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Desde el espacio, la situación en Venezuela se asemeja a la de Siria, con su guerra feroz, y a la de Puerto Rico, recientemente devastada por el huracán María.

Los destinos de estas dos naciones hermanas estuvieron unidos desde tiempos inmemoriales—y coloniales—hasta el año de 1830, cuando en el Congreso de Valencia fue proclamado el Estado de Venezuela como nación independiente de la Gran Colombia.

Simón Bolívar, “nuestro libertador”, nació en Caracas, como es bien sabido y murió, lamentando la desintegración de la unión de naciones latinoamericanas, que había soñado antes en el Congreso Anfictiónico de Panamá.

Es por estas razones históricas que hoy en día tenemos más de 2,200 kilómetros de frontera compartida, que para nosotros empiezan en la Guajira en el Norte y terminan en el corregimiento de La Guadalupe, en el Guanía, y para nuestros mayores vecinos corresponden al estado de Zulia y van hasta el Departamento del Amazonas, en el Sur.

Dada nuestra larga historia común y la difícil situación política actual el vecino país, no sorprende que durante nuestra última campaña presidencial haya sido protagonista el tema de Venezuela.

Sin embargo, más allá del mentado “Castrochavismo” no ha habido un debate serio y juicioso sobre la inmigración reciente de venezolanos a nuestro país. Es decir, sobre el drama humano y los destinos de cientos de miles de familias que han cruzado la frontera en busca de mejores alternativas.

Es muy poco lo que sabemos sobre estos recién llegados, y casi que brilla por su ausencia el debate nacional de los últimos meses al respecto, cuando es sin duda un tema mayor (ver este artículo de La Silla para una refrescante excepción).

Cabe recordar, que en épocas pasadas éramos nosotros, los colombianos, quienes cruzábamos la frontera hacia Venezuela, en busca de un mejor futuro, en ese momento impulsado por la famosa bonanza petrolera.

Es así, como el Censo de Venezuela de 1981 registraba ya más de 500,000 ciudadanos colombianos. Cifra que aumentó notablemente durante las siguientes décadas, debido en gran parte a nuestro conflicto armado, hasta convertirnos en el grupo más grande de extranjeros en ese país.

A Colombia, primero llegaron, de manera reciente, los empresarios y profesionales, y algunos herederos de las grandes fortunas venezolanas. Muchos principiaron sus propias empresas, especialmente en el sector de hidrocarburos y a muchos, se les acusó de inflar el precio de los bienes raíces y hasta del mercado del arte.

Después, fueron llegando personas menos acomodadas, todos en busca de un futuro mejor para ellos y sus familias. En el 2018, el número de venezolanos en Colombia ya superaba el millón.

Difícil que no sea así, cuando allá: la comida escasea; los hospitales funcionan a media marcha; la Inflación llega al millón por ciento (la más alta del mundo); y hasta los perros callejeros pasan hambre.

Los colombo-venezolanos constituyen una población flotante y numerosa que depende, en últimas, de los vaivenes económicos y políticos de la frontera. El intercambio migratorio ha sido una constante histórica y prueba de ello son las muchas familias colombianas con ascendencia venezolana y viceversa.

Muchos en Colombia, recuerdan sus familia en Caracas, como muy seguramente muchos en Venezuela recordarán su paso por Bogotá.

Como una imagen vale más que mil palabras, me gustaría compartir esta foto satelital que nos ayuda a entender mejor la dimensión del problema (Figura 1). En ella se puede apreciar en violeta las luces que se apagan en Venezuela y en azul claro las que se prenden en Colombia.

Las imágenes corresponden a cambios entre 2012 y 2016, y fueron realizadas por satélites de la NASA (ver acá, para más detalles). Los economistas utilizamos estas imágenes satelitales para medir el desempeño económico de las regiones y países, especialmente cuando escasean las estadísticas oficiales (ver artículo 1, artículo 2 y artículo 3).

