Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Las tres narraciones que siguen demuestran el poder de los relatos etnográficos para evidenciar el funcionamiento articulado de diversas formas de violencias sociales en nuestra sociedad.
Estos tres relatos fueron escritos por estudiantes de pregrado de la Universidad del Rosario, quienes, a través de sus escritos, no solo logran conmovernos, sino que nos obligan a reflexionar sobre el funcionamiento de una sociedad que produce lo que podríamos llamar “sufrimientos innecesarios”. Es decir, sufrimientos que solo existen porque nuestra sociedad está organizada de una manera que los hace posibles.
Desde mi punto de vista, los textos de ciencias sociales más potentes son los que logran articular en sus narraciones una “historia” – el intento de reconstruir las experiencias específicas de personas singulares – y un “argumento” – la puesta en evidencia de mecanismos sociales ligados al funcionamiento desigual y violento de nuestra sociedad.
El primer relato – que cuenta Ginna Mina, estudiante de antropología oriunda del bajo Putumayo y perteneciente al pueblo Kamëntsa – ilustra como, en algunos contextos, el solo hecho de ser joven y marginalizado puede convertirse en un delito castigado con la muerte a manos de grupos armados.
Su argumento es que jóvenes como Lahion – cuya historia intenta reconstruir – no solo merecen vivir, sino que merecen tener mejores vidas que las que nuestra sociedad tiene para ofrecerles.
El segundo relato – escrito por Aura Ortega, estudiante de ciencia política – se centra en un episodio muy difícil de su historia personal. Ella logra demostrar, de manera muy potente, como los dolores íntimos más profundos se articulan a menudo con las lógicas sociales/estructurales de las desigualdades.
Finalmente, el último relato – escrito por Tatiana Cortés Palencia, estudiante de sociología – permite cuestionar la ideología del mérito y del esfuerzo, invitándonos a pensar como la desigualdad escolar afecta los destinos sociales de los jóvenes colombianos de las clases populares a partir de la descripción detallada de un caso concreto.

Lahion
Por Gina Alexandra Mina
Recuerdo levantarme el 15 de septiembre del 2020 y observar la imagen de un joven tirado cerca del río, a quién le habían propinado más de 30 puñaladas por todo su cuerpo. Este se encontraba con las manos atadas, tirado hacia un costado con las rodillas encogidas y con un disparo en la cabeza.
En casa todos estábamos conmocionados por las imágenes que habían sido compartidas por los celulares. Recuerdo a mi madre haciendo zoom en la foto que un vecino nos había mandado en horas de la madrugada, con la intención de asegurarse de que nuestras sospechas fuesen ciertas.
Pues, al parecer, la persona que se encontraba en la foto era un compañero de mis hermanos, quien había tenido cierta cercanía con mi familia: Lahion.
Lo habíamos conocido tres años atrás y recuerdo que mi primera impresión había sido mala. Su mirada esquiva me trasmitía cierta sensación de desconfianza, como si hubiera tenido algo que ocultar.
Luego, en una época en la cual este joven vivía con nosotros, mi madre se enteró, a través de una vecina, que él se dedicaba a robar para el consumo drogas. Desde este momento, mis padres nos prohibieron rotundamente la amistad o cualquier vínculo con él.
Pero no pasó mucho tiempo para que Lahion volviese nuevamente a casa, aprovechando la ausencia de mis padres quienes se encontraban trabajando lejos del municipio. Sin embargo, cuando mis padres retornaron, no le pidieron irse de inmediato y él se quedó viviendo varios meses con nosotros: todos nos terminamos acostumbrando a su presencia.
Todo cambió el día que un vecino se acercó a casa en busca de mis padres. Quería comentarles que había encontrado a este joven al interior de su hogar, mientras intentaba robarse un televisor. El vecino había logrado impedir el robo, entrando a su casa justo en el momento en el cual el joven se iba a llevar la talega en la cual había empacado el televisor.
En este momento, mis padres decidieron confrontar directamente al joven para obligarlo a salir de nuestra casa. Y así ocurrió: después de que mi padre termino de hablar con él, este se dispuso a recoger las pocas cosas que tenía en la habitación de mis hermanos para luego despedirse de ellos.
No volvimos a saber de él sino hasta después de dos años, cuando decidió regresar al barrio. Las circunstancias eran difíciles: se encontraba durmiendo en una casa abandonada en muy malas condiciones, casa que, al poco tiempo, fue quemada. Las personas que habitaban cerca habían convocado una reunión para incendiar el lugar junto con sus cosas, obligándolo a abandonar el lugar.
