Así lo predijo Boric: “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo en Latinoamérica, también será su tumba”.