Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
En estos días vivimos una especie de felicidad parlamentaria. Se aprobaron leyes de central importancia para el país y para el actual gobierno, como la reforma tributaria y el plan de desarrollo. Se discutieron con pasión representativa y deliberativa los proyectos de ley que presentó el gobierno de Gustavo Petro, algunos fueron aprobados como el reconocimiento de los campesinos como grupo de especial protección y la jurisdicción agraria.
Y aunque otros no fueron aprobados —el núcleo del petrismo— como la reforma laboral, pensional y de salud, podrían tener en la próxima legislatura una nueva posibilidad si se ajustan a las exigencias de la política y a los intereses de los grandes gremios económicos, pronostican los más optimistas.
Se puede afirmar que el Congreso colombiano ha dado en este período un paso importante para fortalecer el sistema representativo en virtud del cambio de perspectivas y actitudes que ha liderado el Pacto Histórico.
Es sorprendente que sean la izquierda, las mujeres, los campesinos, los sindicalistas y ecologistas, los que estén impulsando este fortalecimiento de la democracia representativa, al buscar, mediante la fuerza de los mejores argumentos, sacar adelante sus propuestas de reformas sociales, ecológicas, de equidad de género, de tierras, etc.
Pero hay que decir también que además de la izquierda, importantes representantes de la derecha y del centro —los senadores David Luna, Paloma Valencia, Andrés Forero, Humberto de la Calle, el director del Partido Liberal, César Gaviria— han asumido que el Congreso es un centro de discusión y confrontación política.
También han promovido una deliberación democrática a fondo y obligado a los congresistas de todos los partidos y a la sociedad civil a una discusión basada en razones sobre el alcance y límites de los proyectos presentados.
Pero la felicidad nunca es completa. Las viejas prácticas, simbolizadas en “¡Anatolio vote sí, Anatolio!”, siguen ahí. Personas sin instrucción ni cultura como Miguel Polo Polo y mujeres vulgares como María Fernanda Cabal, una especie de corruptos morales, que con su trapacería y perversidad continúan inundado el parlamento en el fango de su lenguaje cargado de odio y resentimiento.
Sin embargo, tenemos in nuce un elemento central de la democracia deliberativa, en la cual los ciudadanos no solo son destinatarios, sino también autores de las normas jurídicas.
Desde esta perspectiva, la legitimidad democrática es el producto de un proceso inclusivo y continuo de formación de la voluntad en el que “los participantes pueden desafiar la opinión de los demás sobre la razonabilidad de las políticas coercitivas que todos deben cumplir, y dar y recibir justificaciones mutuas basadas en razones y argumentos que puedan ser considerados aceptables por todos los participantes en el proceso deliberativo” (Lafont, 2020, p. 168).

Ahora bien, es cierto que se está dando una recuperación de algunos elementos del sistema representativo, pero es necesario analizar también lo que significa en este momento el fracaso del gobierno en el proceso de sacar adelante los grandes proyectos sociales como la reforma laboral, pensional y de salud. Aquí estamos no solamente frente a procesos argumentativos, sino también frente a un problema del poder.
Este problema tiene que ver con la existencia de estructuras de poder creadas y sostenidas por nuestras elites tradicionales desde el inicio de nuestra vida republicana para preservar las diferentes formas de dominación, con las cuales han bloqueado explícitamente la voluntad democrática y la justicia social mediante una serie de trampas legales, constitucionales y políticas.
El poder consiste en la oportunidad de imponerle a otros los valores de la forma de vida propia, y esta oportunidad está estructuralmente repartida de manera desigual. En esta sociedad se crea bienestar para unos, mientras que para otros se les impide el bienestar.
Roberto Gargarella analiza en su libro “La sala de máquinas de la Constitución” cómo han funcionado este tipo de trampas que han impedido las reformas para garantizar los derechos humanos y los derechos sociales en varios países de América Latina.
En las constituciones liberales y sociales (siglos XX y XXI) de Argentina, Colombia, Uruguay y México se articularon dos partes: los derechos y las libertades civiles, políticas y sociales, lo que los juristas suelen llamar “la parte dogmática”, y las estructuras del poder político y económico, la “parte orgánica” o “la sala de máquinas”, como las denomina el profesor argentino.
La articulación de estos dos componentes puede conducir al fortalecimiento de la democracia y su no articulación, a la reproducción del estado de cosas existente. Desafortunadamente para nuestras democracias y para los más pobres, las grandes propuestas de aseguramiento de los derechos civiles, políticos y sociales han quedado detenidas en la “sala de máquinas”, dejando intacta las estructuras tradicionales de poder político y económico.
“Las puertas de la “sala de máquinas” quedaron cerradas bajo candado, escribe Gargarella, como si el tratamiento de los aspectos relacionados con la organización del poder solo pudiera quedar a cargo de los grupos más afines, o más directamente vinculados con el poder dominante (2014, p. 333).
Teniendo en cuenta estas distinciones, se puede afirmar que el triunfo electoral de la izquierda en Colombia del año anterior, aunque genere la felicidad parlamentaria al robustecer la democracia representativa, no podrá conducir a cambios sustanciales relacionados con el aseguramiento de los derechos sociales, debido al efecto paralizador que tiene el que la Constitución y las libertades civiles, políticas y sociales hayan sido bloqueados en función de mantener y reproducir la estructura de poder desigual y excluyente basada en el control sobre la propiedad de la riqueza y la organización del poder.
Para introducir cambios sociales en la Constitución y en el sistema de las libertades es necesario tomar como prioritario el trabajo sobre el área que hoy justamente descuidan, la de la organización del poder (Gargarella, 2014).
¿De qué se trata entonces en la esfera del poder? El camino de la democracia política, la justicia social y de una constitución igualitaria requiere que los ciudadanos puedan influir en los espacios donde se organiza el poder económico, empresarial, financiero y político.
La política es, como lo estableció Max Weber, la actividad que aspira a participar o influir en el poder del Estado, es decir, que aspira a determinar los espacios del poder económico y político o a influir en el monopolio de violencia legítima que es el Estado.
En este sentido, hay que complementar la felicidad liberal del fortalecimiento del sistema representativo con el difícil asunto de los cambios en la organización del poder.