Desde el espacio, la situación en Venezuela se asemeja a la de Siria, con su guerra feroz, y a la de Puerto Rico, recientemente devastada por el huracán María. La de Colombia, es comparable con lo que apreciamos en las regiones más pujantes del subcontinente indio y el sudeste asiático. Y para los que dudan de los guarismos de los expertos o las curiosidades geográficas, esta otra imagen aterradora en el puente internacional Simón Bolívar, habla por sí sola (Figura 2).

Figura 1: Imagen satelital, tomada de: https://storymaps.esri.com/stories/2017/Lights-On-Lights-Out/index.html

Figura 2: Imagen difundida por el diario La Opinión demuestra la realidad migratoria. https://www.laopinion.com.co/ 

Dada la dimensión del problema, vale la pena entonces preguntarnos de qué manera deben responder las autoridades colombianas ante esta oleada.

¿Qué políticas públicas debería implementar nuestro gobierno en este caso? Primero, acoger a los migrantes desamparados es más que una política de estado, casi un deber cristiano, o una cuestión moral. Hay que reconocer que históricamente Colombia no ha sido un país que se haya caracterizado propiamente por su apertura con los extranjeros, más bien lo contrario.

Después de la llegada de los españoles y el tráfico de esclavos provenientes de África, son muy pocos los extranjeros que llegaron a Colombia. Cabe resaltar la inmigración sirio-libanesa, de los mal llamados “turcos,” quienes llegaron al país justamente huyendo del imperio Otomano.

Aunque pocos, los extranjeros—pensemos en la comunidad judía, por ejemplo—han jugado un papel notable en el desarrollo y la cultura del país (para ejemplos en otros países ver: Estados Unidos, Argentina y Brasil). De manera que más que un problema, la inmigración venezolana representa una oportunidad de oro para nuestro país.

Afortunadamente ya existe el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos (RAMV) que nos permite conocer mejor la situación de estos ciudadanos. Como es natural, es importante revisar los posibles antecedentes criminales, pero también conocer el nivel de educación y las habilidades profesionales de los recién llegados.

Sólo así se podrán dirigir estos trabajadores a los sectores más idóneos, como el cultivo de cacao, para poner solamente un ejemplo concreto. El gobierno debe impulsar políticas económicas regionales de choque en las zonas más afectadas, en ciudades como Cúcuta y el resto del Norte de Santander.

Es importante atender a los que llegan, sin descuidar el bienestar de quienes que ya estaban. Este tipo de políticas ayudan a mitigar la xenofobia que ya despierta no solamente en Colombia, sino también en Ecuador y Perú (ver,  por ejemplo). Pero la verdad es que en la mayoría de casos, los ciudadanos colombianos se han caracterizado por su hospitalidad y generosidad con nuestros vecinos.

En el plano internacional, Colombia debe abanderar políticas multilaterales de acogida en escenarios como la OEA, la ONU y las cumbres iberoamericanas. Por ejemplo, es contraproducente la decisión reciente de Ecuador de exigirles pasaporte y cerrarles las puertas a los ciudadanos venezolanos (ver noticia).

Triste, también es que Brasil haya tenido que enviar tropas por los disturbios contra venezolanos en Pacaraima (ver noticia) y ni qué decir sobre el cruce de tropas venezolanas a nuestro país. Venezuela es hoy en día un problema regional que debe manejarse como tal.

Colombia es, por último, un interlocutor natural de la República Bolivariana de Venezuela con el resto del mundo para una eventual resolución política negociada de una situación de momento verdaderamente compleja.

Pero más que una serie de soluciones puntuales, esta columna es una invitación a la reflexión y al diálogo ciudadano, así como un llamado a nuestros gobernantes, sobre un tema importante que nos concierne a todos.

De nosotros y de las políticas que adopte el nuevo gobierno, así como las del Presidente Maduro, dependerá la suerte de millones de seres humanos y de si este capítulo reciente de la larga historia migratoria colombo-venezolana tiene un desenlace trágico o un final feliz. Al fin y al cabo, no sabemos cuándo seamos nosotros los que tengamos que pedir asilo nuevamente en la hermana república.

Profesor de economía de la Vancouver School of Economics en la Universidad de British Columbia.