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Pensar un territorio desde el ambiente es algo vital.

Promover el desarrollo equitativo del territorio es un desafío para gran parte de los gobiernos latinoamericanos. Lo anterior se debe a la reinvención de un nuevo paradigma, el cual reconoce dos vectores fundamentales: el impulso al crecimiento económico con soberanía política, asentado en el proceso de integración regional como plataforma de inclusión en la economía global; y la implementación de políticas que promuevan procesos de “desarrollo” sustentable, lo cual resume los conceptos de equidad social y sustentabilidad ambiental de los territorios nacionales.

El deterioro ambiental afecta el bienestar y la calidad de vida de la población, limita sus posibilidades de desarrollo y compromete gravemente las de generaciones futuras. Aunque Colombia es un país rico en recursos naturales, su desarrollo económico se ha basado en buena medida en un aprovechamiento inadecuado de éstos, lo que ha conducido a su creciente deterioro y a un déficit social fruto de ese modelo[1].

Problemas como el crecimiento desmedido y no densificado de las ciudades, el empobrecimiento de una gran clase trabajadora y obrera siempre ubicada en la periferia y con necesidades básicas insatisfechas, la invasión desmedida de urbanizaciones no legalizadas hacia terrenos de alto riesgo, la contaminación atmosférica, la utilización desmedida de recursos naturales, y otros tantos, llevan a reconstruir paradigmas del desarrollo urbano, regional y rural que se daban por ciertos en América Latina, en los que se pensaba, entre otras cosas, que el tener más era estar mejor.

En un mundo en transición, conflictivo y de gran dinamismo, y ante la cada vez mayor presión sobre el ambiente, es fundamental formular e implementar políticas públicas que permitan prevenir y transformar de forma efectiva y democrática la conflictividad socioambiental. Por ello, resulta necesario comprender las interrelaciones que surgen a fin de encausar o acompañar los procesos de cambio necesarios.

Los conflictos públicos ponen de manifiesto la necesidad de cambios sociales que integren los postulados del desarrollo sustentable.

En Argentina, por ejemplo, los resultados muestran pequeños avances en materia de ordenamiento territorial. A ello se suma la complejidad y superposición de las normas ambientales y la cambiante naturaleza de las políticas públicas que, entre otras razones, obstaculizaron la sanción de una Ley de Desarrollo y Ordenamiento Ambiental del Territorio Argentino.

Es por esto que, dentro de la conflictividad pública, son los conflictos socioambientales, es decir aquellos que contraponen posiciones en torno al acceso y disponibilidad de los recursos naturales, los que más han crecido y los que mayores desafíos presentan a la institucionalidad democrática y los que empujan a los Estados a redefinir sus competencias y atribuciones.

Es aquí donde el desarrollo sostenible desde un enfoque territorial integrado nos permite visualizar un panorama nuevo, donde el crecimiento de los territorios se puede pensar desde una perspectiva inclusiva y equitativa.

Las relaciones, interdependencias y complementariedades que se generan dentro de los territorios ayudan a construir nuevos pensamientos integrales. Es allí donde vemos y entendemos al territorio como un metasistema. Por ende, sus actores y dinámicas son propias y tiene una fuerza transformadora bastante potente, pensada desde una dimensión multiescalar y multidimensional.

Tal como lo menciona la Carta Europea de Ordenación de Territorio de 1983, la expresión espacial de las políticas económicas, sociales, culturales y ecológicas de la sociedad es a la vez una disciplina científica, una técnica administrativa y una política concebida como un enfoque interdisciplinario y global, cuyo objetivo es un desarrollo equilibrado de las regiones y la organización física del espacio según un concepto rector.

En Chile, por ejemplo, el desarrollo se basa hoy en la capacidad de uso directo de sus recursos naturales (minería, pesca, bosque, suelo, etc.), con patrones de consumo de los stocks de materias primas y de producción centradas en la explotación de las mismas.

Para evitar daños colaterales de estas dinámicas de desarrollo, en ese país le apostaron a la planificación territorial medioambiental (Ordenamiento Territorial), dirigida a garantizar el desarrollo en la eficacia de los sistemas naturales. Allí, está en marcha un proceso de toma de conciencia política y social sobre la necesidad de proteger los recursos naturales que ese territorio posee, frente a los impactos negativos de la política económica orientada hacia los mercados externos.

Sin embargo, no hay instrumentos regionales y territoriales que permitan predecir los impactos de los patrones de desarrollo económico sobre el territorio.

El territorio es entonces más que un mero receptáculo o soporte físico de las actividades sociales, económicas y culturales del hombre. Constituye una construcción social e histórica, resultado de las relaciones sociales que se expresan en diversas formas de uso, ocupación, apropiación y distribución del territorio[2].

En este sentido, es menester mencionar que lo importante cuando se habla de ordenar el territorio es gestionar la realidad, no gestionar lo que se cree que es la realidad, y en este punto es donde normalmente fallan los Estados cuando intentan ordenar sus territorios y no permiten que éstos se ordenen priorizando sus necesidades y sus metas.

En este contexto, el ordenamiento ambiental se entiende como un conjunto de acciones estructuradas alrededor de las funciones ambientales específicas que cumple cada unidad del territorio, con el propósito de lograr que tales funciones estén en concordancia con la potencialidad natural de cada unidad, dentro de contextos locales, regionales y nacionales, teniendo además en cuenta el papel de Colombia como uno de los países con el patrimonio natural más importante en el planeta[3].

Es por esto que pensar un territorio desde el ambiente es algo vital. Porque es pensar en las generaciones futuras, en que el agua no es un bien renovable, en que la deforestación no es una mal menor necesario y en que las junglas de cemento no son paisajísticamente más armoniosas que los campos.

Significa repensar en una escala en la que las necesidades básicas insatisfechas de la población sean nulas y la calidad de vida de los niños, al menos aceptable, donde las montañas se vean como montañas y no como contenedores de dinero carentes de sentido para el territorio que las vio nacer.

[1] Ministerio del Medio Ambiente. Plan Nacional de Desarrollo Ambiental: Hacia el Desarrollo Humano Sostenible. Santafé de Bogotá, D.C., 1995.

[2] Utria, Rubén Darío. Notas sobre Ordenamiento Ambiental del Territorio. Santafé de Bogotá, D.C., 1997

[3] Márquez, Germán. Consideraciones Básicas Sobre Ordenamiento Ambiental y Ecosistemas Estratégicos en Colombia. Informe Ejecutivo – Ministerio del Medio Ambiente. Santafé de Bogotá, D.C.,1997.