Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
En las elecciones del 13 de marzo se definieron los candidatos de las coaliciones y se determinó la composición del Congreso. Hoy arranca el siguiente round. En este contexto, quiero discutir los planteamientos sobre la pobreza y su relación con la emergencia constitucional que hicieron Gustavo Petro y Juan Manuel Galán, y la reacción crítica de Rodrigo Uprimny.
Enuncio primero las cifras: el Dane reveló que la incidencia de la pobreza en el país en 2020 llegó a 42,5 %, es decir 21.021.564 personas. Según el informe, 7.420.265 personas (15,1 % de la población) no ganan lo suficiente para comprar los alimentos mínimos requeridos para sobrevivir.
Colombia es además uno de los países más desiguales del mundo. Para el año 2020, el coeficiente de Gini para el total nacional fue 0.544 (el valor del índice de Gini se encuentra entre 0 y 1, siendo cero la máxima igualdad y 1 la máxima desigualdad). Lo que muestran estas cifras es el grave problema social y político que tiene Colombia, que está anclado en la Constitución y en la organización de la democracia.
En Colombia, siguiendo los análisis de historia constitucional de Roberto Gargarella, podemos decir que hay una tensión entre dos secciones de la Cconstitución: la parte dogmática, que comprende un catálogo generoso de promesas constitucionales: derechos fundamentales, sociales, colectivos y del medio ambiente. Y la parte orgánica, o “la sala de máquinas”, que hace referencia a la organización de la estructura del Estado colombiano, que el mismo texto constitucional ha mantenido en función de sostener una determinada organización del poder que no es coherente con la finalidad de realizar las promesas constitucionales liberales y sociales.
La tensión entre estas dos secciones se ha articulado en función de mantener y reproducir una estructura de poder desigual y excluyente basada en el control sobre la propiedad de la riqueza. Sostenida en la corrupción de grupos expertos en tomarse el control irregular de empresas públicas y privadas, y protegida por un cartel político que actúa, especialmente en el Congreso, en función de evitar la investigación y garantizando la impunidad. El dispositivo constitucional así estructurado —la sala de máquinas— busca bloquear explícitamente la voluntad democrática para que no pueda influir en la distribución del poder político y económico, obstaculizando también la formación de una esfera pública política.
Esta esfera es el fundamento de la democracia. Sin opinión pública y sin sociedad civil es impensable la democracia. Esto ha sido desarrollado principalmente por los teóricos de la democracia deliberativa, quienes afirman que los debates en la esfera pública son una condición necesaria para los procesos legislativos, de los cuales surgen legítimamente las leyes. El modelo de opinión pública está situado entre un centro y una periferia. El núcleo del centro lo conforma el sistema político, con el parlamento, los jueces y la administración. En el otro lado del eje está la periferia que está conformada por la sociedad civil, escribe Bernhard Peters.
Aunque la Constitución de 1991 establece que todo ciudadano tiene derecho a participar en la conformación, ejercicio y control del poder político, estos mecanismos de intervención deliberativa del pueblo en ejercicio de su soberanía son muy deficitarios. Si entendemos que la comunicación política pública es una forma de participación, que sirve para que la ciudadanía pueda influir en los procesos de toma de decisiones en el Congreso y en el Gobierno, su aporte ha sido realmente decepcionante. La esfera pública de los grupos de interés, la televisión, la prensa, los partidos políticos, las universidades públicas, etc., representan un concepto general de esfera pública.
Sin embargo, en Colombia muchas de estas instituciones de lo público han renunciado a ser conciencia crítica y por esto han declinado al derecho y obligación de intervenir en lo público. Por ejemplo, la mayoría de las universidades públicas ya no hace crítica sobre los asuntos políticos y ha ido perdiendo su lugar de conciencia crítica de la sociedad para mudar en una fábrica de profesionales. Algunos de los grandes periódicos y revistas reproducen el mandato de las empresas contemporáneas, que consiste en mejorar el posicionamiento competitivo y el valor, maximizar la calificación y la clasificación, dejando de lado el periodismo crítico e investigativo.
De esta forma, lo que prevalece son las esferas que derivan de los sectores privados, que se constituyen como ámbitos no-públicos, es decir, lo público ha cedido el lugar para que actores privados se tomen su espacio. Esta relación entre esfera pública y el centro del sistema político —la “sala de máquinas”— está bloqueada. Por esto tiene todo el sentido decir que sin opinión pública y sin sociedad civil es impensable la democracia.
Ahora bien, hay otro fenómeno que hace más frágil la participación de la ciudadanía en la conformación, ejercicio y control del poder político y que pone en mayores dificultades a quienes quieran defender nuestra democracia. Es lo que Oskar Neget y Alexander Kluge denominan la esfera pública proletaria.
La tesis de estos autores es que la esfera pública burguesa excluyó de la política y de la esfera deliberativa a todos aquellos sectores de la población que no participan en la política burguesa porque no pueden permitírselo por razones de género, medios económicos o el nivel de educación. La esfera pública funciona entonces según las reglas del uso privado, no según las reglas por las que se organizan las experiencias y los intereses de clase de los trabajadores. El medio de la esfera pública, que realiza esta tarea de mediación colectiva, se basa en el modelo de la república de eruditos, individuos racionales como los matemáticos, los científicos naturales, los filósofos, que siempre hacen uso de su razón y para todo se basan en ella. El contexto de vida de los trabajadores que no se integran a la forma de vida de la producción capitalista y a la ilustración es descalificado.
La consecuencia de esto es que los trabajadores por no tener la educación adecuada, no haber aprendido un código lingüístico elaborado que les permita expresarse como un culto profesor, juez o sindicalista, difícilmente pueden encontrar acceso al discurso del procedimiento deliberativo.
La historia que presentan Neget y Kluge sobre lo que ha sucedido con los trabajadores en el mundo desarrollado no es del todo distinta de lo que sucede en Colombia. Los millones de pobres que hay en nuestro país, sin suficiente educación, no pueden ejercer sus derechos políticos, pues estos no existen en su plenitud para ellos. La educación no ha podido transformar esa situación. Tenemos un sistema de apartheid educativo, en el que cada clase social estudia por aparte y los ricos reciben una educación de mejor calidad, escribe Mauricio Villegas. Este apartheid educativo le cierra el paso a los jóvenes de las capas desfavorecidas para que desarrollen sus capacidades creativas, cognitivas, artísticas, deportivas y políticas.
Finalmente, los reformistas del centro afirman que las cosas no se han dado tan mal y que debemos ir lentamente con las transformaciones sociales. Decretar el estado de emergencia económica y social para enfrentar la pobreza es constitucionalmente inconveniente porque los poderes de excepción no son para enfrentar problemas estructurales sino crisis “sobrevinientes”, como la pandemia, escribió Rodrigo Uprimny. Los instrumentos de control del poder, situados en el vértice de la esfera de la organización del mismo, deben ser descentralizados y desconcentrados. Defender la democracia y transformar las relaciones de poder requiere hoy crear las condiciones políticas para impedir el abuso que de él hace la élite económica y política y darle protagonismo a la ciudadanía de manera que se apropie de los mecanismos de control y decisión del gobierno democrático.