La sociedad colombiana se dirige hacia la generación de una comunidad de discapacitados morales, de idiotas para la ética, de disminuidos para la libertad, en la medida en que las personas ya no responden por sí mismas, sino que se abandonan a la dependencia de un otro, de ese otro que es el Estado. 

Cuando se presenta esa situación, según Hegel, uno ya no es en-sí, sino que es-para-otro, o sea que las personas se realizan mediatizadas por la presencia de un otro, que para el caso es el Estado. No se es reconocido como amo sino como esclavo. En palabras del filósofo, en su “Fenomenología del Espíritu”: “la autoconciencia es primeramente simple ser para sí, igual a sí misma, por la exclusión de sí de todo otro”. Montaigne decía en sus “Ensayos” que “la cosa más importante en la vida es la de saber ser uno mismo”.

En Colombia basta presionar al Estado y este cede y garantiza una financiación, a veces vitalicia, un subsidio, un auxilio, una ayuda, una ley. Es decir, uno es en tanto que demande, en tanto que exija. El nombre del juego es exigirle algo al Estado.

Pero por esta vía la persona pierde dignidad y libertad, pierde autonomía y singularidad. Pasa a ser parte de algo, y ese algo la define. Y también por esta vía la persona ya no es responsable de sí misma, sino que el Estado pasa a ser responsable de ella. No hay espacio para la libertad, porque alguien decide por uno; tampoco hay espacio para los deberes, porque la persona desplaza el deber a ese otro y queda exonerada de asumir cargas.

Esta idea de la responsabilidad diluida viene del estudio que Hannah Arendt hizo de los juicios a los nazis, de donde acuñó la frase “la banalidad del mal”. Arendt advirtió que “el problema con Eichmann era precisamente que muchos eran como él y que los muchos no eran ni pervertidos ni sádicos, que eran, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Bilbeny se refería a este grupo como “idiotas morales”. Y Adela Cortina añade que hoy se vive en una sociedad con una ética neutral, insensible, indolora.

Ahora bien, pasando de esa teoría a la práctica, los nueve ejemplos siguientes ilustran cómo el país se dirige hacia una sociedad de discapacitados morales.

Primero, la paz: se ha idealizado la paz y por ello se empezó negociando con las Farc, luego con las disidencias y ahora con las bandas criminales. Por este camino pronto se va a negociar con los ladrones de celulares y los violadores de niños, para hacer con ellos animados talleres y rutas. Todo en nombre de ese caro valor de la paz, en una atmósfera de diálogo humanitario y con el siempre ingenuo apoyo de la comunidad internacional. Además, tan noble empeño goza de una supuesta superioridad moral y de un supremacismo, pues se dialoga desde el altar de la benevolencia. Es inaceptable. Con los nazis por ejemplo no había nada que hablar, simplemente había que derrotarlos, como lo entendió Churchill desde un principio. Pero aquí no tomamos nota.

Segundo, la justicia: se ha banalizado la justicia y se ha propiciado la impunidad, con los regímenes excepcionales que cada día aumentan. De la pena plena se ha pasado a la justicia transicional, a la justicia restaurativa, a la justicia dialógica. Pronto vamos a salir a deberle a los criminales. Es inaceptable. La justicia desde el derecho Romano consiste en darle a cada cual lo que le corresponde. Y en materia penal, por duro que suene, la justicia es la venganza social organizada, como lo señaló Todorov: “La justicia punitiva se distingue de la venganza en que es impartida por una institución y no por un individuo; sin embargo, en lo que se refiere a la naturaleza del castigo infligido, la una se confunde a menudo con la otra; la ley del talión no ha sido abandonada. En estos casos, la venganza aparece como una justicia privada, mientras que la justicia se convierte en una venganza pública”.

Tercero, el victimismo: se ha sublimado a las víctimas y ahora son mejores personas, que tienen derecho a todo y carecen de deberes. Desde luego, en Colombia hay millones de víctimas; muchas de ellas no han sido reconocidas ni dignificadas por la sociedad, sino que han sido invisibilizadas. El país tiene una deuda con ellas. Pero también hay personas que se hacen pasar por víctimas, hay víctimas que han tomado su situación como una profesión para vivir de eso, hay una cultura de la cancelación y, en fin, hay abusos de esa condición. Es inaceptable.