En una ocasión, mientras terminaba de lavar los platos, escuché una conversación entre mis hermanos y el joven. Con una voz entrecortada, una mirada baja y el cuerpo encorvado, él les hablaba sobre su vida: “Mi madre nunca me quiso, ella decidió abandonarme para irse detrás de ese señor”.
Él contaba que, cuatro años atrás, cuando él estaba iniciando en el mundo de las drogas, su madre lo había obligado a irse de la casa. Un día, a su regreso del colegio, él había encontrado sus cosas en una talega, tirada en el corredor de la casa.
Ese día, me sentí culpable. Pues yo, a diferencia de mis hermanos, lo había juzgado por mucho tiempo sin darme cuenta de lo injusta que había sido la vida con él. Desde este momento, empecé a verlo desde una mirada más sensible, pues entendí que Lahion era simplemente víctima de unas circunstancias dolorosas. Que él se enfrentaba a una realidad cruda, difícil de conllevar, dura de vivir.
Solo unos días después de esta conversación, mi familia y yo nos enfrentaríamos a su muerte y al sufrimiento que traía la historia detrás de esta. Mi hermano nos comentó que, dos días antes de su muerte, Lahion había recibido amenazas.
Justo antes de acostarse, él había escuchado la conversación en voz baja de dos hombres frente en su cambuche: “A esta rata, hay que matarla hoy”, decían. Apenas el escuchó estas palabras, el joven se escapó, despegando una tabla que hacía parte de la pared del vecino. Sin embargo, dos días después, se enfrentó nuevamente a la muerte. Esta vez, sin lograr escapar.
Los vecinos relataron, del mismo modo, que dos hombres armados y encapuchados habían venido a buscarlo en dos ocasiones anteriores a ese día, antes de finalmente encontrarlo. Comentaron que, cuando los dos hombres lo obligaron a subirse a la moto, Lahion, mediante sollozos, les suplicaba que le perdonasen la vida.
Algunos de los vecinos presentes, sin embargo, animaban a los hombres armados, gritando que él merecía lo que le estaba sucediendo por apropiarse de las cosas ajenas. Después de unos instantes, Lahion terminó subiéndose a la moto sin oponer resistencia. Muchos vecinos fueron testigos de toda la escena, pero realmente a nadie le interesaba.
Un día después de su muerte, mi madre solicito la caseta comunal del barrio para velarlo. Ese día solo asistimos cinco personas: mi madre, mis dos hermanos, su madre y yo. Los días después de su entierro, la casa permaneció en silencio.
Ninguno de nosotros quería – o podía – hablar sobre el tema. Podía observar a mi hermano mayor caminar en circulo en su habitación y a mi hermano menor orar con mayor frecuencia. Una semana después, mientras me dirigía hacia la cocina, escuché a uno de mis hermanos decirle a un amigo que, aunque ya habían conseguido el arma, aún no habían logrado dar con los culpables.

La depresión tiene clase
Por Aura Ortega
Nuestros cuerpos están atravesados por las desigualdades de clase de distintas maneras. Todos entendemos que, en su dimensión propiamente física los cuerpos son los primeros que quedan marcados por las carencias materiales (las que producen el hambre, la enfermedad, etc.).
Pero, además, nuestros cuerpos son lugares donde se manifiestan emociones profundas – como la vergüenza y la frustración – que se relacionan directamente con el funcionamiento de la dominación.
Así, cuando recuerdo los días de hambre en casa, comiendo pan con agua de panela, las sensaciones físicas que vuelven a surgir no se asocian solamente con el malestar físico de la falta de comida sino también con el malestar emocional de la vergüenza.
De este modo, la carencia y la necesidad dejaron huellas en mi cuerpo y cada rincón de mi memoria está habitado por el calor tan intenso que se siente en una noche en la Costa Caribe colombiana, sin electricidad, a la luz de la vela. Estas sensaciones, que luego se fueron convirtiendo en recuerdos, vuelven a surgir en mi cuerpo periódicamente hasta el día de hoy.
La frustración, por su parte, la siento cuando pienso en la figura de mi madre, hija de campesinos que escaló socialmente para convertirse en maestra de una zona rural. En mi memoria, habita el recuerdo de una mujer regresando de su trabajo cada noche, sin fuerzas para preparar la cena.
Mi padre no estaba presente, casi nunca enviaba dinero a casa, dejando a mi madre luchar sola contra una montaña de deudas y trabajando horas extras para mantenernos.
