Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
El Nobel colombiano retrató en su obra la importancia de la arteria fluvial más importante del país y, como buen periodista, aun hoy nos cuestiona sobre el vínculo perdido con nuestra fuente de vida.
Quizá hay pocos símbolos que sintamos más colombianos que Gabriel García Márquez y su obra. Inspirado en la realidad pictórica de nuestro país, particularmente en los poblados ribereños del Caribe, de Macondo y el río Grande de la Magdalena, este último fue protagonista silencioso en El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto. En eso coincido con Gabo. El Magdalena ha definido nuestra historia, ha sido protagonista y antagonista: héroe, víctima y villano en la vida de los colombianos, quienes en su vertiente nos apostamos.
Con la llegada de las primeras comunidades humanas al país, hace aproximadamente 16.000 años, el desarrollo de diversos pueblos en Colombia ha estado ligado al agua. La marcada relación entre este elemento y los modos de vida de algunos grupos humanos llevaron al sociólogo colombiano Orlando Fals Borda a proponer el término «culturas anfibias». Así, en Colombia, a lo largo de todos los ríos, sus pobladores aprendieron a vivir de la pesca, y de generación en generación fueron pasando los secretos del agua.
Desde los siglos V y I antes de la era común, la pesca constituyó la principal actividad de la cual subsistieron los pobladores del río Magdalena. Este modo de vida les permitió conocer y aprovechar la migración estacional de los peces. Escogieron los sitios más favorables para realizar intensas labores de pesca, capturando y consumiendo activamente al menos 12 especies de peces[1], de las cuales 11 son reconocidas en Colombia como migratorias. Así, desde antes de que Rodrigo de Bastidas tuviera el primer avistamiento del río Magdalena, en 1501, este ya era fundamental para la vida de los territorios que bañaba.
Siglos más tarde, con la llegada de los colonizadores, el río Magdalena fue la arteria abierta a través de la cual Gonzalo Jiménez de Quesada inició la travesía que culminaría en 1538 con la fundación de la ciudad de Bogotá. Una vez abierta, a través de esta arteria fueron y vinieron todo tipo de personas que fueron apostándose en sus riberas. El ir y venir de mercancías y carga determinó la dinámica de poblamiento del interior del territorio conquistado y conformó, entre otros, los innumerables puertos que hoy son municipios de ocho departamentos.

“Mercado en Mompox” Alcide d ’Orbigny. Sala de libros raros y manuscritos, Biblioteca Luis Ángel Arango.
Por el Magdalena también navegó José Celestino Mutis dirigiendo la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, que entre 1783-1808 y 1812-1816 realizó uno de los primeros listados de especies del río, y en cuya lista podemos reconocer los nombres comunes de las especies de los principales peces migratorios de la cuenca, que la cultura ligada al río ha mantenido tras más de dos siglos.

Le passage de l’Angostura” (El paso de Angostura)
Édouard André, Diseño de E. Riou.
Sala de libros raros y manuscritos,
Biblioteca Luis Ángel Arango.
Desde tiempos olvidados el río ha acompañado a los colombianos, y en el último siglo fuimos nosotros quienes lo olvidamos. Sin embargo, Gabo, uno de los colombianos de mostrar, lo tuvo siempre en la memoria: desde que lo vio durante el primer viaje que realizó, en 1943, quedó fascinado con la vida que se desplegaba en la arteria fluvial de Colombia. Muchos años después escribiría: «por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar de aquel viaje». Tal vez por esto su obra literaria es también una denuncia del deterioro de la cuenca que él mismo vivió.
A través de sus personajes Gabo manifestó su preocupación, y la mía, por la deforestación y el uso y abuso de la cuenca. En El general en su laberinto, el General, tras ver «los primeros destrozos hechos por las tripulaciones de los buques de vapor para alimentar las calderas» afirma que «Los peces tendrán que aprender a caminar sobre la tierra porque las aguas se acabarán». Aunque todavía hay peces en el Magdalena, sus números son una clara muestra de que aún no han aprendido a caminar.
Por su parte, en El amor en los tiempos del cólera es evidente que el río de Fermina Daza y Florentino Ariza, que conoció y recuerda Gabo, no es el mismo que hoy tenemos. El río fue de Gabo, hasta en sus memorias[2], pero ya no es el río de los colombianos. El vínculo, que había sido tan fuerte entre el río y sus habitantes, y que fue otrora una constante desde antes de la colonia, está roto. Ya a nadie le duele el río. Y mucho menos sus peces, sus caimanes, babillas, nutrias y manatíes, o ¿alguna vez ha pensado en ellos?
Acaso, ¿sabría responder si le preguntaran a qué cuenca pertenece? Yo, por ejemplo, soy tan rola y tan paisa como muchos, y soy del Magdalena. El Magdalena es el agua que baña las montañas cubiertas de bosques y de cultivos, que recorre las minas; es las gotas de lluvia que caen al drenaje de las principales ciudades del país, es el agua que sale de su cocina y de su baño. El río nace bajo sus pies.
Lamentablemente, a pesar de que el 80 % de la población colombiana habita en la macrocuenca Magdalena-Cauca, me atrevo a decir que la mayoría de nosotros no sabríamos responder a esta pregunta. No nos sentimos parte del río. A pesar de que somos parte del problema, somos ajenos a sus dolores. Para la mayoría, el río es una fuente de energía, el lugar para colocar las hidroeléctricas y embalses, la vía de transporte, el desagüe. Quizá desconocen que también es el agua con la que te bañaste, el agua que bebiste; el hogar de al menos 220 especies de peces. Es la comida de miles de colombianos.
Gabo y el río Magdalena son parte de nuestra colombianidad. Ambos están conectados, invitándonos a construir una nueva forma de pensar el agua, nuestros ríos y sus recursos, una nueva Colombia para todos, hasta para los peces. Es un llamado a que exijamos acciones y voluntad para restaurar las heridas y sanar las dolencias del río, para que nos pensemos como habitantes de nuestros ríos, a que los sintamos, disfrutemos y protejamos, para que con orgullo podamos decir que nuestro nobel de literatura se equivocó al decir: «Hoy el río Magdalena está muerto, con sus aguas podridas y sus animales extinguidos».
#ColombiaVotaSostenible
[1] Bagre rayado (Pseudoplatystoma magdaleniatum), nicuro (Pimelodus yuma), capaz (Pimelodus grosskopfii), el bagre blanco (Surubim cuspicaudus), bagre sapo (Pseudopimelodus schultzi), doncella (Ageneiosus pardalis), bocachico (Prochilodus magdalenae), viejito (Cyphocharax magdalenae), mohino (Leporinus muyscorum), dorada (Brycon moorei), picuda (Salminus affinis), arenca (Triportheus magdalenae), chango (Cynopotamus magdalenae) y cachegua (Trachelyopterus insignis).
[2] “Hoy el río Magdalena está muerto, con sus aguas podridas y sus animales extinguidos. Los trabajos de recuperación de que tanto han hablado los gobiernos sucesivos que nada han hecho, requerirían la siembra técnica de unos sesenta millones de árboles en un noventa por ciento de las tierras de propiedad privada, cuyos dueños tendrían que renunciar por el solo amor a la patria al noventa por ciento de sus ingresos actuales”.