Abundan los autores que critican esos abusos: Lipovetsky: “Una epidemia de naturaleza y amplitud inéditas se ha adueñado del Nuevo Mundo: la fiebre victimista. El fenómeno corresponde en primer lugar a la deriva del derecho de la responsabilidad, que lleva a un número cada vez mayor de ciudadanos y de consumidores a dárselas de víctimas de servicios, productos y acciones diversas, a designar culpables y responsables tanto individuales como institucionales, a emprender acciones judiciales, a reclamar una indemnización”. Joshep Brodsky: “Nunca deberíamos asumir el papel de víctimas… El día que decidimos ser víctimas, renunciamos a la decisión de cambiar las cosas… Considerarnos víctimas, en fin, ensancha el vacío de la irresponsabilidad”. Javier Marías, recientemente fallecido: “Hoy no es nadie quien no protesta, quien no es víctima, quien no se considera injuriado por cualquier cosa, quien no pertenece a una minoría o colectivo oprimido”. Todorov: “Habría que tener muy en cuenta los peligros que conlleva la victimización. Asumir el estatuto de víctima, presentarse como víctima, o como heredero o portavoz de las víctimas, tiene sus ventajas porque uno puede reclamar unos derechos que, de otro modo, quedarían fuera de su alcance”. Y finalmente, Zizek: “Solemos olvidar que el sufrimiento no ofrece ninguna redención: ser una víctima en lo más bajo de la escala social no te otorga ninguna voz privilegiada de moralidad y justicia”. Y en otra de sus obras es más crudo: “Con todo el respeto debido al serio problema del sufrimiento y las víctimas, creo que no se trata de un hecho neutral. La ideología del victimismo penetra la vida intelectual y política incluso hasta el extremo en que para que el trabajo de uno tenga un poco de autoridad ética, uno tiene que presentarse y legitimarse en tanto que víctima de algo”.

Cuarto, la culpa es del otro: se ha abierto camino la idea de que “lo que me pasa es culpa de alguien”, nunca mía, sino de otro que por ese hecho me queda debiendo algo, y por eso tengo derecho a ser resarcido. En algunos regímenes, mientras se hundían en la pobreza, argumentaban que la culpa era del régimen, de la sociedad o de cualquier cosa, menos propia. Es inaceptable. Simone Weil critica “la inmunización jurídica, que coloca delante al sujeto y sus derechos, obviando la obligación: la persona permite cambiar el ‘dado que yo tengo obligaciones, los otros tendrán derechos’ por un ‘dado que yo tengo derechos, los otros tendrán obligaciones’”.

Quinto, la protesta: se ha caído en el fetichismo de la protesta. Ahora las marchas y paros se han convertido en el dispositivo privilegiado para presionar al Gobierno a que otorgue algo. Desde luego, protestar es legítimo, es un derecho. Pero se ha abusado de este derecho y se ha caído en una tolerancia frente a protestas chantajistas o que comprometen el suministro de alimentos y medicinas o que incurren en actos vandálicos. Y los paros han caído en la captura del espacio público, en la privatización del derecho a la circulación, en fin, en el secuestro del interés público. Es inaceptable. En realidad, se debe protestar dentro de márgenes razonables, que permitan luego la continuidad de la vida en sociedad. Y si así no fuere, se debe imponer la autoridad.

Sexto, el género: se ha pasado de la legítima defensa de los derechos de las mujeres a un feminismo radical, que termina siendo una forma de totalitarismo. Es innegable que Colombia es un país machista y que aún falta recorrer un camino para equiparar los derechos de los hombres y las mujeres; y aún persisten variadas formas de violencia contra las mujeres, que es necesario combatir. Pero de allí no se puede caer en el supremacismo extremo de que todo lo que venga de los hombres es malo, por ese solo hecho. A ello habría que agregarle el vocabulario de género o inclusivo, ese policía del lenguaje.

Además, ya es hora de abordar temas francamente impopulares: hay que abolir el hecho de que las mujeres se pensionen cinco años antes que los hombres, porque ya no tienen diez hijos, como en los años sesenta, sino que ahora tienen un hijo o una mascota, y eso no justifica tan abismal diferencia pensional respecto de los hombres, máxime si éstos tienen una esperanza de vida menor que la de las mujeres. Y también hay que abolir la exoneración femenina para prestar el servicio militar obligatorio (que para ambos sexos debería ser más bien un servicio social, pero para ambos). Este par de temas son un tabú en los colectivos feministas. Pero su mantenimiento reproduce el machismo, en el sentido de que avala la presunta vulnerabilidad y debilidad de las mujeres, las cuales son así reducidas a una suerte de infantilización extrema. Es inaceptable.