Un día, cuando tenía alrededor de doce años, la confronté porque mis zapatos del colegio estaban despegados y yo sentía mucha vergüenza al caminar con esos zapatos sin suela. Cuando empecé a reclamar por la precariedad en la que vivíamos, diciéndole que me comprara unos zapatos nuevos, ella tiró su almuerzo al suelo y rompió el plato.
Comenzó a expresar sus ganas de matarse y así acabar con su agotamiento físico, expresando lo aburrida que estaba de su rutina y de sus hijos. Luego, comenzó a golpear su cabeza contra la pared y yo tuve que intentar impedir que se hiciera daño. Forcejeamos fuertemente, pero, al final, ella tomó un cuchillo y se hirió frente a mí.
Esa escena se quedó en mi memoria: no solo la memoria de mi mente, sino también la de mi cuerpo. Ver a mi mamá sangrando sin saber qué hacer me desequilibró. Solo era una niña y mi reclamo por unos zapatos nuevos se había convertido en un intento de suicidio.
Me sentía culpable y frustrada al tiempo. Culpable, porque no debía haberle pedido unos zapatos nuevos: hubiéramos podido mandar a remendar los que tenía. Frustrada, porque, a pesar de todo, seguía sintiendo que merecía unos zapatos decentes para ir a estudiar. Desde entonces, la cicatriz emocional no ha sanado. Mi cuerpo también ha sido autoflagelado, la depresión ha acabado con buena parte de mi salud mental.
Vuelvo sobre esa escena de mi madre haciéndose daño y contemplo las formas en las que el dolor de las carencias materiales se incrusta profundamente en nuestros cuerpos. En ellos, están inscritos lo más secreto de nosotros mismos y nuestras vergüenzas. Pienso en el punto en el cual nuestras frustraciones se acumulan y se exteriorizan en actos violentos contra nosotros mismos.
El cuerpo es el testigo silencioso de todas las desigualdades de clase. Me hace pensar en cuántos suicidios se podrían prevenir si las personas tuvieran qué comer, cómo pagar sus deudas, cómo sobrellevar mejor sus emociones y sus fracasos relacionados con la posición que ocupan dentro de la estructura social.
La salud mental es también un asunto de clase: poco se habla de cómo los hogares económicamente precarizados sufren tantas violencias simbólicas y estructurales que afectan la salud mental de sus miembros.
Ojalá habláramos más a menudo de las frustraciones que convergen en los cuerpos violentados socialmente por las desigualdades, un sufrimiento que, con el tiempo, estalla en acciones dolorosas hacia otros o hacia nosotros mismos.
A veces, no puedo mirar a mi madre a los ojos sin mostrarle mis lágrimas y mi frustración. Es inevitable no revivir en mi memoria el momento en el que su intento de suicidio me mostró que donde nos situamos socialmente nos atraviesa el cuerpo y nos colapsa la mente. La clase se inscribe en nuestra piel.

¿Es suficiente el esfuerzo para hacer de nuestros anhelos una realidad?
Por Tatiana Fernanda Cortés Palencia
En este texto, reflexionaré sobre un caso que ilustra cómo el esfuerzo y las capacidades no son suficientes para alcanzar nuestras metas en un sistema socioeconómico desigual. Aunque la sociedad promete felicidad y autorrealización para aquellos que trabajan por conseguir sus aspiraciones, parece que para algunos, la dedicación se convierte en una obligación que no siempre tiene recompensa.
Hay personas que esperan que la vida les conceda sus deseos de manera fortuita, pero en muchas ocasiones esto simplemente nunca ocurre, y se ven obligadas a resignarse.
Hace unos años, mientras estaba en mi último año de colegio, conocí a Néstor en un evento de la biblioteca pública de Cúcuta. Él tenía quince años y había abandonado sus estudios. En ese momento, yo me sentía abrumada por la monotonía de mi proceso académico: asistía a una institución pública de alta calidad con normas estrictas de 1 a 7 de la tarde.
Aunque estaba a punto de graduarme, quería dejar la escuela porque sentía que limitaba mi desarrollo personal, lo cual siempre ha sido esencial para mí. La escuela obligaba a usar uniformes y me prohibía usar maquillaje, llevar el cabello suelto o usar cualquier tipo de accesorio. Además, no tenía tiempo para desarrollar mis propias habilidades e intereses debido a las limitaciones de una burocracia escolar en la que no creía y que consideraba absurda.
En contraste con mi sensación de asfixia en la institución educativa, Néstor había tenido la determinación de abandonarla y aprovechar su tiempo libre para estudiar filosofía, literatura y cine. Fue esta libertad lo que inicialmente me atrajo de él.
Después de un tiempo, durante la pandemia, nos convertimos en pareja y comencé a conocerlo mejor. Pronto me di cuenta de que su aparente decisión libre había sido condicionada por una situación mucho más compleja.
Desde su infancia, había crecido en un ambiente familiar caótico, donde las peleas y situaciones avasalladoras eran constantes. Su decisión de abandonar la escuela a temprana edad debe entenderse en este contexto.
Hacia el final de la pandemia, Néstor estaba pasando por momentos difíciles debido a las demandantes situaciones familiares, mudanzas repentinas y muchos cambios en su vida. Su madre ganaba poco más que el salario mínimo y con ese dinero debía hacerse cargo de sus dos hijos y pagar el alquiler de su padre.
La situación se volvió insostenible, por lo que tuvieron que mudarse a una casa con poco espacio, lo que hacía difícil para Néstor encontrar un lugar tranquilo para estudiar por su cuenta. Cuando cumplió 18 años, su familia lo estaba presionando para que comenzara a trabajar, pero al no tener educación formal, sus opciones laborales eran limitadas. Si se pusiera a trabajar, no tendría tiempo para seguir educándose y leyendo sobre sus intereses, que eran su única fuente de refugio en medio de las dificultades cotidianas.
Néstor no se veía trabajando en cualquier empleo, anhelaba dedicarse a tiempo completo a aquellas actividades que le apasionaban. A pesar de haber dedicado mucho tiempo para estudiar filosofía y arte de forma autodidacta, no tenía ningún certificado que legitimara sus conocimientos.
La única opción viable que veía era obtener una beca o un subsidio del estado para estudiar en una universidad pública, pero para ello necesitaba validar el bachillerato y presentar las pruebas Icfes. Este era el único modo para continuar con su proceso, a la vez que validaba su aprendizaje.
Lo alenté a que completara sus estudios para así poder presentar las pruebas juntos. Néstor se dedicó a estudiar y logró terminar el bachillerato en tan solo un año. Él tenía la ambición de irse a vivir a Bogotá, considerándolo el lugar más idóneo para sus estudios, al ser el epicentro cultural del país.
Desde ese momento, comenzamos a planificar juntos nuestro futuro, visualizándonos en la vida universitaria y formándonos en nuestros intereses, con la esperanza de obtener una beca. Confiamos en que nuestras habilidades y dedicación serían suficientes para obtener buenos resultados.
Nos enfocamos en prepararnos para el Icfes, sin embargo, Néstor atravesaba por episodios depresivos y sus condiciones de estudio no eran las ideales. No contaba con un lugar cómodo y silencioso en casa para concentrarse, por lo que solíamos ir juntos a la biblioteca pública. Además, las matemáticas le resultaban muy difíciles, pues no había cursado esta materia en su proceso de aprendizaje.
Unas semanas antes de las pruebas surgieron varios problemas que nos afectaron emocionalmente. Yo sufrí una crisis nerviosa debido al estrés que me generaba el pensamiento de que mi futuro dependía de la nota de un examen. Él tuvo que cuidar de mí a pesar de tener sus propias dificultades.
Néstor estaba cansado por las tensiones permanentes que tenía en su hogar y por la ausencia de un espacio personal para poder estudiar, por lo que dejó de prepararse para las pruebas. No se sentía preparado en absoluto para el Icfes. A pesar de todo, cuando llegó el día de presentar las pruebas, mi salud mental había mejorado y él tuvo cierta motivación para hacerlo.
Meses después, nos llegaron los resultados. Era un diez de diciembre a las doce de la noche. Néstor ya estaba dormido y mi familia también. Abrí la página, digité mi cédula, y esperé un poco desesperada a que cargará la página… 367.
Había quedado dos puntos por encima del puntaje exigido para la beca. Mi mente quedó en blanco, no podía pensar en nada en ese momento. Lo que unas semanas atrás, unos años atrás, se veía como un futuro incierto, empezaba a cobrar forma. Mis anhelos se convertían en un porvenir.
Levanté a mis papás y a mi hermana con mucha emoción. Les dije que había ganado la beca, pero, no entendían mis palabras. Cuando ya la situación se aclaró, se conmovieron y me felicitaron abrazándome.
Después de que todos volvieron a dormir, yo seguía emocionada por mi resultado, pero también preocupada por Néstor. Quería saber cómo le había ido en el examen, así que revisé sus resultados en la página.