Al respecto Lipovetsky anota: “Al ampliar la definición de violencia, al reducir el umbral de tolerancia, criminalizando los actos que la conciencia común considera ‘normales’, el feminismo radical deja de iluminar lo real para pasar a diabolizarlo; ya no exhuma una cara oculta del dominio masculino, sino que se libra al sensacionalismo, así como a una victimología imaginaria… La cultura victimista se construye según un estricto maniqueísmo: todo hombre es potencialmente un violador y un hostigador, toda mujer una oprimida. Mientras que los hombres son lúbricos, cínicos, violentos, las mujeres aparecen como seres inocentes, bondadosos, desprovistos de agresividad. Todo el mal proviene del macho… El espíritu apocalíptico del neofeminismo construye, en un mismo movimiento, la victimización imaginaria de la mujer y la satanización del varón… a través de la paranoia victimista, las mujeres suelen dar de sí mismas la imagen de seres incapaces de defenderse que aspiran en mayor grado a ser protegidas que a gobernar su destino…”.

Séptimo, lo étnico: se ha sacralizado la defensa de lo étnico, a niveles ya casi incompatibles con una democracia. Los indígenas tienen el 28% del territorio nacional y los afrocolombianos tienen el 4%, para un total del 32%. Y siguen reclamando más, al tiempo que no pagan impuesto predial. Y eso que, juntos, constituyen solo el 12% de la población nacional. O sea que el 88% de la población restante habita en el 68% del territorio restante: si eso se divide per cápita, la desigualdad es enorme. Los grandes terratenientes del país son pues los grupos étnicos. Además, ellos continúan haciendo paros, marchas y ahora invasiones reclamando aún más tierra. A este paso las personas que no pertenecen a un grupo étnico van a terminar concentradas en colonias o asilados en el exterior. Todo ello matizado con el discurso mágico de las curiosas cosmogonías; y atravesado por las interminables consultas previas. Aparte de la tierra, está el problema de la justicia especial indígena, esa coartada de la impunidad: los jefes hombres violan a las jóvenes indígenas y no les pasa nada. Es inaceptable. Esos privilegios deben tener un límite razonable. La comunidad nacional tiene derecho a establecer unos límites legítimos que permitan hacer cohabitar los derechos de los grupos étnicos con los derechos de la población mayoritaria.

Octavo, lo ecologista: se ha llegado al extremo de privilegiar los derechos de la naturaleza y de los animales por encima de los derechos de los seres humanos. Obviamente existe una crisis climática muy grave, que exige adoptar medidas. Pero todo ser humano contamina; incluso los más ecologistas, que dejan su propia huella de carbono, mientras satanizan las industrias. No demoran en proponer que se acaben los humanos. Y ese discurso del radicalismo ecologista termina siendo también totalitarista. El poder se expresa a través del derecho de captación: captación de la moral, del lenguaje, del consumo y la alimentación; y todo ello atravesado por el dispositivo de la prohibición y del control. Es inaceptable. Hay que abandonar las teorías apocalípticas para, en su lugar, mejorar la educación, el cuidado de la naturaleza y el reciclaje. Se trata de lograr el llamado desarrollo sostenible que, como se sabe, haga compatible la actividad humana productiva y la conservación de la naturaleza.

Y noveno, el apartheid normativo: en Colombia se perdió el derecho liberal de la igualdad ante la ley, la gran conquista de la Revolución Francesa. La legislación nacional está llena de fueros y privilegios, lo que parece un retorno a la edad media y al absolutismo. Como en los estamentos premodernos, ya hay norma especial y más favorable para cada grupo social. En cambio, si usted es hombre, mestizo o blanco y heterosexual, entonces usted está jodido. Usted cae en la casilla que en las preguntas de selección múltiple se denomina: “ninguna de las anteriores”. Usted se define por exclusión: alguien que no goza de ninguna norma especial, un incauto al que se le aplica la ley general; usted encarna la exclusión. En palabras de Derrida, a propósito de la hospitalidad, usted es un extranjero: no solo es “el que vive al exterior de la sociedad, de la familia, de la ciudad, sino ese otro que hemos relegado en un afuera absoluto y salvaje, bárbaro, precultural y prejurídico”.

De los ejemplos anteriores se concluye que asistimos a un lento e imperceptible derrumbamiento de la sociedad y a un colapso de las instituciones. El país no tiene una visión de la sociedad civil que se quiere construir ni tiene una visión de Estado. Es hora de alertar sobre esta situación, así sea con denuncias políticamente incorrectas, como paso inicial para suscitar una reflexión.

Los colombianos debemos dejar atrás la polarización y sentarnos a dialogar acerca de qué es lo que queremos, y hacerlo con empatía, con longanimidad, con bonhomía, en el marco del respeto de la Constitución, las libertades y los derechos humanos. Pero empecemos por mirarnos en el espejo. Es lo que aquí se intenta hacer.

Es asesor, consultor y abogado independiente. Fue secretario ejecutivo de la JEP y conjuez del Consejo de Estado. Estudió derecho en la Universidad Pontificia Bolivariana y una maestría en la Universidad de Paris Panteón Sorbona.