Al ver que su puntaje era de 309, me sentí devastada. Sabía algo respecto a su futuro que él no. Lo llamé una, dos, tres, cuatro, cinco veces, pero no me respondía. Todas nuestras ilusiones se habían caído al piso de un momento para otro.
No pude sino llorar toda la madrugada. Mi mamá me escuchó, por lo que entró a mi cuarto y me dijo lo siguiente: “Que lo vuelva a intentar, él puede. Mientras tanto, usted no va a dejar esta oportunidad de lado por alguien más”. Yo también quería aferrarme a la esperanza de que Néstor pudiera tener una segunda oportunidad: él era un muchacho muy inteligente y dedicado, merecía eso y más.
Al enterarse de los resultados, Néstor se alegró mucho por mí, pero no pudo evitar sentirse terriblemente mal por su puntaje. Se sentía atado a su presente, un presente en el cual no quería seguir viviendo.
A parte, una de sus pocas compañías se iba a ir bastante lejos. Nos parecía absurdo: ¿por qué yo sí y él no? ¿Por qué no los dos? Nos habíamos esforzado bastante para conseguirlo, no era justo que las cosas se dieran de ese modo.
Posterior a esto, me vine a vivir a Bogotá. Desde la distancia, lo animé a que se preparara para presentar el examen de nuevo. Él se preparó durante varios meses para el Icfes por cuenta propia, su resultado en las pruebas fue de 370.
Por fin, su puntaje ya alcanzaba para la beca, pero el nuevo gobierno decidió acabar con el programa. Por decisiones arbitrarias de otros, todo el esfuerzo quedó en vano, dos años esperando por algo que nunca sucedió.
Actualmente, recordando todo lo sucedido, puedo entender que tanto mi logro como su decepción no se pueden explicar únicamente por una cuestión de capacidad o de voluntad. Nuestras historias singulares no se entienden por fuera de los contextos que nos condicionaron de manera distinta.
Ambos hicimos todo lo posible para intentar alcanzar nuestros logros, pero no jugábamos con los mismos dados. No habíamos iniciado en el mismo punto de partida.
Por mi parte, yo había estudiado en uno de los mejores colegios públicos a nivel nacional, donde pude adquirir los conocimientos necesarios para acceder a la beca. Y había tenido, adicionalmente, una familia que me apoyaba para culminar mis estudios (a pesar de no tener los recursos económicos para matricularme en una escuela privada).
En Colombia, la mayoría de los colegios públicos no ofrecen una formación que permita alcanzar los estándares académicos exigidos para acceder a la educación superior. Pero existen excepciones como el colegio Santo Ángel.
Todos los años veíamos cómo, de un salón de 45 chicos, al menos 12 – “los más aplicados” – salían con becas. Muchachos de escasos recursos pudiendo acceder gratis a una educación universitaria de calidad. Era un sueño para todos, algo a lo cual yo también aspiraba.
Por su parte, Néstor decidió alejarse muy temprano del mundo escolar. A pesar de tener muy buenas calificaciones y buenas relaciones con alumnos y maestros, empezó a faltar a clases. Se negaba a alistarse para ir, a pesar de la insistencia de sus familiares. Pasaron días que se convirtieron en semanas y semanas que se convirtieron en meses. Su mamá ya resignada decidió retirarlo.
Primero, Néstor se dedicó a los videojuegos, pero luego descubrió su pasión por la literatura, el cine y la filosofía. Gastaba días enteros leyendo e informándose sobre lo que le gustaba. De este modo, él logró adquirir importantes conocimientos respecto a sus pasiones, pero, muchas veces, estos conocimientos no eran los requeridos para las pruebas: no sabía nada de matemáticas y estadística, por ejemplo. De este modo, Nestor no pudo sacar un buen puntaje en las pruebas Icfes para poder estudiar cinematografía o para pasar la prueba de la Universidad Nacional.
Esta situación es una realidad para muchos jóvenes colombianos. Casos como los de Néstor hay por montones: muchachos sumamente talentosos y apasionados, estancados en una realidad que no quieren vivir.
Si pudiera repartir mi oportunidad en pedacitos y compartirla con ellos, lo haría sin dudarlo. Me duele que, por razones arbitrarias, yo tenga algo que ellos no. No me parece justo. No me siento cómoda en mi posición, a pesar de que me haya traído gran cantidad de experiencias bonitas; a pesar de que sea aquello que siempre había deseado.
